La crisis del PP

Rajoy renovará en breve como presidente del Partido Popular bajo las bendiciones equívocas de una unanimidad artificial. Cabe hablar de unanimidad, porque no parece probable que nadie se determine a presentar una candidatura alternativa. Y es justo calificar esa unanimidad de artificial porque los descontentos son numerosos, o por lo menos se han hecho oír con insistencia dentro y fuera del organigrama del partido. Algunos anticipan que la victoria de Rajoy se verá deslucida por discrepancias llamativas y un porcentaje significativo de votos en blanco. Otros confían en que la directiva corrija estos desvíos e imponga un tono de sordo decoro burocrático en los debates congresuales. Pocos discuten, sin embargo, el carácter provisional del Congreso de Valencia. Rajoy confirmará un liderazgo precario, signado por episodios erráticos y perturbadores.

El fox-trot popular se inició con la ofensiva incompleta de Esperanza Aguirre. Ésta insinuó que le echaría un pulso a su jefe. Rajoy reaccionó invitándola a que se fuera del partido y acelerando la recogida de avales que los estatutos exigen para entrar en liza. Le diligencia del presidente fue asombrosa: no sólo acumuló avales sino que apenas dejó margen para que otros hiciesen su avío. Bastaron dos semanas para que se apreciara que poco podía un aspirante, incluso un aspirante tan bien armado como Aguirre, contra el cierre oligárquico de la cúpula. La presidenta de Madrid plegó velas, envuelta en un doble silencio. Silencio porque apenas había dicho nada de sustancia durante los días en que parecía dispuesta a bajar al ruedo. Silencio porque nada dijo cuando se quedó sentada en la grada. La impresión general es que Aguirre estima que Rajoy no está sacando del PP el rendimiento adecuado. La idea se presta a ser resumida en la frase, o consigna, de que el problema del PP es de liderazgo, no ideológico. Pocos discuten, en efecto, la necesidad de que el PP se afirme como partido de centro. Pocos creen que ello exija una revolución moral, puesto que el PP también estuvo en el centro durante la legislatura anterior y sólo se equivocó al disimularlo con algunos gestos intempestivos. Nos encontraríamos, todo lo más, ante una dificultad técnica, que puede superarse cambiando una pieza por otra de idéntica hechura, aunque más nueva o mejor engrasada.

La disidencia técnica se complicó con la dimisión desgraciada de María San Gil. María San Gil cuenta más por lo que significa, que por el contingente de votos conseguidos en las elecciones. Pero significa mucho, y por lo mismo, cuenta mucho. Hubo un maltrato de San Gil, y poca voluntad de recuperarla. La rehabilitación de su ponencia obedeció más al deseo de convertir su desistimiento en incomprensible, que al de ganarla de nuevo para la Ejecutiva. Sea como fuere, la espantada de San Gil alimentó la sospecha de que el PP ha reorientado su estrategia en materia territorial. Ya no se trataría de defender la unidad nacional tremolando la bandera roja y gualda, sino de ganar la batalla electoral contando los arrimos de que se dispone para formar mayoría parlamentaria. Ello implicaría una apertura táctica a los nacionalistas viables, y una aceptación implícita de los cambios incoados por la política de Zapatero. Estoy haciendo, ¡cuidado!, conjeturas, no afirmaciones. Los que han expresado objeciones a la jefatura de Rajoy, no se han referido al territorio. Y los que teorizan sobre la cuestión territorial, no se han pronunciado contra Rajoy. El efecto agregado produce perplejidad, una perplejidad que sólo es dable atenuar descendiendo desde los pronunciamientos públicos a documentos de índole más arcana. Recomiendo, en este sentido, una lectura atenta de la enmienda que a la ponencia política han presentado Vidal-Quadras, Nasarre, y Abascal.

