La crisis intelectual

Algún día, seguramente en otro país, se estudiarán las causas de que en España hayamos llegado a esta situación, cada vez más disparatada. A la fenomenal crisis económica, social y política se le añade otra de la que nadie habla pero que quizá las explique todas, es decir, la crisis intelectual que permite a todo el mundo decir —e incluso legislar—, las más tronadas ocurrencias, sin que casi nadie se oponga y la sociedad se acostumbre a convivir con ellas como una forma de identidad.

En Cataluña, por ejemplo, no le bastó a Artur Mas hacer el ridículo en unas elecciones plebiscitarias que convocó en torno a su mesiánica figura, sino que ahora se dispone a gastar los pocos recursos que le quedan en una desmesurada campaña publicitaria para conmemorar el tricentenario de la guerra de sucesión, sin otro objetivo, por supuesto, que apuntalar su proyecto independentista. Para ello, no solo está utilizando todas las instituciones que su partido controla, incluido el Parlamento, un organismo que solo sirve para proclamar, con el beneplácito de casi toda la cámara, inútiles declaraciones de soberanía, en vez de ocuparse del empleo, la sanidad o la educación, sino que incluso se ha inventado un servicio diplomático paraestatal, Diplocat, controlado por las delicadas manos de ERC y dedicado a difundir (no se sabe muy bien dónde, pues parece que nadie les recibe) su particular versión de la Cataluña oprimida y saqueada. No les falta razón, claro, el problema es que equivocan el sujeto de la acción.

Por si no fuera poco, ante tan desgraciada gestión política, se pretende crear, mediante la manipulación de la radio y la televisión autonómicas y la subvención de medios afines, la ilusión de una opinión pública unánime que secunda y aplaude el paraíso de la independencia. Hace poco, TV3 emitió un documental sobre la inminente emancipación de Cataluña titulado Hola, Europa (título pueril donde los haya), uno de los mayores espectáculos de deshonestidad intelectual que se recuerdan en este país, donde absolutamente todos los entrevistados —políticos, historiadores, economistas, banqueros, opinadores— estaban de acuerdo y no había ni un solo punto de vista, ya no digo contrario, sino ni siquiera reticente. El sólo hecho de haberse prestado a semejante bajeza, financiada además con dinero público, da una idea de la servidumbre a la que se ha acostumbrado una buena parte de la clase intelectual, atada, como diría Nietzsche, con el dogal de la gratitud. Y es verdad que hay voces disidentes, pero son siempre las mismas y ya forman parte de la rutina dialéctica que se ha enquistado en el debate político, cada vez más fatigado y aburrido, cada vez más previsible y exasperante para el ciudadano desatendido o anestesiado.

Por otra parte, la distopía independentista de Mas y sus secuaces ha desencadenado una especie de guerra entre comunidades que confirma la enorme insensatez que supone la actual configuración del Estado de las autonomías. Días atrás nos desayunábamos con la noticia de que las cortes de Aragón, con los votos del PP y del PAR, habían decidido promulgar una nueva ley de lenguas en que el catalán pasa a llamase Lapao mientras que la fabla se conocerá como Lapapyp. Ça fait rêver. No es de extrañar que algunos alemanes tengan dudas de que realmente podamos llegar a ser europeos. El catalán, como reconoce la Constitución, es una lengua española y como tal debería ser protegida por el Estado, que es la única instancia capaz de garantizar la frialdad necesaria para ocuparse de estas materias. Si se deja en manos del sentimiento de aldea pasan estas cosas, como ya ha ocurrido en Valencia y, como ocurrirá, mucho me temo, en Baleares, donde el presidente autonómico, José Ramón Bauzá, una verdadera luminaria, tiene serios problemas para pronunciar la palabra “catalán” y ya medita, según cuentan, una operación parecida a la aragonesa.

Si a todo esto le añadimos los desmanes de Telemadrid (dedicada a exhibir esa crudeza tan castiza, esa desoladora y gruesa falta de matización que nunca puede ser la respuesta al nacionalismo ni a nada), el espasmódico griterío que le invade a uno cuando sintoniza cualquier tertulia televisiva o la cerril monotonía de los argumentos en periódicos y radios, el panorama se vuelve terriblemente desalentador y eficazmente disuasorio, pues la estupidez, como bien saben los asesores de los gobernantes, es un fuerte narcótico.

Pero el verdadero problema estriba sobre todo en la falta de una respuesta o, mejor dicho, en la imposibilidad de contestar, pues en nuestro país cualquier expresión intelectual está políticamente infectada. Uno no puede defender una obviedad filológica, como que en Mallorca o Valencia se habla catalán, sin que se le suponga cierta simpatía nacionalista. O denunciar los abusos y la irresponsabilidad de Artur Mas sin que inmediatamente el coro le acuse a uno de fascista. Cada vez hay menos opinión libre, porque casi todo el pensamiento está comprado por una u otra causa comercial.

Como digo, algún día un hispanista inglés explicará cómo hemos llegado a esto. Probablemente apunte que España nunca tuvo Ilustración y que su pobreza en los siglos XVIII y XIX impidió la formación de una élite intelectual como la que tuvieron Francia e Inglaterra. Aunque quizá no haga falta ir tan lejos y simplemente constate la frivolidad y el sectarismo con que se ha maltratado, a lo largo de la democracia, un asunto tan delicado como la educación, convertida en un elemento de confrontación y adoctrinamiento políticos, a expensas de una juventud, en contra de lo que dice el tópico, cada vez peor preparada y más desganada. O tal vez hable de la manera en que se ha concebido la cultura, siempre relegada al ámbito del ocio y el lujo, como si no tuviera nada que ver con la polis, con la inevitable consecuencia de que la polis se llena de bárbaros y la cultura se convierte en una fiesta. Y quizá, después de todo, concluya que basta con mirar un determinado cuadro de Goya, aquel en que dos gañanes se matan a garrotazos en un páramo, recortados contra un cielo de grisalla y cobre, para estremecerse con un silencioso entendimiento.

Andreu Jaume es editor.

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