¿La cuestión catalana o la española?

En estas mismas páginas el prestigioso regeneracionista Luis Garicano, catedrático de la LSE y autor del imprescindible libro El dilema de España, defendía en su artículo titulado «Los cisnes negros y la tarea de Rajoy» la necesidad de nuevas concesiones competenciales y «simbólicas» al Gobierno de la Generalitat para evitar un mal mayor: una declaración de independencia unilateral tras unas elecciones plebiscitarias con los consiguientes riesgos para la convivencia de todos los ciudadanos, catalanes y no catalanes. Nosotros consideramos que a estas alturas esta opción ya no es viable, no sólo en el corto plazo sino sobre todo en el medio y largo plazo para resolver el «problema catalán» en su compleja dimensión. Intentaremos explicar las causas.

Lo primero que hay que decir es que superado -por ahora- el problema jurídico inmediato de la consulta sigue intacto el problema político. O para ser más exactos se ha agravado todavía un poco más. Pero para abordar este asunto conviene tener en cuenta que la resolución de todas las cuestiones políticas requieren itinerarios jurídicos, y que esos itinerarios no pueden estar vinculados o modificarse -en un Estado de Derecho digno de tal nombre- según lo que digan las encuestas o menos todavía supeditados a la amenazas explícitas o implícitas de vulnerar el ordenamiento jurídico vigente. La posibilidad del incumplimiento de la ley no puede ser un elemento determinante, del mismo modo que un socio no puede exigir la disolución de la empresa pistola en mano, por muchas tropelías que la dirección de la empresa pueda haber cometido. Al que lleve la pistola se aplicará lo que determine la ley penal y para la disolución de la sociedad se aplicará la legislación mercantil, sin que una cosa pueda influir en la otra, por lo menos desde un punto de vista jurídico, porque está claro que psicológicamente es otro cantar. Lo que queremos decir es que debemos evitar soluciones de «bazar jurídico» de pasillo, del tipo «te cambio una consulta ilegal por dos competencias exclusivas del Estado», a las que tan aficionada es nuestra clase política.

Pero desde luego a estas alturas parece complicado negar que exista una «cuestión catalana» (y vasca) que no es de ahora precisamente. Ya Ortega decía que era algo «que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar»; otros autores como César Molinas piensan que es un tipo de enfermedad que pasa por fases agudas de vez en cuando, como sucede ahora mismo. Sea lo que sea, quizá en algún momento habría que dejar de procrastinar y plantearse el problema de una vez por todas. Y a nuestro juicio, hacer ciertos reconocimientos y otorgar más competencias, como defiende Luis Garicano, sería procrastinar una vez más, dado que este modelo ha fracasado. Así lo acreditan fehacientemente 30 años de un goteo sucesivo de concesiones para aplacar las ansias independentistas (que eran, por cierto, muy minoritarias en su origen) con el resultado que estamos viendo. Así que de acuerdo con el sistema de prueba-error lo que procedería es cambiar de estrategia.

Pues bien, en nuestra opinión la estrategia no puede ser otra que plantear una reforma constitucional en la que todos los ciudadanos, partiendo de la actual soberanía del pueblo español, se pronuncien sobre el particularmente ineficiente Título VIII y acuerden cómo quieren organizarse territorialmente para los próximos 30 o 40 años. Es cierto que una cierta pedagogía política no vendría mal antes de hablar con tanta soltura de federalismo asimétrico, federalismo clásico, centralismo de nuevo cuño o estados asociados. En ese contexto cabría preguntarse hasta qué punto algunas de estas alternativas son compatibles con un estado mínimamente funcional. En definitiva, habría que debatir también sobre los requisitos para que un Estado sea lo suficientemente eficaz y eficiente no sólo en la defensa de los derechos de los ciudadanos y del Estado de Derecho sino también como garante del Estado del bienestar.

A nuestro juicio, si las preferencias de los españoles -una vez convenientemente informados- resultasen contrarias a un Estado funcional, por no ser compatible con ese anhelo de autogobierno exacerbado que algunos ciudadanos tienen, no resultando posible -en la realidad, no sobre el papel- mantener ese mínimo común denominador con una distribución de competencias clara y no negociable habría que plantearse alguna «cláusula de salida». En resumen si el precio de mantener unida España es tener que resignarnos a un Estado disfuncional, muy caro, ineficaz e ineficiente, incapaz de mantener la igualdad entre los ciudadanos de las diversas regiones y con ella tantas otras cosas (educación, sanidad, políticas sociales) de garantizar sus derechos y de poner límites al Poder, en particular al más cercano y opresor quizá haya que plantearse si no sería mejor otras alternativas, incluida la independencia. Porque si la vamos a tener de facto y por la puerta trasera, parece más razonable que sea de iure y con luz y taquígrafos.

