La crisis del régimen de la Transición

Es sabido que 2015 está predestinado a sufrir notorias convulsiones electorales. Pero lo que no se conoce tanto es que también será el año en que se proclame la apertura oficial de una crisis política en toda regla, desde el momento en que el partido en el poder pierda su actual mayoría absoluta. Pues entonces, como para dar la razón al simplificador relato de Podemos, el sistema o régimen de la Transición entrará en crisis, iniciando una deriva marcada por la incertidumbre que no se sabe cómo ni cuándo se resolverá, ni en qué sentido lo hará.

Según los más autorizados analistas (L. Morlino, Democracias y democratizaciones, CIS, 2009, páginas 62-65), los prerrequisitos que alimentan las crisis son los conflictos pendientes de resolver, las carencias institucionales y los impactos sociales de las crisis económicas, todos los cuales se cumplen en nuestro caso. A partir de ahí la crisis se inicia cuando se exasperan los conflictos entre las élites de la coalición dominante que se muestran incapaces de resolverlos, cuando se incrementa la fluidez y volatilidad del sistema de partidos y demás actores políticos (grupos de interés y movimientos sociales), y cuando fallan las relaciones de confianza entre la sociedad civil y sus representantes políticos. Entonces se inicia un círculo vicioso entre la polarización y radicalización de los movimientos sociales y el inmovilismo y la impotencia gubernamentales, que se realimentan mutuamente a riesgo de provocar la quiebra del régimen o su profunda recomposición institucional.

Excuso recordar en detalle cómo se han venido dando en España todos estos rasgos literalmente citados, pues ya lo he hecho en otro sitio (Los poderes opacos, Alianza, 2013). Y en su lugar podemos discutir los síntomas críticos más reveladores, tratando de descubrir sus razones últimas. El primer indicio que permite hablar de crisis de régimen es que su coalición dominante parece estar a punto de transformarse radicalmente. Hasta ahora era un sistema de bipartidismo imperfecto donde el poder se repartía entre los dos grandes partidos estatales de centro derecha y centro izquierda, mientras la derecha nacionalista catalana y vasca actuaba de bisagra necesaria para concertar mayorías parlamentarias. Pero a juzgar por las encuestas que predicen una gran fragmentación electoral, a partir de este año entraremos en un nuevo sistema donde la coalición dominante habrá de abrirse necesariamente para incluir a otras fuerzas políticas, entre las que destaca Podemos. ¿Cómo será la nueva coalición dominante y cómo se repartirá el poder entre sus miembros? Todavía no lo sabemos, pues eso dependerá del nuevo reparto del poder que surja como resultado de los comicios electorales.

Pero eso también podría significar que el régimen no está en crisis, puesto que el cambio de coalición dominante se va a producir dentro de los cauces electorales previstos. Es verdad que habrá cambio de actores políticos, si se pasa de la alternancia bipartidista a un nuevo reparto del poder más fragmentado que exigirá acuerdos multipartidistas. Pero sin embargo no habrá cambio en las reglas de juego que deciden la distribución del poder entre ellos. De modo que el propio triunfo electoral de Podemos vendría a demostrar que el régimen de la Transición no sufre una verdadera crisis, en tanto se mantengan abiertos los mecanismos institucionales de acceso al poder. ¿Implica esto una refutación de la hipótesis sobre la crisis del régimen? Digamos que la relativiza en alguna medida. Puede haber crisis de su coalición dominante, pero todavía está por demostrar que haya crisis del régimen propiamente dicho. Y para despejar la incógnita conviene profundizar en la definición de Morlino sobre la naturaleza de los regímenes políticos. Así llegamos a sus dos puntales: el acuerdo de compromiso entre los miembros de la coalición dominante, por el que se pactan las reglas para resolver sus propios conflictos internos, y la estructura institucional que regula las relaciones entre la clase política y la sociedad civil.

Este segundo elemento es el que más visiblemente ha sido puesto en crisis por los escándalos de corrupción, que ya se iniciaron en los años noventa con los casos Filesa y Naseiro, pero que han acabado por extenderse y estallar en un big bang de corrupción en los casos Gürtel, Bárcenas, Palau, Pretoria, Pujol, ERE, etcétera. El coincidente afloramiento público de todos estos escándalos ha determinado que el régimen político como un todo haya perdido su legitimidad, entrando en crisis y generando entre los ciudadanos un sentimiento de desafección y profunda desconfianza hacia sus representantes públicos. Ahora bien, si lo contemplamos en perspectiva genética, el incremento de la corrupción es un efecto derivado de la crisis política, y no su causa directa.

En realidad, la raíz última de la crisis hay que buscarla en el otro punto señalado por Morlino como el más determinante: la ruptura del acuerdo de compromiso entre los miembros de la coalición dominante. Este acuerdo comienza por el pacto originario en el que los fundadores del régimen se comprometen a aceptar un determinado reparto del poder y unas precisas formas de resolver los conflictos que puedan surgir entre ellos. Y este acuerdo de compromiso es el que más ha fallado en el régimen de la Transición, por más hipócritamente que se celebre el supuesto espíritu del consenso constitucional. La primera crisis se abrió en 1980, cuando Suárez hubo de dimitir por las conspiraciones internas de UCD y la pinza que contra él formaron PSOE y PP. Superada esa crisis por la nueva hegemonía de González, la siguiente se planteó en los noventa por la segunda pinza que contra él formaron Anguita y Aznar, aunque sólo para que éste impusiera después su propia hegemonía autocrática contra todos los demás. Y desde entonces se ha agravado la división entre los miembros de la coalición dominante, que lejos de acordar sus diferencias las profundizan hasta el extremo de excluir a sus rivales. Es la cultura de la crispación que ha fracturado a la coalición dominante rompiendo sus compromisos mutuos y confiriendo a sus miembros licencia para defraudar a los demás, con la consiguiente secuela de escándalos de corrupción. Y la deriva generada por esta pulsión antagónica ha conducido al actual intento de secesión territorial, terminando por separar definitivamente a los tres firmantes del acuerdo fundacional: conservadores, socialdemócratas y nacionalistas. Hasta el punto de que hoy el régimen carece de coalición dominante, lo que es como quedarse sin centro de gravedad amenazando con desintegrarse.

Esta es la causa de la crisis política que padecemos: la permanente confrontación entre los miembros de la coalición dominante, que en lugar de comprometerse a mantener la estabilidad del sistema pugnan por excluir a sus rivales a riesgo de desintegrarlo. De ahí la necesidad de proceder a una urgente recomposición del pacto entre las élites, como condición a priori de cualquier reforma constitucional. Pero como resulta evidente, hoy ese pacto de no agresión resulta imposible, dada la desconfianza insuperable que los enfrenta impidiéndoles llegar a un nuevo modus vivendi. Y esa imposibilidad de renegociar acuerdos todavía se agravará más cuando la ya fracturada coalición dominante tenga que abrirse para poder incluir a la nueva élite procedente de Podemos, cuya cultura política posee idéntica voluntad antagónica y excluyente dada su porfía contra la casta a la que pretende suplantar. Con lo cual la crisis del régimen se agudizará a riesgo de hacerle quebrar, confirmando precisamente aquello mismo que se pretendía demostrar.

Enrique Gil Calvo es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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