La crisis en tres lecciones

El reciente desplome de las cotizaciones bursátiles no es un simple tropiezo y no va a corregirse como por ensalmo: veamos más bien en ello la señal de una transformación radical de las economías occidentales y de una amplia incomprensión, desde 2008, de la naturaleza profunda de la recesión en Estados Unidos y en Europa. Lo que no se ha entendido o lo que sigue sin decirse, cabe en tres lecciones, sencillas pero definitivas.

En primer lugar, el capital se ha vuelto excesivamente abundante y seguirá siéndolo en los próximos años, digamos que diez, debido a los excedentes comerciales de Asia: por consiguiente, el valor del capital baja y seguirá bajando. Esta tendencia es fuerte: en estos momentos, y en realidad desde 2008, las cotizaciones bursátiles no sufren una crisis pasajera sino que más bien registran un nuevo orden donde, en el futuro, el trabajo será más rentable que las inversiones. Esta nueva tendencia de la economía se parece a una moralización del capitalismo como la que reclaman los biempensantes desde la implosión financiera de 2008. Pero este reequilibrio que se está produciendo no es fruto de nuevas normativas impuestas por los Gobiernos o por algún G-20, sino una prueba adicional de la naturaleza espontáneamente autocorrectora de la economía de mercado. ¿Y será este nuevo orden moral o inmoral? Algunos enemigos del capitalismo consideraran que esta caída de la Bolsa, duradera, no es inmoral en sí. ¿Pero debemos descartar por tanto que el bienestar de los jubilados que viven de las rentas de sus ahorros se verá muy afectado? De lo que no cabe duda tampoco es de que el tamaño del sector financiero y su capacidad de atraer a personas con talento y gratificarlas con remuneraciones a menudo desorbitadas, van a modificarse radicalmente: fin de una época. Y recuerden que la economía de mercado obedece más a la eficiencia que a la moralidad: esta última es, en el mejor de los casos, una especie de valor añadido.

Segunda lección: una gran cantidad de servicios y de objetos producidos en Estados Unidos y en Europa ya están disponibles en Asia, con la misma calidad y a un precio inferior. Esto también es una tendencia fuerte. Los originales se copian con frecuencia (en China), pero también se mejoran en Corea del Sur, en Japón y en Taiwan. Si no aumenta la investigación y la innovación en Occidente, públicas y privadas, la competencia ahogará a un número creciente de empresas: parece que los gobernantes europeos y estadounidenses han calculado mal. La prioridad se les escapa: por ejemplo, hoy en día en Estados Unidos se necesitan tres años para conseguir una patente que proteja un invento, mientras que hace diez años, se necesitaban dieciocho meses. Estos plazos aberrantes, que son iguales en Europa, permiten a los competidores asiáticos innovar más rápidamente que los estadounidenses y los europeos o robarles su propiedad intelectual.

Tercera lección, magnificada por la crisis actual, pero válida en cualquier circunstancia: a los creadores de empresas les horroriza la incertidumbre porque las inversiones privadas solo se rentabilizan a largo plazo. Por tanto, en Estados Unidos y en Europa resulta arriesgado lanzarse a grandes aventuras industriales o comerciales, mientras que el nivel futuro de los impuestos y de las exacciones sociales se vuelve imprevisible. Los desacuerdos partidistas en Washington, París o Roma plantean dudas sobre el coste de los Estados y de la solidaridad colectiva en los próximos diez años. El endeudamiento, que en Europa, Estados Unidos y Japón ronda un año de ingresos (el cien por ciento del PIB), no es insuperable: desestabiliza a los ahorradores (también llamados «mercados financieros») y los hace huir básicamente porque los gobiernos están indecisos y porque el crecimiento es incierto. Todo esto, la agitación de los medios de comunicación y de los jefes de Estados que se reúnen de urgencia, que se imaginan que existen soluciones de urgencia y que conceden demasiada importancia a los incidentes diarios (como una mala calificación otorgada por una agencia comercial sin ninguna legitimidad), recuerda a la parábola china del estúpido al que le muestran la luna y que mira el dedo que se la muestra. No es el déficit público lo que nos debe asustar, sino la falta de crecimiento que es, en parte, pero solo en parte, consecuencia de ese déficit: el déficit es el dedo, pero el crecimiento es la luna. Como se desconocen las intenciones de los Estados, los empresarios prefieren plegar velas en vez de desplegarlas y les resulta más rentable invertir en Corea del Sur, en India o en China que en Europa. Observamos que el país europeo que mejor supera la crisis es Alemania: ¿por qué razón? Sin duda alguna, la calma alemana se debe a su larga tradición de calidad industrial, pero también se deriva de la decisión de sus gobiernos, de las dos tendencias, de seguir la misma política
económica, que se enmarca dentro del largo plazo, inalterable e insensible a las modas y basada en la moderación fiscal y social y en una gestión prudente del Estado, en cualquier tipo de circunstancias.

El tiempo económico, el de las decisiones privadas que condicionan el crecimiento, es un tiempo largo, más largo que el de los ciclos políticos, lo que siempre plantea a las democracias un problema de gestión. Los gobiernos responsables deberían, ante todo, tener la modestia de reconocer sus límites frente al mercado mundial y, acto seguido, adoptar unas políticas a largo plazo que no perjudiquen a los actores económicos privados. Rara vez se da el caso: en periodo electoral especialmente, los líderes y los partidos adoptan posturas de demiurgos que dan a entender que el futuro económico les pertenece. Los medios de comunicación y la opinión pública mal informada sobre los mecanismos de la economía se suman a estas posturas de charlatanes. Por tanto, solo están condenados al declive y al desempleo los países que sufren ceguera económica y estupidez política: sin embargo, la palma de la estupidez de todas las categorías se la llevan, una vez más, los partidarios de la recuperación por medio del gasto público. ¿Cuántas veces tendrá que fracasar esta teoría llamada keynesiana, del pensamiento mágico y no de la ciencia económica, para que por fin renunciemos a recurrir a sus encantos y a sus creencias?

A poco que se reconozcan estas tres lecciones de la crisis y que se enseñen de forma clara a la opinión pública, cualquier gobierno, tanto de derechas como de izquierdas, será capaz de restablecer el pleno empleo y el crecimiento: vaticinamos que las Bolsas son la únicas que no recuperarán las cotizaciones especulativas, y sin duda alguna excesivas, anteriores a 2008.

Guy Sorman, filósofo y ensayista.

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