La cueva de Montesinos

Aunque no sea uno de los fragmentos del Quijote más comentados, me parece uno de los más extraordinarios: pocas veces muestra tan claramente Cervantes su maestría y se anticipa tanto a técnicas características de la novela contemporánea. Me refiero a la bajada del caballero a la cueva de Montesinos: un episodio unitario, repartido en los capítulos XXII y XXIII de la Segunda Parte.

Como tantas veces, parte Cervantes de un hecho real: la existencia de las lagunas de Ruidera y la cueva de Montesinos, cerca de Almagro. Después de las bodas de Camacho, advierte Don Quijote que está cerca de esta famosa cueva y exige que le bajen, atado a una soga; después de cierto rato, vuelven a subirle.

¿Por qué desea emprender esta aventura, tan peligrosa como inútil? Cervantes señala tres razones: la curiosidad, motor básico de cualquier aprendizaje; la dificultad, propia del héroe, que afronta lo que los demás evitarían; sobre todo, la afirmación de la propia identidad. Después de tentarse la cabeza y los pechos, Don Quijote concluye que «yo era allí entonces el que yo soy aquí ahora».

La cueva de MontesinosEl lector de Unamuno recordará su famoso juego, en el que sigue a Oliver Wendell Holmes: cuando hablan Juan y Tomás, ¿cuántos Juanes hablan? Varios, desde luego: el que Juan es, el que cree ser, el que Tomás ve... pero, sobre todo, el que Juan quiere ser. Este es el decisivo. Lo mismo le sucede a Don Quijote: el proyecto vital que él ha elegido libremente (siempre, la libertad, el gran tema cervantino) es lo que le lleva a comportarse de un modo determinado. Por eso baja a la cueva. Y, en ella, encuentra a varios personajes que le reconocen, todos ellos, no como Alonso Quijano, sino como Don Quijote de la Mancha. Así le saluda Montesinos. «Largos tiempos ha, valeroso caballero don Quijote de la Mancha...». Le está confirmando en la identidad que él eligió.

Pero hay que retroceder un poco. ¿Quién nos está contando todo esto? No Cervantes –o el narrador de la obra, si queremos diferenciarlos–, sino el propio Don Quijote, que cuenta lo que ha vivido a Sancho y al pedante primo. No estamos leyendo el relato que hace un narrador omnisciente, creíble, sino el que hace un personaje que está loco, hablando de algo que ha venido a reforzar su locura. Usando la terminología de Torrente Ballester, es un «narrador no fiable» (una técnica típica de la novela del siglo XX). Para subrayarlo, Sancho pone en duda varias veces lo que cuenta. (El juego de perspectivas es evidente, mucho antes de Ortega y de E. M. Forster).

Según eso, el lector ha de realizar una operación mental continua, sometiendo todo a crítica, para distinguir lo que consideremos una invención de Don Quijote de lo que aceptamos que ha sucedido, en realidad (que también es mentira: estamos leyendo una novela). Esta es la compleja tela de araña en que nos envuelve Cervantes...

¿Cuánto ha durado el viaje? «Como media hora», dice el narrador. «Más de una hora», según Sancho. Para el caballero, sin duda alguna, «tres días». Y ese Sancho que algunos ven como simple expresión del sentido común le da la razón: «Como todas las cosas que le han sucedido son por encantamiento, quizá lo que a nosotros nos parece una hora debe de parecer allá tres días con sus noches». Y esa explicación place a Don Quijote. Si Cervantes hubiera leído a Bergson, no tendríamos problema: no se refieren a la pura cronología, sino a «la durée»: el tiempo vivido, subjetivo personal, interiorizado. Pero Cervantes escribe trescientos años antes...

Buscaba Don Quijote «calar al fondo». ¿Al fondo de qué: de la cueva, de las leyendas caballerescas, de su destino heroico? Es, evidentemente, un viaje simbólico, en busca de sí mismo: como el «Viaje al fondo de la noche», de Céline, o «El fondo del vaso», de Francisco Ayala. No se queda en la realidad aparente, indaga en lo que está por debajo: lo sub-real. Por distintos caminos, es lo que explorarán, mucho después, los surrealistas y Sigmund Freud.

En ese viaje, la ironía cervantina, que todo lo cubre, conjuga lo cómico con lo serio, lo mítico con lo realista. El palacio, con muros «de claro cristal fabricados», parece de cuento de hadas, pero los personajes que en él viven «no comen ni tienen excrementos mayores». (¿Sí tienen los menores? Cervantes roza pero no cae en la caricatura quevedesca). Las ojeras y el color quebradizo de la encantada doncella Belerma no se deben a «estar con el mal mensil, ordinario en las mujeres, porque ha muchos meses, y aún años, que no le tiene ni asoma por sus puertas».

En la cueva, encuentra Don Quijote a los mismos personajes de los libros que él leyó y que le empujaron a su destino de caballero andante. ¿Qué ser humano no ha deseado ver convertidos en realidad –aparente, por lo menos– sus sueños más queridos?

Afronta también Cervantes el más difícil problema narrativo: entre esos personajes, que Don Quijote encuentra, aparece también... nada menos que Dulcinea. ¿Cuál, nos preguntamos, el ideal femenino o la humilde campesina? La ve «con otras dos labradoras, brincando como cabras»: es decir, lo mismo que inventó su escudero. La mentira de Sancho se ha convertido en la verdad de Don Quijote. Todo es posible en la cueva de Montesinos.

El narrador riza el rizo. Por única vez, en la novela, Dulcinea habla a su enamorado: ¿aceptará su amor o lo rechazará? Cervantes vuelve a sorprendernos: ella suplica le preste «media docena de reales», tomando como prenda «un faldellín». Y el caballero lo entiende, con frases que remiten a la dolorida experiencia del propio escritor: «Que esta que llaman necesidad, a todos alcanza y aún hasta a los encantados no perdona».

El que vea aquí un deseo de rebajar el mito (desmitologización, en la jerga actual) se equivoca totalmente. Lo que hace Cervantes es acercar el mito a su realidad cotidiana. Exactamente igual que Velázquez en «Las hilanderas» o «Los borrachos», como mostró Diego Angulo.

Todo esto, tan complejo, tan ambiguo, ¿lo ha vivido Don Quijote o lo ha soñado? ¡Quién sabe! Escribe Cervantes en el siglo XVII, el de Descartes, «La vida es sueño» y «El sueño del caballero», de Valdés Leal. ¿Es verdad o mentira? Lo resume el incrédulo Sancho: «Yo no creo que mi señor mienta... Creo que aquellos encantadores... le encajaron en el magín toda aquella máquina». Y Don Quijote lo acepta: «Todo eso pudiera ser, Sancho...». Hoy lo sabemos de sobra: importa la autenticidad; la verdad objetiva queda para mezquinos bachilleres...

La lección que nos da Cervantes es clara: hay que aceptar al ser humano como es, con todas sus complejidades y contradicciones. ¿Y el lector? Cada uno decidirá: «Tú, lector, pues eres prudente, juzga lo que te pareciere...»

De la cueva de Montesinos hemos salido todos –no sólo el caballero– más sabios, más comprensivos. Es el privilegio de la gran literatura.

Andrés Amorós, escritor.

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