A finales de diciembre de 2011, escribí para ABC una Tercera bajo el título «La cultura en tiempos de crisis». Cuatro años más tarde, en campaña electoral, pensé que valdría la pena volver sobre el tema. Solo he logrado constatar la escasa atención que a la cultura dedican los programas de los partidos políticos en liza, consolidados y emergentes, y la pobreza de sus contenidos, que se limitan a repetir las mismas vagas generalidades de siempre. A lo sumo, parecen concebidas sin otra ambición que recuperar la situación anterior a la crisis y sin tener siquiera en cuenta el impacto de la cultura digital y su imparable influencia en las industrias culturales, en la difusión del patrimonio y en los hábitos culturales de los ciudadanos. Peor aún, ninguno de los programas electorales contempla el restablecimiento de la «cuenta satélite de cultura» que, como tantos otros países, España mantuvo desde 2008 hasta 2012, año en que desapareció sin dejar rastro, dejándonos sin datos estadísticos que nos permitiesen conocer la evolución del impacto económico de la cultura en el PIB y en la creación de empleo. En este terreno quedamos, pues, a la cola de Europa y de América Latina, y, al parecer, así vamos a seguir a pesar del interés de estos datos para las empresas del sector, los emprendedores, los inversores y, por supuesto, los propios gobiernos a los que corresponderá diseñar las políticas culturales del futuro.
Muchos nos preguntamos a qué llaman cultura nuestros políticos y en qué medida se sienten vinculados a ella: si van al teatro y al cine, si frecuentan museos y bibliotecas, si leen algo más que los informes de sus asesores, si han oído hablar de la cultura digital. Como tantos ciudadanos, quienes nos movemos en el terreno de la cultura asistimos esperanzados a estas elecciones que al parecer van a cambiar todo. Bueno, todo menos el fomento de la cultura, según parece. ¿Será que los candidatos consideran que los temas de la cultura carecen de interés electoral o que, simplemente, no los han trabajado más allá de un «corta y pega» de programas anteriores? Y, aunque más vale tarde que nunca, ¿será que todos los candidatos acaban de descubrir como gran novedad el Estatuto del Artista, acuñado por la Unesco en su Recomendación del 23 de octubre de 1980, y la obligatoriedad de la educación artística, acordada en la Conferencia Mundial de la Unesco en 2006? ¿Será que todos creen que el mecenazgo y las manidas subvenciones, que tanto contribuyen al clientelismo y han demostrado ampliamente su incapacidad de crear infraestructuras, bastarán para que la cultura de España alcance el nivel que le corresponde en el siglo XXI?
En cuanto a la reducción del llamado IVA «cultural» a la que alude Podemos, conviene recordar que requiere el beneplácito de la Unión Europea. Tampoco un gobierno nacional puede introducir ocurrentes propósitos de reformar la Ley de Propiedad Intelectual, ya que la legislación en esta materia corresponde a la Comisión Europea, cuyas Directivas, como es bien sabido, deben ser transpuestas a las legislaciones nacionales por los Estados miembros.
Hubiese cabido esperar el impulso al emprendimiento cultural, ausente hasta ahora en las políticas de ayuda a los emprendedores, y el fomento a la inversión en la creación y desarrollo de contenidos y servicios culturales, más allá del micromecenazgo y una regulación generosa del gran mecenazgo, comparable a la que goza la cultura en países próximos como Francia, que siempre mima su cultura contra viento y marea, tanto en lo relativo a la preservación del patrimonio y a la modernización de las instituciones culturales públicas –bibliotecas, archivos, museos– como en el fomento de las industrias culturales y su adaptación al universo digital.
De cuanto hasta ahora ha traslucido de los programas electorales, destacan la ambigüedad, la vaguedad, la miopía y la falta de visión y ambición. Solo dos conceptos, relativamente nuevos en España, pueden resultar prometedores si no se pierden por el camino y logran desarrollarse adecuadamente: la «economía creativa» que propone el PP y la «creación de nuevos públicos» que anuncia el PSOE. La experiencia de éxito, aún reciente, de promoción de la gastronomía y del diseño, sectores que también deben encuadrarse en el concepto de «economía creativa», puede servir de inspiración a la literatura, a la música, al teatro, al cine, a las artes plásticas, a las revistas y programas audiovisuales de carácter cultural, y a tantos otros sectores conexos que comparten la mágica tarea de la creación cultural y su difusión. Paralelamente, se impone la creación de nuevos públicos para la lectura, la música, el teatro, el cine, etc., que encontrarían un gran apoyo en la consolidación de esa educación artística que va mucho más allá de las clases de flauta. Se trata de ahondar en la comprensión lectora y audiovisual, de aprender a distinguir la calidad de una película, de una novela, de una canción, de un cuadro, de una exposición, de volver a encontrarse con los clásicos para entender por qué lo son… En resumen, de elevar la calidad de la demanda cultural, demasiado habituada a «consumir» productos culturales de baja calidad y nula exigencia. Es importante que volvamos a distinguir cultura y entretenimiento. Se trata ahora de vincular cultura con economía, y de ahí la importancia que reviste el concepto de «economía creativa» aplicada a la cultura.
Si la revolución industrial sustituyó a la era de la agricultura, hoy nos toca vivir la era de la economía del conocimiento sustentada en las TIC, esas tecnologías de la información y la comunicación, ávidas de contenidos, que han revolucionado todas las profesiones. La economía ya no se basa en la posesión de la tierra ni en la producción de maquinaria pesada. El auténtico motor de la economía en la era del conocimiento es la creatividad y sus intangibles, protegidos por la propiedad intelectual. Es en esos sectores de la economía creativa donde hoy se genera riqueza y empleo de calidad. La cultura y sus actores tienen que posicionarse en la nueva economía haciendo valer su capacidad generadora de contenidos, que no son otra cosa que intangibles, fruto de su inagotable imaginación. Ese debe ser su lugar natural en el siglo XXI, y, como se ha visto en el Foro de la Cumbre Mundial de la Sociedad de la Información (WSIS, Ginebra, mayo 2015), son varios los países que así lo han entendido porque una parte importante de su PIB se deriva ya de la economía del conocimiento. En España es todavía mucho lo que nos queda por hacer y el tiempo apremia. ¿Nos vamos a resignar a seguir comprando licencias y patentes que vienen de afuera, portadores de contenidos que no reflejan nuestras realidades culturales ni la creatividad de nuestro pueblo, que solo contribuyen a enajenar más la mente, los gustos y los comportamientos de nuestros jóvenes? Si esos contenidos los produjésemos aquí, no solo afianzaríamos nuestra propia identidad, sino que los potenciales creadores de ese sector de la cultura no tendrían que irse de España porque encontrarían empleo a su medida y un futuro atractivo aquí, contribuyendo a crear en nuestro país esta nueva forma de la economía del conocimiento. No se trata, por supuesto, de cerrar las puertas a las expresiones culturales foráneas. Se trata de enriquecer con las nuestras ese inmenso torrente mundial de contenidos.
En este mundo globalizado son muchos los países que están en esa carrera. Ni por razones económicas ni por inercias culturales podemos darnos el lujo de abordar otra legislatura, de continuar otros cuatro años al margen de esta dinámica mundial. La factura sería muy elevada.
Milagros del Corral fue subdirectora general adjunta de Cultura de la UNESCO y directora general de la Biblioteca Nacional de España.