La crisis política de fondo

Son ya verdades aceptadas sin oposición seria que la crisis económica española responde a causas específicas (el colapso de un modelo de crecimiento basado, en buena parte, en la construcción, y un abrumador endeudamiento exterior que ha llegado a ser el segundo del mundo en términos absolutos y el primero en proporción al PIB), y que esta crisis precedió en el tiempo (comienzos del 2007) a la crisis financiera mundial, la cual –eso sí– contribuyó, por una parte, a agravar la crisis española y, por otra, a difuminar su especificidad dentro del desastre general.

Es también sabido que la reacción del Gobierno español o, para ser más exactos, de su presidente –ya que el sistema político español ha degenerado en un presidencialismo rampante y abrumador– fue dilatoria en cuanto a la aceptación de la realidad –la existencia de la crisis no fue reconocida hasta otoño del 2008– y errática en su tratamiento inmediato.

Y es, por último, también comúnmente admitido que, entre las medidas adoptadas, y al lado de muchas sustancialmente correctas, coexisten otras de un populismo primario y de una ineficacia manifiesta, que ponen de relieve la ausencia de un plan que introduzca las reformas estructurales precisas para salir de la crisis, ya que cuando un país alcanza niveles de paro próximos al 20% está claro que tiene un problema muy serio que no se soluciona con medidas paliativas. Todo ello sin entrar en el reciente y desventurado anuncio de una reforma fiscal incierta en su alcance y opaca en sus objetivos.
Escribió Jesús Pabón, con referencia a la España de los años 30, perturbada al mismo tiempo por los vaivenes provocados por un cambio de régimen (de la monarquía a la república) y por las zozobras generadas por la crisis de 1929, que el nuestro era un país desafortunado por coincidir a veces en su historia la crisis económica con la crisis política. Y eso parece que sucede de nuevo en nuestros días.
En efecto, la política española es hoy elusiva. Se eluden los problemas planteados por la crisis económica, y también se eluden, legislatura tras legislatura, ciertas reformas políticas –ley electoral y ley de financiación de partidos– y constitucionales –Senado y mecanismos de colaboración–, que resultan imprescindibles para culminar, en sentido federal, el inevitable desarrollo del Estado autonómico. Esta elusión se produce por temor a las negativas repercusiones electorales que generarían –para el partido que las respaldase– cualesquiera decisiones que lesionasen los intereses particulares de alguno de los mandarinatos –grupos de interés– que, parafraseando a Azaña, llevan siglos acampados sobre el Estado.

Esta resistencia al cambio provoca, además de la esclerosis del pensamiento libre, el estancamiento de la sociedad que los padece y su inexorable decadencia. Estos mandarinatos se dan tanto en el ámbito laboral como en el empresarial y financiero, tanto en la cúpula de los partidos como en el estado mayor de las instituciones sociales, y tanto en los cuerpos de élite de la Administración como en la universidad.

De ahí que el pacto entre partidos –al menos entre los grandes– sea indispensable para pensar, con garantías de viabilidad, en cualquiera de las reformas apuntadas. Y no tanto porque el pacto genere, de modo milagroso, una luz nueva que haga ver las cosas de otro modo, sino por la sencilla razón de que, a través del pacto, se distribuyen los costes electorales entre los partidos que lo suscriben.
Pero, lejos de propiciar este pacto, los partidos se esfuerzan en fidelizar a sus clientelas con maniobras de distracción que van por barrios: constantes apelaciones a la seguridad, a los valores y a la unidad de España por parte de unos, y recurrentes invocaciones de los valores de la laicidad y de algunos derechos individuales por parte de otros. Total, nada. La política se envilece, la convivencia se degrada y la esperanza se agota.
¿Sería mucho pedir que, en lugar de darnos este espectáculo, nuestros políticos abandonasen el enfrentamiento cainita que habitualmente practican en aras de la conquista y preservación del poder más descarnadas? ¿Sería mucho pedir que fijasen de consuno –que pactasen– el orden de prioridad de las graves y distintas cuestiones que tenemos planteadas, parejas todas ellas en importancia, pero distintas en urgencia? ¿Y sería mucho pedir, por último, que adoptasen las decisiones en función de los intereses generales del país y no de las conveniencias electorales del partido respectivo y, menos aún, de los intereses personales de quienes están al frente, asumiendo el coste electoral que casi siempre comporta una decisión adoptada con visión de futuro?

Es más que posible que todo ello nos parezca una entelequia. Si es así, señal de que tenemos planteado un problema político muy grave. Un problema político que impide que el país aflore todas las potencialidades que tiene acumuladas, que son muchas y fruto del trabajo y de la visión de futuro de años. Ni somos tanto como con irresponsable alegría se ufanaban algunos hace pocos años, ni somos tan poco como nos quieren hacer creer ahora algunas instancias. Ahora bien, no saldremos de la crisis económica si no superamos primero la crisis política de fondo.

Juan-José López Burniol, notario.