La cruzada de los niños

A principios del siglo XII, decenas de miles de niños, capitaneados por un pastorcillo francés, se enrolaron en una cruzada para reconquistar Tierra Santa. Su periplo terminó mal: nada más llegar a Alejandría fueron vendidos como esclavos. La «cruzada de los niños» es un oscuro hecho histórico, rayano en lo legendario, que arroja alguna verdad. La más obvia es que, a despecho de sus nobles intenciones, las cruzadas infantiles no suelen terminar bien.

Buena es la polvareda que han levantado las declaraciones de Íñigo Errejón a Yo Dona, donde afirmaba haber iniciado la «cruzada de la salud mental». Lo cierto es que el denuesto puntual no debe evitar el reconocimiento de méritos. Violar el tabú de las enfermedades mentales, contribuyendo a acabar con el estigma que durante décadas ha marcado a infinidad de personas, es digno de encomio. No lo es, en cambio, estirar la cuestión como si de un chicle se tratase, maximizando su rédito electoral hasta infantilizarla.

La cruzada de los niños
SEAN MACKAOUI

Entendemos que, con su cruzada, Errejón aspira a reconquistar la salud mental como una especie de tierra santa que alguien le habría arrebatado. Pero la realidad política es más prosaica que una guerra religiosa. El parlamentario madrileño recogió el guante que le tendió un diputado popular («¡vete al médico!»), sirviéndose de un contexto favorable: recuérdense las reacciones a la retirada de la gimnasta estadounidense Simone Biles hace dos veranos. Poco importaba que abundante literatura científica explicase que una buena salud mental responde a factores tan variados como la cohesión social, la estabilidad familiar o la prosperidad económica. Contábamos, de repente, con una explicación sencilla -vaporosa, pero monocausal- a una gavilla de malestares.

Orwell recomendaba mantenerse en guardia ante los lugares comunes pues, a su juicio, constituían tentativas de colonizar el pensamiento. La apelación constante a la salud mental la ha convertido, durante los últimos meses, en un latiguillo carente de contenido. No es aventurado afirmar que su éxito se debe, en buena medida, a su imprecisión, al punto de que hoy constituye un test de Rorschach en que cada uno proyecta sus ideas. Decir que sufrimos un malestar es como afirmar que el Taj Mahal es un edificio: no mentimos, pero incurrimos en una simplificación notable. Además de dar alas a la psicología positiva y a la industria de la felicidad, la salud mental convertida en moda reduce su contenido a flatus vocis. 

Casi todos convenimos en la ruindad de la vieja autoayuda, que carga sobre nuestros hombros la responsabilidad de cuestiones en absoluto individuales. El «si quieres, puedes» es un mal consejo cuando la solución al problema no depende de uno. Pero hoy el péndulo oscila al otro extremo, que no es precisamente mejor. No son pocos los que muerden el anzuelo de la nueva autoayuda, que encuentra su placebo en la impugnación del sistema. ¿Hay algo más conformista que encogerse de hombros, so pretexto de que «el capitalismo nos enferma»? Del estigma a la trivialización, la salud mental muere de éxito: si todo es salud mental, nada lo es.

La lógica de fondo se reduce a que, si hacemos del malestar la norma, entonces nuestro problema desaparecerá como por ensalmo. Y esto conlleva algún que otro peligro potencial: por ejemplo, que los casos leves eclipsen a los graves; que, al generar un nuevo tipo de identidad basado en el victimismo, se borre un estigma y se imponga otro; o que, al fiarlo todo a un Estado reconvertido en «proveedor de cuidados», le confiramos unas atribuciones que no le corresponden.

Pero ¿no decíamos que «la salud mental es una construcción social»? Eso rezaba la pancarta junto a la que posaba Mónica García, líder de Más Madrid, en una foto tomada en la marcha del «Orgullo Loco» hace un par de años. Es llamativo que, si nadie o casi nadie se atrevería a afirmar que la biología determina nuestra conducta -el «biologicista» es ante todo un hombre de paja-, todavía haya quien no dude en caer en el reduccionismo opuesto. De ahí que, según algunos, a la desestigmatización deba seguir la despatologización, asumiendo el dictum foucaultiano de que la psiquiatría es una mera herramienta de exclusión de los inadaptados. La estrategia recuerda a la del avestruz: negar la naturaleza física de todo mal, abandonando a su suerte a quienes más ayuda necesitan, es como esconder la cabeza bajo tierra.

