La cultura como propiedad y el anillo de Giges

Hay una conocida pregunta filosófica sobre la naturaleza de las creaciones intelectuales que vale la pena recordar. El califa Omar, aquel iluminado que prendió fuego a la biblioteca de Alejandría, creía necesario acabar con todos los libros porque los contrarios al Corán eran heréticos y los otros redundantes. Para probar que el fanatismo también es capaz de simetrías sorprendentes y saltos en el tiempo, el pasado 11 de septiembre un mentecato de Florida llamado Terry Jones, pastor de una iglesia lugareña con menos de 100 ovejas, convocó a una quema solemne del Corán. Quería, al parecer, quemar solo este libro y dejar todos los demás. Omar hizo mucho más daño, claro, pero se equivocaba exactamente igual que el pastor: los libros no se queman, lo que se quema son los ejemplares físicos de esos libros. Se ha podido por ello afirmar que el califa Omar no quemó en realidad ningún libro, y mucho menos pudo quemar el Corán el cretino de Florida. Es la misma idea que se insinúa en aquella genialidad de Ray Bradbury: "Montag, tenga cuidado. Cuide su salud. Si algo le ocurriera a Harris, usted sería el Eclesiastés". Los personajes de su famosa novela dieron en memorizar los libros. No podían correr el riesgo de plasmarlos en papel o en microfilme. La sola actividad de las neuronas que nutren nuestra memoria les servía de asiento. Igual que al músico que interpreta un concierto con la partitura en la mente. Un poema declamado, una canción, un cuento narrado a un niño no tienen materialidad alguna. Como dice el verso sin par de Lope, "en el aire se aposentan".

Solo desde esa perspectiva se puede entender lo que es una obra de arte y de cultura. Es su rara inmaterialidad lo que le confiere su impronta. Los productos culturales son entes incorpóreos que descansan por lo general en un asiento físico, pero a nadie se le ocurriría identificarlos con él. Decir de las Coplas de Jorge Manrique que son hojas de papel es ignorarlo todo sobre ellas. Para referirse a esa condición, los juristas hablan, con notoria impropiedad, de corpus mysticum. Y afirman que el objeto de la propiedad intelectual es precisamente ese "cuerpo" incorpóreo. Quizás alguien pueda extrañarse de ver tratada una realidad tan delicada con las herramientas jurídicas del derecho de propiedad, pero no hay nada de sorprendente en ello. Es más difícil justificar la propiedad de una viña o una casa que la de un soneto.

Precisamente por esa cualidad incorpórea, la propiedad intelectual es la más sólidamente justificada de todas las formas de propiedad. Encaja con todos los argumentos que a lo largo de la historia han tratado de justificar la propiedad privada. Y a diferencia de las demás, sale siempre victoriosa de la prueba. Incluso frente a construcciones arcaicas. Así, el acto creador hacía de Dios señor, dominus, propietario de la creación. O la vieja teoría de la primera ocupación, que fundamentaba la propiedad en el acto originario de posesión física del bien. Semejantes razonamientos solo son plausibles para la propiedad intelectual. Solo si se piensa la obra como acto creador o como el descubrimiento de un espacio nuevo en el universo intelectual caben estos argumentos. El primero que crea u ocupa ese espacio, aquel al que se le revela por primera vez, puede considerarse su propietario.

Por no mencionar la idea de la propiedad como producto del trabajo humano, como derivación de nuestro cuerpo y su proyección sobre las cosas. Locke la formuló en una secuencia argumental que partía de la propiedad de nuestro cuerpo mismo, derivaba de ahí la propiedad del trabajo humano, y acababa por atribuir la propiedad de las cosas a quien las había mejorado con su trabajo. Aunque ya sabemos que así no se justifica la propiedad de un campo, nadie duda hoy que una novela es producto del trabajo del creador. Hasta una cautela que Locke introducía en su construcción, impensable hoy para los bienes materiales, cuadra sin embargo con la propiedad intelectual. Decía que su argumento valía solo si tras la apropiación quedaban bienes suficientes para ser compartidos por los demás. En un mundo superpoblado, de bienes escasos y ocupados, esto es impensable. Pero el creador intelectual, cuando alumbra su obra, deja siempre para el disfrute común el universo entero del lenguaje y el sonido, la geometría infinita de las formas. No erosiona nada ese bien público inextinguible que es la cultura humana. Puede así defender su propiedad también con este argumento imposible.

Y están los argumentos de la utilidad y la eficiencia, tan sobados y resobados por la cofradía del libre mercado. ¿Quién puede discutir que estas obras incrementan nuestra felicidad? ¿Quién duda de que se dan con más eficiencia en un espacio de libertad, sin dependencias del creador, sin condicionamientos para expresar su talento? Pues bien, solo la propiedad de su obra puede alcanzar esos logros en su grado máximo. Resignarnos a que sean alumbradas en horas de ocio, o sometidas a patronos y mecenas, es menguar el impulso creador. "No puedo concebir un sistema más fatal para la integridad e independencia de los hombres de letras -decía Macaulay a los Comunes en 1841- que aquel bajo el que se les enseñe a buscar su pan diario en el favor de ministros y nobles". Pues bien, de ese destino solo puede salvarlos el derecho de propiedad.

Se me dirá que esto no lo discute nadie, que todos admiten hoy que una canción es de quien la crea, que apoderarse de ella o suplantar al creador debe seguir castigándose como apropiación y plagio. Pero no se pretenda después que, sentado esto, cualquiera puede reproducirla o descargarla sin pago alguno. Eso es incongruente. Tanto como decirle a alguien que es propietario de su ordenador pero cualquier otro puede usarlo cuando le venga en gana. Es ignorar que la propiedad no es un título honorífico, una especie de aura mágica en torno a la cabeza, sino precisamente el poder jurídico de administrar la cosa como a uno le parezca y excluir de ella a los demás.

En la República reflexiona Platón sobre la idea de si ser justo es un bien deseable en sí o un obrar penoso que demanda sacrificios que pocos harían si no lo impusiera la ley. Pone para ello en boca de Glaucón la historia del anillo de Giges. Un pastor lidio encontró un anillo que al ser girado hacia el interior de la mano producía la invisibilidad de quien lo llevaba; si se giraba al contrario volvía a ser visible. Al cerciorarse de que funcionaba así, el pastor se las ingenió para matar al soberano y apoderarse del reino. El texto transmite una vieja certeza: con un anillo así "no habría persona de convicciones tan firmes como para perseverar en la justicia y abstenerse en absoluto de tocar lo de los demás cuando nada le impedía dirigirse al mercado y tomar de allí sin miedo alguno cuanto quisiera". Esta antigua relación entre la invisibilidad del actor y la impunidad de su conducta retorna hoy cuando se contemplan los contenidos que circulan por Internet. La abundancia de basura informativa, intercambios repugnantes, injurias y embustes deliberados, no hace sino recordarnos que la prodigiosa tecnología que la anima puede también funcionar como un anillo de Giges que confiera invisibilidad a quienes en ella actúan. Allí parece reinar el anonimato y la impunidad. Ese mismo anonimato tras el que los contrarios a la ley Sinde se ocultan para zaherir a la ministra. Y, no nos engañemos, es la invisibilidad lo que les envalentona para dirigirse al mercado y tomar en él cuanto quieran sin responder de nada. En el calor de las discusiones algunos han llegado a afirmar que se trata de una libertad suya, un derecho personal. Pero solo es una forma nueva de la vieja y sempiterna injusticia. Eso que sabemos hace mucho que consiste en atropellar los derechos de los demás.

Por Francisco J. Laporta, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.

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