La crisis moral de la pandemia

Personas provenientes de Venezuela con máscaras faciales de protección como medida de precaución para evitar contraer el nuevo coronavirus, COVID-19, muestran sus documentos en la frontera en el Puente Internacional Simón Bolívar, en Cúcuta, Colombia, el 12 de marzo de 2020. (Foto de SCHNEYDER MENDOZA/AFP vía Getty Images)
Personas provenientes de Venezuela con máscaras faciales de protección como medida de precaución para evitar contraer el nuevo coronavirus, COVID-19, muestran sus documentos en la frontera en el Puente Internacional Simón Bolívar, en Cúcuta, Colombia, el 12 de marzo de 2020. (Foto de SCHNEYDER MENDOZA/AFP vía Getty Images)

El COVID-19 ha renovado el significado de la localidad en nuestras vidas. El aislamiento social y, en muchos lugares, los límites establecidos por la autoridad nacional han resaltado la importancia de los recursos cercanos al hogar y las soluciones desde la base social a una amenaza invisible. El comercio y los viajes internacionales han traído el virus a nuestros vecindarios y lugares de trabajo, pero son los servicios regionales y locales lo que se han tenido que movilizar para contener la pandemia.

No es de sorprender que nos interesen las historias de resiliencia comunitaria frente a un peligro invisible. Observamos esta precisión y capacidad de recursos de los informes diarios de los gobernadores estatales de EE.UU. y la vemos en la paciencia de los vecinos y los sacrificios de los funcionarios de la sanidad. ¿Héroes nacionales? Para nada. Nos seguimos diciendo a nosotros mismos: “El mundo es un lugar peligroso. Gracias a Dios por los vecinos y las autoridades e instituciones locales”.

Pero la crisis que enfrentamos es fundamentalmente global. Si respiramos con alivio porque el contagio ya haya llegado a su máximo en China, Francia o los Estados Unidos y reanudamos nuestras vidas de antes de la pandemia, no estaremos preparados para cuando el próximo brote ocurra en latitudes distantes. No podemos dar la espalda al destino de la gente que habita más allá de nuestras fronteras. Si lo hacemos, la crisis económica y sanitaria global se convertirá en una crisis moral de la globalización.

Podemos celebrar las respuestas locales y regionales. Pero, ¿seremos capaces de pensar con mayor amplitud y profundidad para recabar el compromiso que se necesita para hacer frente al sufrimiento de distantes desconocidos? ¿O la pandemia y sus consecuencias económicas pasarán a ser un campo minado ético en que nuestra única guía sea un interés propio sumido en la ignorancia?

A medida que el coronavirus se propaga más allá de sus epicentros de Asia, Europa y América del Norte, apuntará hacia nuevas fronteras en África y América Latina, en muchas de cuyas áreas las pruebas y los equipos de tratamiento son extremadamente limitados. En América Latina, la región más desigual del mundo, hasta ahora se han confirmado más de 50.000 casos de COVID-19 en una población de cerca de 650 millones. En África se han registrado apenas unos 10.000 casos en una población de 1,3 mil millones. Esas son fronteras abiertas para el COVID-19.

El COVID-19 asolará las zonas menos preparadas y más vulnerables de estas sociedades. Para empeorar una situación ya de por sí mala, muchos países vivieron inestabilidad y tensiones políticas el año pasado.

Estas áreas en desarrollo padecen una combinación de gobernanza débil, extrema desigualdad (especialmente en las grandes ciudades) y agudización de la migración. En la última década, millones han huido de la violencia y las presiones ecológicas en epicentros como Honduras, origen de las “caravanas de migrantes” que lanzaron al Presidente estadounidense Donald Trump a un frenesí xenófobo hace más de un año, y Sudán del Sur, desde el que cerca de 2,3 millones de refugiados han huido a países vecinos. No son sociedades ni regímenes dotados de equipos para enfrentar una pandemia. Huir es una manera de sobrevivir, pero refugiarse en otro sitio amenaza con agravar el problema al exportarlo.

Si no comenzamos a pensar y actuar ahora, la solución por defecto será convertir países en fosas comunes mediante una combinación de alambradas y patrullas fronterizas. Piénsese en Venezuela, donde las autoridades han confirmado solo 189 casos, cantidad que no muchos se creen. Por largo tiempo el país ha sufrido una grave descomposición institucional, convirtiéndose en los últimos años en la peor catástrofe humanitaria del hemisferio occidental. Los presos se mueren de hambre en las prisiones. Más de la mitad de los niños menores de cinco años sufren de desnutrición, 16% de ellos de forma aguda. Casi cinco millones de venezolanos, cerca del 15% de la población, han huido a países vecinos.

A medida que el coronavirus inevitablemente crezca en Venezuela, la crisis política crónica del país afectará cualquier esfuerzo por contener la propagación o mitigar sus efectos. Como en los estados africanos más débiles, la gente huirá en masa, como ya lo ha hecho, causando una crisis sanitaria pública en países como Brasil y, especialmente, Colombia. El resultado será una crisis económica y humanitaria regional.

Pero el problema no se limita a países como Venezuela y Sudán del Sur. El COVID-19 golpeará fuerte a los refugiados del mundo. Hoy mismo existen oficialmente 70 millones, cifra que no incluye a los desplazados climáticos u otras poblaciones migrantes. Casi todos ellos carecen de acceso a recursos gubernamentales y cívicos que los pudieran proteger. Por definición, no tienen acceso a los recursos estatales y cívicos utilizados para la respuesta en Asia, Europa y América del Norte.

¿Qué ocurrirá en los campos de refugiados administrados por las Naciones Unidas y las ONG, algunos de ellos del tamaño de ciudades, que ya están rodeados de alambres de púas? Y, ¿qué pasará con el 46% de los refugiados globales que no viven en campos, como en Jordania, Sudáfrica y México, pero que, debido a que sus sociedades anfitrionas los tratan como a parias, no buscan o no pueden buscar ayuda de las autoridades locales?

Podemos prepararnos. Las respuestas globales han sido esenciales para detener epidemias del pasado. El ébola surgió en África central en 1976. En cada uno de sus brotes, las autoridades sanitarias locales y expertos internacionales unieron fuerzas para contener su propagación. Durante la última ola importante en África Occidental en 2014-2016, la administración del Presidente Barack Obama coordinó una respuesta conjunta con la Organización Mundial de la Salud para apoyar las iniciativas locales mediante equipos de protección, insumos de primeros auxilios y unidades de tratamiento.

El reto hoy es evitar que nuestros recursos se sobreextiendan, o incluso se agoten, para cuando la enfermedad asole a los desposeídos globales. Afortunadamente, habremos aprendido qué funciona y qué no, y habremos superado las pruebas de resistencia.

Por eso es que tenemos que comenzar a prepararnos ahora, a pesar de la ansiedad de los expertos y los líderes políticos por anunciar un retorno a la normalidad. No la habrá si renunciamos a la idea de humanidad y damos la espalda a los extraños, sean cercanos o distantes.

Jeremy Adelman is Director of the Global History Lab at Princeton University. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen.

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