La cultura de la rebelión cívica

La manifestración de las víctimas del terrorismo el pasado domingo en Sevilla ha reactivado una cuestión de gran interés sobre el papel de estas asociaciones en la vida pública española. Al día siguiente, el titular de este diario («Las víctimas llaman a la rebelión civica contra el dialogo con ETA y las 'mentiras' del 11-M») destacaba con contundencia un aspecto al que no se había dado hasta ahora mucha importancia. Me refiero a la declaración difundida por el Foro Ermua tres meses antes -el 12 de julio-, para recordar el asesinato de Miguel Angel Blanco: «La fecha de hoy debe servir para hacer valer más que nunca la cultura de la rebelión cívica de Ermua. Lo que fue realmente revolucionario, y lo sigue siendo hoy, no es la infamia de las fotos de Patxi López con Otegui, sino las de miembros del PP y el PSOE unidos en aquellos días de julio de 1997 que hoy recordamos. Ésa es la cultura de Ermua: la cultura de los demócratas unidos contra ETA y el nacionalismo totalitario».

El espíritu de Ermua se identifica con la rebelión de los ciudadanos contra el terror y con la fértil tradición de pensamiento que promovió la democracia occidental hace más de dos siglos. Hace menos de 10 años, las emociones de rabia e indignación -que suelen impulsar a los movimientos sociales- pudieron con el miedo que había atenazado a los vascos durante décadas e hicieron posible una rebelión cuyo espíritu persiste hoy. El Foro Ermua sitúa en ella sus señas de identidad, que vinculan a un colectivo mucho mayor: el conjunto de ciudadanos, en tanto que personas conscientes de sus derechos y deberes, capaces de movilizarse en su defensa. Según la edad, muchos españoles nos hemos formado o reeducado en esa cultura de las democracias occidentales, que está en la raíz del enorme desarrollo europeo en los últimos 200 años.

Sin embargo, ese proceso con frecuencia fue amenazado e interrumpido por organizaciones totalitarias que pretendían acabar con el sistema de libertades propio de la sociedad moderna, anular los derechos de los ciudadanos por medio de la violencia y el miedo que genera. Desde que los movimientos totalitarios del siglo pasado asolaron Europa, los científicos sociales destacaron que la sociedad moderna contiene fuerzas que amenazan su esencia, su sistema de derechos y libertades.

La cultura totalitaria no sólo fue impulsada por movimientos y gobiernos nacionalistas, sino también de otras ideologías políticas, por organizaciones que se presentan como la encarnación de fuerzas destinadas a salvar al pueblo de la opresión. A pesar de ser conocido, no está de más recordarlo porque la memoria puede ser frágil ante la propaganda. No sólo fue totalitaria la cultura dominante en la Alemania nazi; también la existente en la Unión Soviética durante mucho más tiempo, con muchos más muertos a sus espaldas, camuflada bajo la idea de que respondía al sentido de la Historia y realizaba la verdadera Justicia. A pesar de ello, las referencias a esa entidad abstracta que es el pueblo, como titular de derechos históricos o económicos, siguen utilizándose para legitimar decisiones contrarias a la ley.

Las culturas totalitaria y democrática mantienen una relación dialéctica en la Historia, que se ha intensificado en nuestras agitadas sociedades globales. En España, esa tensión parece repetirse, unas veces como drama y otras como farsa. Esas situaciones han dado lugar a un nuevo movimiento social con múltiples ramificaciones, que van desde asociaciones cívicas como la AVT y el Foro Ermua, hasta partidos políticos en gestación como Ciudadanos por Cataluña. Entre sus objetivos, destacaría la rebelión contra la hegemonía del nacionalismo y la división política de los ciudadanos en una parte del país, junto con la defensa de la Constitución.

Los actos públicos, como las recientes concentraciones en una veintena de ciudades españolas en favor de la Carta Magna, han hecho visible a un movimiento constitucionalista que tiene sus raíces en organizaciones que surgieron en el País Vasco hace casi 20 años para luchar contra la violencia política, haciendo el gesto de protesta.

Diez años después, las movilizaciones masivas contra los asesinatos de Miguel Angel Blanco y de Tomás y Valiente mostraron la capacidad de convocatoria y el poder de ese movimiento, que ha difundido la cultura de rebelión cívica al resto de España. Lo más notable es su continuidad en el tiempo y el desarrollo de un discurso cada día más firme para reclamar memoria, dignidad y justicia. Todos los indicios sugieren que ese movimiento puede tener importantes implicaciones en la vida pública española, entre ellas, potenciar el proceso de democratización del país. Por ello se enfrentan a los partidos nacionalistas.

El comunicado del Foro Ermua empleó la palabra infamia, que se usa para calificar la naturaleza de una acción (la negociación con ETA) y de su actor (el Gobierno). Esa acción hace acreedor de deshonra al actor, que adquiere un estatus negativo en su comunidad. El segundo significado se refiere a la condición humana del actor, que pone de manifiesto el acto realizado y se define como maldad o vileza en cualquier línea. Infame es el que comete una infamia. Sin que sea preciso que se repita la acción, es estigmatizado como una mala persona o un mentiroso, es deshonrado por ella.

En este caso, parece que esa condición es reclamada para la persona que ocupa las más alta magistratura de la nación, a la que se acusa de haber mentido a los ciudadanos sobre un asunto tan importante como la negociación con ETA. La gravedad de la mentira no sólo radica en el engaño, sino también en la naturaleza de una cuestión vinculada a emociones tan intensas, a dramas tan profundos y difíciles de superar como el asesinato de un ser querido en aras de una causa política.

Con el fin de denunciar esa negociación, algunas asociaciones de víctimas organizaron concentraciones en el mes de julio e instaron una respuesta muy clara en la ciudadanía bajo el lema: Rendición, en mi nombre NO. Una negociación que se define como una traición a las víctimas y al conjunto de la democracia, y que es objeto de masiva repulsa «por lo que implica de indignidad, inmoralidad y de debilitamiento de nuestro Estado de Derecho». Frente al ambiguo lenguaje de los políticos, la firmeza de esta manera de expresarse forma parte del estilo del movimiento constitucionalista. Una firme determinación desde una identidad ciudadana que se distingue por su fe en la Ley... «Los verdaderos demócratas no aceptaremos nunca que nadie pretenda situarse por encima de ella».

Las organizaciones de víctimas están mostrando su poder de definición en relación con la negociación entre el Gobierno y ETA. Y lo hacen en grandes manifestaciones que vienen convocando en los dos últimos años, lo cual les confiere la atención de los medios de comunicación y refuerza dicho poder. En ello radica la esencia de los movimientos sociales contemporáneos, en su capacidad para atribuir significado a hechos que se definen como problemas colectivos, y suscitar ideas y estados emocionales que impulsan a la acción colectiva. Esas definiciones de la situación se explicitan en los sucesivos comunicados emitidos por el Foro Ermua desde que se ha convertido en una asociación especialmente activa.

Lo interesante de esta situación es que buena parte de ese poder está hoy en manos de las asociaciones de víctimas, no en las del Gobierno ni en las instituciones de comunicación que controla. El dinamismo de este movimiento desborda a los partidos políticos, irrita a unos y suministra ideas a otros para elaborar sus discursos. La cuestión radica en saber si estas asociaciones pueden mantener su autonomía en el futuro. De ser así, influirán con fuerza en las próximas elecciones.

Enrique Laraña, catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.