La crisis económica subyacente

El pasado 8 de septiembre publiqué en estas mismas páginas una Tribuna titulada Recuperar el crecimiento en la que, partiendo del hecho de que sólo con un crecimiento elevado y estable podríamos absorber el fuerte desempleo actual, llegaba entre otras a la conclusión de que recuperar el crecimiento debería ser el objetivo principal de cualquier política económica.

Un mes después, la portada de The Economist -Grow, dammit, grow!; es decir, ¡Crecer, maldición, crecer!- pone rotundamente el acento en esa conclusión. Sin fuertes aumentos de la producción no será posible recuperar altos niveles de empleo en los países más desarrollados, que hoy continúan con débiles crecimientos mientras que los países menos desarrollados parecen mejorar con mayor rapidez.

La lentitud con que los países más desarrollados inician su salida de la crisis, incluso el peligro de una recaída quizá lejana pero no imposible, tiene su origen en una faceta poco analizada del complejo fenómeno que constituye la crisis económica actual. Como es conocido, la crisis actual tuvo su origen aparente en la gran burbuja inmobiliaria generada en algunos países por la plétora mundial de liquidez y por el uso inmoderado de instrumentos que, mediante la titulización, trasladaban los riesgos de los créditos a terceros que los desconocían. Todo ello terminó por producir inmensas cantidades de activos tóxicos que infectaron a la banca en casi todo el mundo y que finalizó estallando con fuerza insospechada en el verano de 2007.

Desde entonces estamos atravesando una profunda crisis. Una crisis en la que sus complejos aspectos monetarios y sus negativas consecuencias sobre el empleo apenas sí dejan al descubierto su auténtico epicentro, su verdadero núcleo, que no es otro que el cambio brutal que, desde finales de los años 70 del pasado siglo y aceleradamente desde principios de la década actual, están experimentando los procesos de producción en todos los países del planeta.

Ese cambio se manifiesta en que lo que producimos hoy se produce ahora de forma distinta a como se producía hace poco. Las nuevas tecnologías están transformando profundamente los procesos de producción así como las proporciones y calidades del capital y del trabajo que consumen. Al tiempo, las nuevas comunicaciones han conectado países y continentes globalizando los mercados en un espacio único. Pero no sólo producción y mercados están experimentando profundos cambios, sino también el trabajo, el capital y la capacidad organizativa de los empresarios. Casi nada es ya igual en la economía a lo que venía siendo habitual hace bien poco. Tampoco casi nada será igual mañana, porque el progreso técnico ha entrado en una espiral expansiva como nunca antes habíamos conocido.

Ese es el aspecto más oculto de la crisis actual, la crisis que podría llamarse subyacente, porque, pese a que sus consecuencias son más profundas y sus impactos más duraderos que los de la crisis financiera, resulta mucho menos visible que esta última, tras la que se esconde.

La crisis subyacente está diferenciando con claridad, a través de los cambios en los procesos de producción y en el uso del capital y del trabajo, un conjunto de actividades productivas de bajo valor añadido, escaso consumo de capital y fuerte carga de mano de obra poco especializada y barata frente a otro conjunto de esas actividades que, a grandes rasgos, se caracterizan por alta proporción de valor añadido, mucho capital materializado en equipos de alta tecnología que se renuevan por obsolescencia antes que por desgaste físico y por la utilización de poca mano de obra pero de alta capacitación y elevado coste.

Esa diferenciación está conduciendo a que el primer grupo de actividades se desplace aceleradamente hacia países menos desarrollados mientras que las actividades del segundo conjunto se quedan en los países más avanzados. Esa dispersión internacional de actividades o fragmentos de la cadena de valor es lo que están haciendo las empresas transnacionales, que vienen actuando desde hace casi dos décadas pero mucho más activamente en los últimos tiempos, espoleadas por la crisis financiera.

