La crueldad de un indulto

La violación de las leyes, so pretexto del interés público, anticipa muy a menudo la violación de las leyes en interés privado», escribió el gran político y jurista francés Edouard Laboulaye, inspirador de la idea de ofrecer una estatua que representara la libertad a los Estados Unidos, la Estatua de la Libertad. Esa frase se acomoda perfectamente al indigno y desaprensivo comportamiento del actual presidente del Gobierno de España, capaz de sacar de nuestro Tuliano a criminales relapsos sentenciados por el Tribunal Supremo, y furibundos enemigos de la Nación. Transgredir la ley por seguir pilotando un Estado de Derecho encierra una contradicción que ningún sofisma puede superar. Normalmente el indulto se concede al penado arrepentido o por razones humanitarias, pero nunca a consecuencia de pagar un culpable orgulloso de su crimen al carcelero.

Por otra parte, el Gobierno confunde el indulto, que sólo puede beneficiar a un culpable en virtud de su singularidad, con la amnistía, que supone un perdón colectivo a favor de un grupo de personas articulado por la pretensión de haber intentado derribar un régimen político o la Constitución. Lo que quiere perpetrar Sánchez es una amnistía, no un indulto. Y las amnistías como él las quiere sólo se dan cuando nace un nuevo régimen, tras la muerte generalmente traumática del antiguo.

Así, en la Democracia Ateniense, tras el cruento Gobierno de los Treinta Tiranos, en el 403 a. C., y a fin de garantizar una gran reconciliación entre todos los ciudadanos, se proclamó una amnistía o perdón general que disponía que «nadie tiene que recordar los delitos pasados de nadie, excepto los cometidos por los Treinta, los Diez, los Once y los gobernadores del Pireo, e incluso tampoco de éstos si rinden cuentas de lo que hicieron durante su mandato (‘euthýnai’)». Es decir, se proclama una amnistía obligatoria tras la restauración de la Democracia, y después de la tiranía de Los Treinta. Pero en el caso de España no se ha cambiado de régimen, por lo que quizás este error político y jurídico no sea más que la proyección de un deseo aún no cumplido en la testa presidencial.

En los regímenes de libertad del Mundo Antiguo (v. gr. Atenas o la República Romana) el indulto por crimen político, traición o intentos de derribar la democracia y la Constitución (la ‘perduellio’ romana o la ‘apóphasis’ ateniense) no lo concedía jamás el magistrado, sino el pueblo reunido en Asamblea (Atenas) o en los comicios centuriados (Roma). Dado que en Atenas la denuncia (‘eisangelía’) por crimen político o transgresión de la Constitución (‘apophasis’) tenía lugar en la Asamblea o Ekklesía, también la Ekklesía podía indultar o amnistiar, como en el famoso caso de los melios, un intento de traición colectiva cuyo cumplimiento de la primera sentencia hubiera supuesto la muerte de toda una comunidad. Porque efectivamente las ‘eisangelíai’ solían resultar mortales para el reo si se demostraba su culpabilidad.

En Roma al traidor o culpable de ‘perduellio’ tenía que condenarlo el magistrado, sin que tuviera facultades para indultarlo. El reo sólo podía, si era ciudadano, apelar al derecho de provocación, de suerte que fueran los Comicios lo que anulasen la sentencia del magistrado. La preponderancia y superioridad de los Comicios sobre la magistratura es un rasgo característico de la libertad romana. Ahora bien, en el caso que nos ocupa es patente que el infame indulto de Sánchez va en contra de la opinión pública mayoritaria, y que constituye, como diría la jerigonza política de los griegos, una grave ‘graphê paranomôn’, una flagrante ilegalidad.

Este indulto es exponente de un despotismo caprichoso y bárbaro, muy propio de un marxismo orientalizante, que nos retrotrae a estadios anteriores a los principios de las primeras democracias, antes de que el nómos o la ley garantizasen la libertad de la ciudadanía limitando el poder del Estado. Este indulto recuerda dos momentos de la tragedia griega, ‘Las Suplicantes’ y la ‘Orestíada’, de Ésquilo, en las que en un caso el rey Pelasgo tiene que juzgar la solicitud de ‘indulto’ de las Danaides, y en el otro la diosa Atenea tiene que juzgar la petición de ‘indulto’ o perdón de Orestes. La democracia civiliza a las Furias -las divinidades que persiguen a los perpetradores del mal- a través de los procedimientos que la ley establece, pero no las puede expulsar de la ciudad sin la ruina total de la ciudad a consecuencia de la extinción de toda decencia. Bien que los dioses te hayan cegado (‘atê’) o que uno mismo sea el único responsable del mal, sólo la restauración de la armonía política puede llegar con la expiación del delito, con el ‘castigo’ del culpable.

En la infancia misma de la justicia el castigo se consideraba como un medio destinado a corregir al culpable, y a borrar la mancha de su falta. La palabra castigo (lat. ‘castigamentum’) deriva de ‘castus’, lo puro, lo contrario de ‘incestum’ (la impureza o el pecado), y sirve para restaurar la pureza en el alma del pecador o delincuente. Y sólo la armonía política, quebrantada en España por el acto de sedición perpetrado por dirigentes catalanes, puede ser restaurada con la expiación de los culpables, del mismo modo que Orestes expió el asesinato de su madre. El individuo culpable aprende con el sufrimiento, y de este modo éste no afecta a la sociedad de la que forma parte. En una verdadera democracia, y evocando una verso de Píndaro (3.38 ) «el Nómos es el Rey». Aludir a la venganza y a la revancha en este caso es un acto prepolítico impropio. El Gobierno no es un ‘poder coercitivo’, sino la expresión directa del bien colectivo, e indultar el mal no es jamás un bien.

Martín-Miguel Rubio Esteban es doctor en Filología Clásica y escritor.

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