Paradojas de la nueva izquierda: antes llamaba a sanear la política y hoy no tiene más programa que politizar la salud. Que la antipsiquiatría sigue teniendo una cierta influencia lo demuestra la ley de salud mental registrada por Unidas Podemos. En dicho texto, las causas de la enfermedad mental pasan por ser esencialmente sociales y lo biológico brilla por su ausencia. Más peculiar es la línea de Más País, que desde la foto en el «Orgullo Loco» no ha dejado de cabalgar contradicciones. Yerra al confundir malestar y patología pues, aún haciéndolo al calor de las mejores intenciones, esto supone agravar los problemas de un país ya muy medicado, líder en consumo de sedantes y ansiolíticos.

Existen unos cuantos dolores que exigen una atención profesional, en ocasiones costosa, a la que algunos enfermos tardan mucho tiempo en tener acceso. Y existe una insatisfacción inherente al ser humano que pasa necesariamente por la búsqueda de una vida significativa; ingenuo es creer que un escuadrón de terapeutas podrían solucionarlo. Es un hecho que una cantidad creciente de personas sufre acerbamente la soledad impuesta. La desaparición de las redes afectivas influye directamente en el auge de este problema, que resulta insoslayable en un país tan envejecido como el nuestro. Como expone un reciente informe del Observatorio Estatal de la Soledad No Deseada, uno de cada diez españoles no tiene a nadie que le ayude. Es llamativo que pasen por alto cuestiones como esta los autoproclamados paladines de la salud mental, a los que un desaprensivo mandó un buen día al médico. Ellos, muy pendientes de la atención mediática, no dudaron en hacerle caso y se olvidaron del resto.

Lenin decía que, salvo el poder, todo es ilusión. Tal era la idea que irradiaba del núcleo de Somosaguas, cuando aspiraba a tomar el cielo por asalto. Sus hijos díscolos sugieren ahora que todo es ilusión, incluido el poder, sobre todo cuando el electorado se decanta por otras opciones.  Probablemente el vaciado de la salud mental responda a una estrategia electoral. Interpelar a cientos de miles de ciudadanos con un malestar compartido, sirviéndose de la capacidad movilizadora del victimismo, aún cuando no se proponga solución alguna, ofrece más votos que poner medios a disposición de los enfermos más graves.

La cruzada más infantil no es la que protagonizan los niños, sino la que se funda en una ilusión; pero no en su acepción de esperanza, sino en la de engaño. ¿Acaso esta, que promete despatologizar ciertas dolencias, terminará llevando a más gente a la medicación? ¿Qué impacto tendrá en los adolescentes ser informados de que muchos de sus miedos, ansiedades y frustraciones forman parte de un cuadro clínico? ¿Hace falta señalar la imprudencia que supone mezclar problemas mentales y problemas adaptativos, cuando media tanto trecho entre ambos?

Es probable, por cierto, que la famosa «cruzada de los niños» no la llevaran a cabo chiquillos. Los filólogos han señalado un curioso error de interpretación: se llamaba pueri, niños en latín, a las personas que erraban por las ciudades de Europa entonando plegarias y pidiendo limosna.

Y pueriles son aquellos partidos que incorporan issues en la agenda política sin profundizar en ellos, errando de tema en tema por un aguinaldo de votos. Incluso instalados en una campaña permanente, que reduce cuestiones complejas a la trivialidad del eslogan, es posible tratar a los ciudadanos como adultos. Con ciertos retales puede tejerse un argumentario, pero es mejor no dar puntada que hacer malabares con el ovillo.

Jorge Freire es filósofo, autor de 'Hazte quien eres. Un código de costumbres' (Deusto)

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