La crisis institucional del Perú

En cada elección que se convoca en Perú desde 2006 se oye la misma letanía: «El mal menor, hay que votar por el mal menor». Y en efecto, fueron tres comicios a los que se llegó como a la cornisa de un abismo, con el corazón hinchado de adrenalina, hasta que en el cuarto la sociedad se dividió y polarizó a cuenta de dos candidaturas poco dignas de confianza, la de Pedro Castillo y la de Keiko Fujimori. La vida pública peruana arrastraba terribles vicios desde hacía mucho. Alan García había acabado sus días pegándose un tiro para no ir a la cárcel, y todos los presidentes que desde 1990 pasaron por la Casa de Pizarro, menos los interinos Valentín Paniagua y Francisco Sagasti, estaban imputados o detenidos por actos de corrupción o rupturas constitucionales. El sistema había soportado todas, hasta que un nuevo desbarajuste detonó un estallido social con muertos en las calles.

La crisis institucional del PerúEstos hechos son la consecuencia de un paulatino proceso de desmoronamiento que inició con el autogolpe de Alberto Fujimori y que llegó a un punto de inflexión con el autogolpe de Pedro Castillo. Entre uno y otro momento, es decir, entre 1992 y 2022, el sector público se fue vaciando de talento, los partidos tradicionales se debilitaron o corrompieron, y hubo una eclosión de agrupaciones sin ideología definida, en muchos casos meras coaliciones de intereses que un día podían ser de la izquierda y luego de la derecha, porosas a la corrupción y a la instrumentalización de las mafias, o fuerzas netamente obstruccionistas con una cabeza visible, como la de Keiko Fujimori, destinadas a defender intereses familiares o partidistas.

Esta fragmentación de las fuerzas políticas inyectó un vicio más a la política peruana: la falta de legitimidad y representatividad de los cargos elegidos por voto popular. Castillo pasó a la segunda vuelta en 2021 con un magro 18,9 por ciento, y su triunfo sólo fue posible porque enfrente tenía a Fujimori, la política que más animadversión arrastraba por su labor de sabotaje sistemático en el Congreso. Con una bancada minoritaria, controlada por un radical como Vladimir Cerrón y rápidamente escindida, Castillo iba a tener muy difícil lograr cierta gobernabilidad. Más aún cuando buena parte del Legislativo estaba en manos de grupúsculos poco dispuestos a legislar a favor de intereses que no fueran los suyos.

El resultado de esta conjunción de incompetencias fue nefasto. Desde el día uno, la labor de Castillo fue caótica y mediocre, cuando no directamente corrupta, y la del Congreso se limitó al chantaje y a frenar todas las medidas regulatorias que pudieran poner orden en sectores como la educación, el transporte o la minería. Sus medidas, que informalizaron aún más al Perú, fueron castigadas con el 85 por ciento de rechazo, un índice de desprecio incluso superior al de Castillo. De manera que para cuando llegó el autogolpe mucha gente detestaba al presidente -el 74 por ciento-, pero todo el país estaba harto del Congreso.

En medio de esta desafección entra en escena Dina Boluarte. Su condición de vicepresidenta la puso al frente de un relevo constitucional que se resolvió de forma impecable, pero que la indujo a un terrible error. Aunque su presidencia nacía con sustento legal, carecía de la legitimidad y del respaldo popular que dan las urnas. Confundiendo lo primero con lo segundo, Boluarte asumió que el periodo presidencial era suyo y que podía, como si no hubiera una crisis de representación en el Perú, perpetuarse en el poder hasta 2026. No previó el error que cometía, y entonces ardió Troya.

La sierra sur del país, partidaria de Castillo, rechazó a Boluarte, los populistas de América Latina convirtieron al golpista en víctima de un supuesto golpe y en la calle empezaron a caer muertos, demasiados, más de sesenta. Viendo que su fantasía carecía de cimientos, la presidenta accedió a adelantar las elecciones para 2024, sólo para comprobar que ya era demasiado tarde: la situación se le había salido de las manos. Ahora solo hay gente insatisfecha y ningún atajo para salir del caos y el desgobierno.

Quizás la opción más sensata sea adelantar las elecciones para que pueda constituirse un nuevo gobierno en diciembre de 2023. Para ello habría que seguir el cronograma propuesto por Fernando Tuesta, exjefe de la Oficina Nacional de Procesos Electorales, y contar con la aquiescencia del Congreso. Lo incierto es que un anuncio en esa dirección apacigüé las protestas. Al menos un sector de los manifestantes quiere que la crisis se resuelva en otra dirección, abriendo un proceso constituyente, una propuesta que viene solicitando la izquierda latinoamericana en casi todos los países, haya o no haya crisis. En el caso del Perú esto significaría poner en cuestión lo único sólido, el único puntal con el que cuenta para contener la crisis inmediata y mantener la vida institucional. Con partidos inviables, sin confianza en el Congreso, sin representación política y sin liderazgos viables, poner en duda la Constitución es la mejor forma de ahondar en el desconcierto y poner a bailar al Perú, como una bolita de 'pinball', en medio de las pasiones y de los oportunistas que cazan huracanes a ver si con suerte acaban en lugares de poder.

Con el eco de un estallido popular y con las calles teñidas de sangre, una Asamblea Constituyente se desdibuja. Como en Chile, la elección de sus miembros acabaría respondiendo a la coyuntura política, a la emoción del instante o a la pésima reacción del Gobierno, no a la trascendencia de la misión convocada. Perú necesita una regeneración política y más de una reforma, sobre eso no hay ninguna duda, pero tienen que conseguirse en medio de la calma y no de la confrontación. Porque las marchas seguirán y nada indica -más aún después de ver una tanqueta entrando en la Universidad de San Marcos- que el Gobierno vaya a manejar la situación con más prudencia. Por eso tal vez la única opción que le quede a Boluarte sea la renuncia. Su cargo pasaría temporalmente, mientras se convocan elecciones, a manos del presidente del desprestigiadísimo Congreso, José Williams, algo que tampoco complace a nadie. ¿Pero se conformarían con menos los manifestantes? Tal vez no. Como si AiApaec, el dios descabezador de los mochicas, siguiera influyendo en el presente, la defenestración de sus presidentes es el único ritual periódico que calma la rabia de los peruanos.

Carlos Granés es escritor.

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