La crisis

Desde hace ya algún tiempo vivimos inmersos en una muy seria crisis económica, quizás la crisis económica más profunda desde la Segunda Guerra Mundial como aseguran analistas y expertos; en todo caso es probable que sea la más seria desde que España tomó el rumbo de Europa y de la Democracia. Como todas, se ha producido por la concurrencia de factores diversos, algunos de alcance mundial y otros de genuino origen nacional. Lo peor, con ser nocivo, no es no haber reconocido la existencia de la crisis así como su gravedad, por razones demagógicas y electoralistas; tampoco lo es el no haber tomado algunas medidas correctoras a su debido tiempo, ni el haber adoptado medidas, igualmente demagógicas y electoralistas, claramente contraproducentes, como los famosos 400 euros por contribuyente. Lo peor, aquí y ahora, de esta crisis es que se presume larga y profunda y que sus efectos no han hecho sino empezar a sentirse.

El caso español se nos presenta como particularmente grave puesto que confluyen, por un lado, el impacto de la crisis mundial y, por otro, el agotamiento de un determinado modelo de crecimiento económico basado en unos costes laborales relativamente bajos que atraían grandes inversiones extranjeras (llegamos a ser el quinto país productor de automóviles del mundo); ello unido al turismo y también en los últimos años al sector de la construcción/inmobiliario nos ha permitido crecer a unas tasas realmente importantes que nos han igualado, e incluso superado, en renta con la media de la Unión Europea.

Pero este modelo se está agotando. La incorporación a Europa de los países del Este primero y después la globalización de la economía mundial han hecho aparecer competidores imbatibles en lo que a costes salariales se refiere (nuestro nivel salarial es, en términos aproximados, cuatro veces superior a los de Europa del Este y diez o incluso veinte veces superior a los de otras economías emergentes). No es extraño que las inversiones de capital se dirijan ahora a otros destinos distintos de España. Así nuestro sector industrial va disminuyendo (en beneficio de los servicios) y, por tanto, el futuro de nuestras exportaciones es problemático.

En esta situación de agotamiento del modelo económico nos ha llegado la crisis originada por las turbulencias financieras que aparecieron en los Estados Unidos hace ahora un año que están originando graves dificultades de financiación y el alza del precio de las materias primas, fundamentalmente del petróleo, que daña especialmente a un país como el nuestro demasiado dependiente del crudo y que, increíblemente, otra vez por razones populistas, ha cerrado la puerta a la energía nuclear lo que, entre otras razones, nos ha hecho tener el déficit comercial más grande del mundo.

Por tanto, debemos afrontar tiempos difíciles, probablemente muy difíciles, y además ya no tenemos el recurso, políticamente muy atractivo pero económicamente muy pernicioso, de una devaluación que nos permitiera (a costa de hacernos súbitamente más pobres a todos) disimular el «shock» que está sufriendo nuestra economía al permitir aumentar las exportaciones y disminuir así nuestro déficit comercial.
Y no tenemos acceso al recurso de la devaluación porque estamos integrados en el Sistema Monetario Europeo, en el euro, hace ya más de diez años. Seguramente más pronto que tarde empezarán a surgir voces criticando esta pertenencia y esta imposibilidad; por primera vez desde el acceso a la Democracia, e incluso antes, alguien empezará a criticar a la Europa que, no olvidemos, ha sido nuestro objetivo político nacional desde los tiempos de la Dictadura. A mi juicio, sin embargo, esta crítica es injusta y no solo porque hemos estado recibiendo durante muchos años muy importantes cantidades de fondos europeos a los que, por cierto, se renunció pronto y con demasiada generosidad pensando, sin duda, que no los necesitaríamos; es injusta básicamente porque Europa no tiene la culpa de nuestra actual situación económica.

¿Cómo superar esta crisis? Se dice, y parece cierto, que la mejor manera de conseguir ese imprescindible aumento de competitividad será incrementar el contenido tecnológico de nuestros productos puesto que nuestra ventaja tradicional (la diferencia salarial con nuestros competidores) se hace cada día más pequeña. Sin embargo, ello exige no sólo invertir mucho dinero en I+D+i sino, sobre todo, invertir con criterio de tal modo que esas inversiones produzcan el resultado de mejorar, en calidad o en precio, nuestros productos exportables. Para ello sería imprescindible seleccionar aquellos sectores de actividad en los que nuestra industria es más competitiva, o le falta muy poco para serlo, y también priorizar aquellas cuyo retorno pueda ser más rápido; es decir, ir a lo más práctico y posponer por el momento lo más teórico. Pero en todo caso ello requiere tiempo y la crisis ya ha llamado a nuestra puerta.

Así pues no nos queda otro camino que el de apretarnos el cinturón, vivir más de acuerdo con nuestras posibilidades y exigir a nuestros gobernantes que adopten medidas serias por impopulares que sean pero que de verdad redunden en una mejora de la economía lo más rápida posible, como dice el personaje de Harry Potter: «Hay veces en la vida en que hay que escoger entre lo adecuado y lo fácil».

Paul Kennedy en su magnífico libro «Auge y caída de las Grandes Potencias» explica cómo en las distintas épocas los gobiernos se enfrentan siempre a un terrible dilema o, mejor, trilema: elegir entre las prioridades de gastar en Defensa (para mejorar nuestra Seguridad), hacerlo en sectores que mejoren nuestra economía o invertir en gastos sociales. Dejando a un lado la Defensa (a la que difícilmente se le puede exprimir más) es hora de poner todo el énfasis posible en los gastos que mejoren nuestra capacidad de competir, salvando los indispensables gastos sociales (especialmente la cobertura del desempleo que ya está creciendo con índices alarmantes). Probablemente serán medidas impopulares pero cualesquiera otras que se adoptaran serán literalmente «pan para hoy y hambre para mañana». El propio secretario general de CC.OO., José María Fidalgo, lo ha dicho hace unos días con toda claridad: «Es necesario que el esfuerzo económico se ponga al servicio de la actividad y la inversión productiva».

Con seguridad la crisis la sufrirán más los «económicamente débiles», como siempre ha pasado y pasará en todas las crisis, las económicas y las demás. ¿Quiénes son los que sufren, por ejemplo, las olas de calor sino los más débiles de salud? Decir lo contrario es crear falsas ilusiones y expectativas (quizás para que te voten) y después frustrarlas. Pero para todos, también para los más débiles, lo mejor es que la crisis termine cuanto antes. Para conseguirlo son necesarias decisiones políticas acertadas y un gran esfuerzo colectivo; por ello sería imprescindible un nuevo pacto social con empresarios y trabajadores, previa una explicación de cuál es nuestra verdadera situación económica, sus causas, mediatas e inmediatas, y la mejor manera de solventarla. Los Pactos de la Moncloa nos permitieron entrar en la Democracia y entrar en Europa. El próximo pacto debe servir para consolidar ambas pertenencias y, de paso, para darle un nuevo impulso a nuestra Economía.

Es hora, por tanto, de asumir nuestra responsabilidad, de hacer frente a la crisis con sacrificio y decisión para que a su salida nos encontremos no un país «nuevo-rico» (como el que, por fortuna, tenemos) sino con un país «rico-serio» que entre otras cualidades tenga la de saber afrontar las crisis venideras, que sin duda nos llegarán, en mejores condiciones que la actual.

Eduardo Serra, ex ministro de Defensa.