Por Carles Solà, consejero de Universidades, Investigación y Sociedad de la Información (EL PAÍS, 01/03/06):
Es fácil de imaginar cuál sería la posición que adoptarían los diputados del PSOE si el PP presentara en el Congreso de los Diputados una proposición en favor del reconocimiento del llamado diseño inteligente, última versión del creacionismo religioso que pretende cuestionar la validez de la evolución. Dada la deriva integrista social y religiosa del PP no es una hipótesis que rechazar en absoluto. Estoy convencido de que los diputados socialistas, incluidos aquellos adscritos al Partit dels Socialistes (PSC), no tendrían la más mínima duda, harían una férrea defensa de la ciencia y manifestarían claramente que la ideología y la política no deben interferir en las cuestiones que son objeto del análisis y el método científicos.
Cuando no es así se corre el riesgo cierto de hacer el ridículo. Así, en 1897 la Cámara baja del Parlamento de Indiana aprobó por 67 votos a favor y ninguno en contra "una nueva verdad matemática" que establecía que el número pi valía exactamente 3,2. En el artículo de Ramon Pascual publicado en La Vanguardia el 7 de diciembre de 1998 se completa la historia: enterado del desaguisado, el matemático C. A. Waldo pasó a informar a sus señorías de que el número pi es un número irracional, con infinitas cifras decimales (de hecho se han calculado cientos de miles de ellas), como consecuencia de que, dado un círculo cualquiera, es imposible escribir el lado de un cuadrado que tenga la misma superficie mediante números racionales. En definitiva, la insolubilidad de la cuadratura del círculo, que los ignorantes parlamentarios pretendieron resolver por vía legislativa. Los miembros de la Cámara alta corrigieron el error.
Pues bien, el Congreso de los Diputados español se ha puesto exactamente a la misma altura que su correspondiente Cámara de Indiana. Bien, no exactamente, ya que no todos los diputados votaron a favor de que el valenciano sea declarado idioma. No lo hicieron, entre otros, los de Convergència i Unió, Esquerra Republicana e Izquierda Unida, que también cuentan entre sus miembros a catalanes y valencianos.
La primera reacción ante la similitud de ambas decisiones sería la de confiar en que los senadores de las Cortes Generales recibieran la información científica académicamente contrastada (la pueden obtener de cualquier universidad del mundo, insisto, cualquier universidad) y corrigieran la barbaridad perpetrada por sus colegas diputados.
No lo creo posible, sin embargo, ya que, a diferencia del lejano acuerdo de 1897, los diputados españoles, del PP y del PSOE, estaban perfectamente informados en el momento de la redacción del texto y de su votación. También eran conscientes de sus consecuencias. Por tanto, nada espero de ellos.
¿Se imaginan la reacción de los parlamentarios españoles ante una declaración del idioma argentino o de cualquier otra modalidad del castellano? Yo hubiera esperado la misma de los catalanes.
Hubiera resultado muy sencillo tener la claridad que recogen los estatutos de las universidades valencianas, contra los que una y otra vez se ha recurrido ante los tribunales y una y otra vez han sido confirmados por ellos, en el sentido de referirse a la lengua propia de los valencianos como la denominada académicamente catalán y tradicionalmente valenciano. Una denominación que siento fuertemente como mía y la de los míos.