El desplazamiento de ciertas actividades productivas entre países explica en buena parte los rápidos crecimientos de los países menos desarrollados y las dificultades que encuentran hoy para crecer los más avanzados. Lo peor es que, dado su origen y naturaleza, la crisis subyacente seguirá actuando de modo implacable, incluso cuando los déficits públicos y los del sector exterior se hayan moderado o desaparecido totalmente y el endeudamiento público y privado se sitúe en niveles más aceptables. Por eso alcanzar un alto crecimiento de la producción a largo plazo no constituye solo un problema de equilibrios macroeconómicos. Esos equilibrios son, sin duda, requisitos absolutamente necesarios, pues sin ellos no existirán apenas oportunidades para el crecimiento.

Pero no son una condición suficiente. Para que los países desarrollados puedan crecer conservando sus actuales niveles de vida y sin retroceder hasta la posición de los países de menor desarrollo, se necesita sobre todo que multipliquen sus actividades de alto valor añadido. Eso obliga a plantearse la política de crecimiento económico como una mezcla de medidas que persigan los equilibrios antes citados y, para lograr una economía más eficiente, articulen simultáneamente reformas profundas concentradas en torno a tres ámbitos esenciales. El primero, el relativo al marco regulatorio de la actividad económica. El segundo, el que se refiere a la calidad de los inputs básicos de la producción. El tercero, el correspondiente a la integración, profundidad y calidad de los mercados.

Sin entrar en detalles que excederían sobradamente estas líneas, es evidente que en el marco regulatorio han de establecerse normas claras, homogéneas y estables que permitan el libre mercado. También normas que reduzcan el peso del Estado, limitando el gasto público a los bienes y servicios que no puedan suministrarse eficientemente por el sector privado y orientando prioritariamente sus inversiones hacia las que generen economías externas que mejoren los costes de producción. Además, normas que permitan la existencia de unas relaciones laborales fluidas y bien ajustadas a la realidad concreta de cada empresa. Finalmente, normas que faciliten la resolución de conflictos y agilicen trámites y procedimientos.

En cuanto a la calidad de los inputs de la producción, las mejores políticas serán las que se dirijan a la formación de una fuerza de trabajo altamente capacitada y adecuadamente entrenada. Eso exige de una reforma profunda de la enseñanza para adaptarla a las necesidades que plantean hoy las actividades de alto valor añadido así como de un buen sistema de formación continua en las propias empresas. Igualmente debería aligerarse el coste de uso del capital, reduciendo los impuestos empresariales que elevan ese coste. Pero también debería procurarse un suministro de energía abundante y barata, facilitar la mejora y modernización de los equipos de capital y apoyar las investigaciones directamente conectadas con los procesos productivos.

Por último, la integración, la amplitud y la profundidad de los mercados tendrían que ser especialmente cuidadas, sobre todo cuando la crisis está generando tentaciones proteccionistas incluso entre regiones de un mismo país que ponen en grave peligro la necesaria unidad de esos mercados. Esa unidad, indispensable para alcanzar una mayor eficiencia, significa no solo una moneda común sino también ausencia de barreras de cualquier tipo y normas comunes de contratación y de definición de los productos y servicios que se contratan.

Sin embargo, no serán necesarios estímulos especiales que favorezcan actividades o sectores específicos. La experiencia demuestra que las políticas orientadas a impulsar una actividad o un sector en concreto suelen fallar con mucha frecuencia, aparte de que pueden generar abundantes oportunidades de corrupción y despilfarro. Por eso la política económica debería limitarse a proporcionar a individuos y empresas un marco regulatorio adecuado, una formación suficiente y unos inputs de calidad y de bajos costes, unos impuestos que no asfixien con su pesada carga y complejos requerimientos y unas infraestructuras que generen importantes economías externas.

Con eso y con un mercado amplio que no imponga restricciones injustificadas, con altos niveles de confianza en los ciudadanos, con un fuerte espíritu de empresa y con una arraigada y extendida aspiración a prosperar por parte de todos, el libre juego de las fuerzas económicas terminará modificando eficientemente la estructura y la calidad de la producción, es decir, terminará generando ese crecimiento tan necesario para resolver nuestros problemas actuales. El camino del desarrollo económico es siempre largo y duro, mientras que sus atajos suelen terminar en sonados fracasos.

Manuel Lagares, catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO