La crónica inestabilidad de Irak

El reciente avance del Estado Islámico de Irak y del Levante (EIIL, ISIS por sus siglas en inglés) constata que, más de 10 años después de la guerra de Irak, la región mantiene su inestabilidad crónica. Oriente Próximo es uno de los principales focos geopolíticos de conflicto del mundo y es necesario cambiar el marco de actuación para responder adecuadamente a los retos. Dichos retos se presentan de manera simultánea e interrelacionados. La propia naturaleza del EIIL lo demuestra: su ámbito de actuación es transnacional, su patria —un califato regido por la sharía—abarca un vasto territorio que hoy ocupan Estados como Siria e Irak.

El EIIL —organización yihadista suní que tiene su origen en el grupo iraquí de Al Qaeda, nacido de las cenizas de la invasión norteamericana a Irak— adopta su nombre actual en 2012. En febrero de 2014 fue expulsado de Al Qaeda y ahora ha encontrado un terreno abonado para su expansión en la guerra civil siria y el descontento iraquí con su Gobierno. Irak es la gran línea de fractura entre suníes y chiíes, las dos vertientes del islam que definen el enfrentamiento regional de fondo. El país arrastra graves problemas de inestabilidad desde hace muchos años. Tras la caída del régimen de Sadam Husein la situación no ha mejorado, exceptuando el Kurdistán, al norte del país. Lo que ocurre ahora en Irak es producto del contagio de las consecuencias de la guerra en su vecina Siria, sufriendo en carne propia la acción yihadista del EIIL. Este escenario tendrá repercusiones más allá de las fronteras iraquíes, pues la competencia entre el EIIL —organización terrorista suní— con Al Qaeda por la hegemonía del yihadismo provocará que ambos intenten dar muestras de su radicalidad antioccidental para atraer a la población más extremista.

La guerra civil siria, origen de la expansión del EIIL y punta de lanza del conflicto latente en la región, necesita nuevos parámetros de negociación que desbloqueen el drama dentro del país y la espeluznante situación de los refugiados en los países de alrededor. El reciente triunfo electoral de El Asad solo ha servido para ahondar más en la herida. Pero los nuevos parámetros son necesarios también para resolver el conflicto iraquí, el proceso de paz en Israel y Palestina y, en último término, el equilibrio de poder regional —definido por el enfrentamiento entre Arabia Saudí, suní, e Irán, chií—.

Estados Unidos se encuentra en una nueva fase de su política exterior, menos dispuesto a utilizar la diplomacia coercitiva, y la percepción de los actores regionales respecto a su comportamiento ha cambiado. EE UU ha sufrido una pérdida de confianza de aliados tradicionales, como Arabia Saudí, por dos motivos principales. El primero es la falta de intervención más directa en Siria, acentuado tras la crisis de las armas químicas. En segundo lugar, Arabia Saudí es reticente a la negociación con Irán, y teme la normalización de las relaciones con el que considera su competidor regional. Washington tampoco tiene ya la capacidad de liderar en solitario el proceso de paz entre Israel y Palestina. El estancamiento de las negociaciones, pese a los grandes esfuerzos del secretario de Estado John Kerry, así lo demuestra. La superpotencia americana necesita, por tanto, comprometer a una amplia gama de actores para estabilizar la región.

Shlomo Ben Amí, exministro israelí de Asuntos Exteriores, ha esbozado recientemente lo que llama un nuevo paradigma de paz para las negociaciones entre Israel y Palestina. Implicaría mayores espacios de negociación y una mayor participación de actores como la Unión Europea y Rusia, además de otros países árabes claves. Dicho paradigma debiera ser extensivo a las negociaciones de Ginebra respecto a la guerra civil siria, donde se podría generar un espacio de negociación amplio que incluyera a Arabia Saudí, Irán, Turquía o Egipto.

Agrandar dicho espacio de negociación sería necesario para encontrar actores que sean aceptados por las partes, de manera que todo proceso de negociación incluya la componente de equilibrio regional. De lo contrario, cualquier futuro conflicto que se desarrolle en Oriente Próximo podría ser potencialmente extensivo al resto de la región, o podría reproducir las dinámicas de confrontación entre potencias regionales, pero a pequeña escala —como ocurrió al inicio de la guerra en Siria—. Si no se introduce el componente del equilibrio regional en las negociaciones, cualquier conflicto —por pequeño que sea— puede trastocar la estabilidad de Oriente Próximo. En el caso concreto de Siria, la consecuencia más evidente de un marco inclusivo de resolución del conflicto sería sentar el precedente de cooperación entre las potencias regionales, especialmente Irán y Arabia Saudí.

Hay motivos para el optimismo en la negociación con Irán, pero no hay ninguno, por ahora, respecto a Siria o al proceso de paz entre Israel y Palestina. La negociación iraní podría desbloquear la situación en Siria y eventualmente en Irak, pero para ello es necesario asentar un nuevo escenario de compromiso con los actores regionales clave. La inestabilidad crónica amenaza a la Unión Europea, por cercanía geográfica, y a países como China o India, por dependencia energética. La interdependencia nos hace a todos vecinos, y ante problemas globales es necesario encontrar soluciones comunes. La UE, con los ojos puestos en Ucrania y en la nueva política exterior de Rusia; China, involucrada en disputas territoriales en el Mar de China Meridional; o Estados Unidos, embarcado en un viaje hacia el Pacífico, no deben olvidar que la inestabilidad de Oriente Próximo genera graves amenazas para la seguridad global.

Javier Solana es distinguished senior fellow en la Brookings Institution y presidente de ESADEgeo, el Centro de Economía y Geopolítica Global de ESADE.

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