La cuestión catalana ante el Derecho

Uno de los más bellos mandatos de la Constitución Española, previsto en su artículo segundo, es este: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas». Su preferente ubicación revela su trascendencia: estamos ante la norma sobre la que pivota todo el sistema, algo además frecuente en nuestra tradición constitucionalista, desde aquella hermosa apelación de Cádiz a la «reunión de todos los españoles de ambos hemisferios», en la que su soberanía «reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo, pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales». El antecedente más próximo de esta disposición se encuentra en el artículo 1,3 de la Constitución de 1931, conforme al cual, «la República constituye un Estado integral, compatible con la autonomía de los municipios y las regiones», fórmula bajo la que verían la luz, entre otros, los primeros Estatutos de Autonomía, el de Núria de Cataluña en 1932, el del País Vasco de 1936 o el de Galicia de 1938.

La unidad de España así consagrada ha sido sabiamente actualizada en nuestra Carta a través de conceptos quizá menos emocionales pero indudablemente medulares para cualquier nación: la preservación de un orden socioeconómico único, en el que el reparto de roles entre las Administraciones territoriales desemboque en un objetivo que «no conduzca a resultados disfuncionales y desintegradores», como con acierto ha apuntado el supremo intérprete en diversas oportunidades.

A esta proclamada unidad de España, pues, ha seguido en estas últimas cuatro décadas una formidable descentralización política con pleno reconocimiento del derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones, resultando cada autonomía, por definición, «una parte del todo, motivo por el cual en ningún caso el principio de autonomía puede oponerse al de unidad, sino que es precisamente dentro de éste donde alcanza su verdadero sentido, como expresa el artículo 2 de la Constitución» (STC 4/1981). Cada Comunidad participa de la soberanía nacional conjunta, ejerciéndola dentro del Estado a través de diversos mecanismos de solidaridad, manifestaciones «del deber de auxilio recíproco, de apoyo y mutua lealtad y deber de fidelidad a la Constitución que obliga a todos, Estado incluido» (SsTC 18/1982, 96/1986, o 208/1999).

Así planteada la cuestión, las propuestas catalanas no sola tratan de orillar este principio cardinal de nuestro régimen, sino que lo hacen tratando de comprometer otros que de él derivan, como los previstos para la convocatoria de todo referéndum o los que disciplinan la libre determinación de los pueblos. En lo tocante al referéndum, la Constitución lo singulariza respecto de las demás consultas por el dato decisivo de la participación del titular de la soberanía en la adopción de decisiones políticas, todo un derecho fundamental que de forma excepcional se aparta de la democracia ejercida a través de los representantes libremente elegidos en elecciones periódicas. De ello resulta que esté sujeto a reserva de ley orgánica, a la que la Constitución remite la regulación de las condiciones y el procedimiento de las distintas modalidades previstas en la propia norma. Una sólida doctrina constitucional se ha ocupado con éxito de este importante asunto en diversas sentencias.

Cuando la Constitución atribuye al Estado competencia exclusiva para autorizar la convocatoria de consultas populares por vía de referéndum, no lo hace para limitarse a su simple aprobación, sino para la completa disciplina de la institución, su establecimiento y su regulación hasta el último detalle. Las consultas que no tengan la condición de referendarias sí pueden ser asumidas por los respectivos Estatutos de Autonomía, con ciertos requisitos. Así pues, cualesquiera iniciativas que se encaucen lejos de los márgenes en que cursa el referéndum en nuestro ordenamiento, constituye un desborde susceptible de intervención por quienes tienen confiada la aplicación de la legalidad constitucional.

Finalmente, y en lo tocante al derecho de autodeterminación, la legalidad internacional considera que su sujeto activo, o «pueblo», no es cualquiera, sino aquél sometido a colonialismo; el que esté sujeto a dominación por potencia extranjera mediante el uso de la fuerza y la ocupación militar; el conjunto de minorías que padecen violación sistemática de derechos democráticos palmarios; aquellos a los que no se les permite ningún ejercicio de su autogobierno; o, en fin, los grupos étnicos o indígenas oprimidos notoriamente.

Ni el llamado «derecho a decidir» parece ajustarse al derecho interno español ni al internacional al que pretende apelar, ni sucede algo diferente con el planteamiento del referéndum para obtenerlo o con el resto de propuestas formuladas, salvo que con ellas se esté hablando de otras cosas que ninguna relación guardan con el derecho, por más que lo intenten ensayar.

Javier Junceda, decano de la Facultad de Derecho de la UIC Barcelona y abogado.

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