¿A qué conclusión se llega? Pues a la de que existe una coincidencia absoluta en materia de principios entre los autores de la enmienda y la línea oficial del partido. Todos coinciden en defender la cohesión del Estado; todos previenen que esa cohesión está amenazada por desarrollos estatutarios inmoderados. Hasta aquí, parecen llevar razón quienes sostienen que no existe un contencioso ideológico. Se da, no obstante, una circunstancia interesante. Al contrario que los ponentes, los autores de la enmienda sí proponen acciones concretas para frenar el proceso degenerativo que está experimentando el Estado. Una de esas acciones, consiste en la reforma de la Constitución. Otra, en una apelación al PSOE. Lo segundo es consecuencia forzosa de lo primero. Sin el PSOE, en efecto, no es materialmente posible la reforma de la Constitución.

¿Por qué guarda la ponencia silencio sobre este punto esencial? La explicación desnuda, sin aderezos ni requilorios, es que existe un conflicto entre el objetivo de ganar las elecciones de aquí a no mucho -sería muy raro que el Gobierno lograse agotar la legislatura-, y el deseo de hacer política a lo grande. El primer objetivo invita a sumar amarracos y rentabilizar los recursos actualmente existentes, mientras que el segundo exige jugárselo todo a una carta y asumir grandes riesgos. La actitud de los prudentes estaría dictada, por tanto, por consideraciones de oportunidad, no de fondo. Ahora bien, es frecuente que la táctica gire sobre sí e invada el fondo. Si por consideraciones tácticas se decide no invertir el proceso seudoconfederal, éste seguirá su curso y determinará una cuestión de altísimo contenido ideológico: la referente a la estructura del Estado. De manera que asistimos a un problema que es urgentemente ideológico, aunque la ideología aparezca sólo en segunda derivada. Que los oponentes de Rajoy hayan tendido a pasar de puntillas sobre este problema, sugiere que el partido no tiene muchas ganas de meterse en honduras. ¿Cuántos difieren de Rajoy porque lo hacen de sus planteamientos, y cuántos por ambiciones frustradas o por un genuino escepticismo en torno a su solidez como líder? Lo ignoramos. Sólo nos consta un malestar inarticulado, un marasmo. No entenderá esa agitación quien, no iniciado en las intrigas curiales de los partidos, se limita a saber qué España quiere y cuál no quiere.

Resultaría simplista, con todo, abordar la cuestión invocando sólo las ideas. Es difícil, objetivamente difícil, que lo que he llamado «gran política» pueda ser impulsada por un partido maduro, muy asentado en los territorios, y con inversiones enormes en el statu quo. De hecho, el PP se está confederando sobre la marcha, más por inercia que de modo deliberado. ¿Cómo no lo iba a hacer cuando gobierna en regiones decisivas, y cuando el gasto que administran las CCAA supera en diez puntos al que gestiona el Gobierno Central? ¿Cómo iba a atreverse a poner la intendencia patas arriba, habida cuenta de que los territorios son la fuente en que aún puede beber mientras pena en la oposición? El documento arcano que nos ilumina sobre este extremo es ahora la enmienda de Álvarez-Cascos a la ponencia de estatutos. Álvarez-Cascos advierte que la atribución de capacidades ejecutivas al Comité Autonómico menoscabaría la autoridad y eficacia del Comité Nacional. Por supuesto. Pero ¿qué hacer por evitarlo? Hemos visto, ayer mismo, que los barones pactaban en bloc con Rajoy la entrega de avales; vimos, después del desastre del 14-M, cómo los presidentes autonómicos daban empleo a los cesantes del gobierno anterior; hemos asistido a trasvases semejantes después de la pérdida de Galicia. La deriva confederalizante impone su lógica, y afecta peculiarmente al partido que se encuentra en la oposición.

Suponer que el PP se halla en grado de remontar la corriente mediante un acto puro de la voluntad, se me antoja poco realista. La situación ha escapado al control de los agentes políticos. No lo digo sólo por el PP, ni, principalmente, por el PP.

Álvaro Delgado-Gal