Ahora bien, esta solución no es posible sin dos requisitos imprescindibles: primero una votación de todos los españoles para establecer el marco normativo para una posible separación -en el marco de una reforma constitucional más amplia- y en segundo lugar una votación de los aspirantes a la secesión pero con unas condiciones claras para la celebración de la consulta (calendario, preguntas no ambiguas, procedimientos garantistas, fórmula de financiación, mayorías reforzadas, etc.). Nada de fiestas populares ni de folklore nacionalista y menos pagado con el dinero de los contribuyentes no nacionalistas. El modelo es el de la famosa ley de la claridad canadiense de 2000, que se ha revelado muy útil para centrar los problemas y buscar soluciones sensatas y prácticas. Se trata de iniciar un proceso que permita establecer un contexto para debatir más racionalmente y reducir la tensión emocional. En definitiva, descontando casi 30 años de intoxicación educativa y de ocupación nacionalista de la sociedad y de muchos medios de comunicación catalanes se trataría de favorecer la creación de unas condiciones de verdadera igualdad entre los ciudadanos catalanes -o de otras regiones- todos bien informados de las consecuencias de su decisión, incluida la posibilidad de que los límites geográficos del nuevo Estado no coincidan con la actual comunidad autónoma.

Lo que ocurre en este momento la «cuestión catalana» es sólo un síntoma, quizá el más grave, de la «cuestión española». Estamos de acuerdo con el profesor Garicano en que los problemas políticos no se solucionan sólo con la aplicación de las disposiciones legales vigentes. En Cataluña, o para ser más exactos, en España tenemos un problema político de primera magnitud. No sólo por la amenaza de la secesión catalana sino por la amenaza de la secesión ciudadana. Dicho de otra forma, los ciudadanos, y no sólo los ciudadanos catalanes, no estamos «cómodos» en nuestra democracia por múltiples motivos: crisis económica, política e institucional, moral, falta de proyecto nacional ilusionante de futuro. Esto no se arregla con leyes desde luego, aunque hay que ser consciente de que cualquier solución política necesitará de un itinerario jurídico

Pero insistimos en que este problema político no se puede resolver a fuerza de más de lo mismo. No caben más cupos ni conciertos (habría que suprimir los que hay) no caben más cesiones de competencias, simbólicas y no simbólicas, no caben más particularismos, más ocupación de todos los espacios públicos y privados por élites extractivas o más cambalaches en reservados porque entonces el Estado español puede devenir inviable. Y si principios básicos como la igualdad de los ciudadanos, el sometimiento de todos los Poderes Públicos a la Ley o la separación de poderes se convierten en meros enunciados formales, carentes de contenido y de significado, cabe plantearse si existe un proyecto común de futuro. La realidad es que si se reordenan las competencias territoriales -lo que sin duda es muy necesario- lo que debería primarse serían los principios de racionalidad, eficacia y eficiencia en la prestación de los servicios públicos a los ciudadanos. Además, puestos a reformar, habría que hacer otras muchas: reducir la discrecionalidad administrativa, tantas veces convertida en pura y simple arbitrariedad, limitar o suprimir la hiperregulación evitando leyes absurdas y contradictorias, impedir la ocupación sistemática de las instituciones y organismos públicos por los partidos y su clientela eliminando los que son superfluos o funcionen como agencias de colocación, incrementar la responsabilidad fiscal de las CCAA, reformar los partidos políticos, modificar el sistema electoral, garantizar la transparencia y la rendición de cuentas, etc.

De no emprenderse estas reformas, que suponen una auténtica regeneración de la democracia, corremos el riesgo de engañarnos a nosotros mismos. Podremos tener la ilusión de seguir compartiendo un proyecto común mucho tiempo después de que, en la práctica, hayan desaparecido los mecanismos para permitirlo. También sabemos que estos problemas no se solucionan con leyes, sino que es necesario un verdadero proyecto nacional ilusionante, pero recordemos que ese proyecto no puede triunfar sin esos instrumentos. Más vale afrontar la realidad y cuanto antes mejor. Modifiquemos la Constitución no sólo para que los catalanes puedan «estar cómodos» sino para que podamos estarlo también todos los ciudadanos.

Elisa de la Nuez e Ignacio Gomá son coautores del libro ¿Hay derecho?.

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