La cultura del diálogo

EL próximo domingo, todos los partidos políticos –aun los que hayan perdido de forma absoluta– habrán ganado en alguna forma o desde alguna perspectiva unas elecciones municipales y autonómicas que podrían llegar a condicionar sustancialmente la acción política de estas instituciones. Existe el lógico temor de que el «espectáculo» andaluz pueda multiplicarse de forma alarmante y colocar al país en situación de inquietud y desconcierto con una administración y un gobierno paralizados.

La irrupción en la escena de nuevos partidos y la reacción atemorizada de los partidos clásicos han polarizado al máximo el debate público y se ha creado un ambiente muy poco propicio a entendimientos razonables. Merece la pena conceder una especial atención a este tema porque vamos a vivir un año de concentración de elecciones que solo un país con la admirable resiliencia de España puede aguantar a pie firme, aun en una época en la que la crisis sigue teniendo efectos negativos profundos, a pesar de que existen sólidas expectativas favorables a medio plazo.

La cultura del diálogo en España está en los niveles más bajos de su historia y es preciso que la sociedad civil denuncie esta situación y exija comportamientos distintos. Todos tenemos que asumir que la superación de los conflictos solo se puede alcanzar a través del diálogo y que no es aceptable en forma alguna que en el mundo político se resistan a llegar a acuerdos en muchos temas concretos que mejorarían la vida ciudadana de forma muy positiva y en los que el esfuerzo, tanto el ideológico como el político, sería mínimo. Se nos intenta convencer de que el desencuentro por principio y por final es la actitud necesaria en toda negociación.

Veamos algunos ejemplos. El anuncio de una huelga de futbolistas ha demostrado la absoluta incapacidad de los interlocutores para llegar a un pacto y ha obligado a judicializar el tema. Es, sin duda, un tema menor comparado con otros más serios, pero demuestra la pobreza de ánimo para la comprensión y el consenso en todos los ámbitos. Igual sucede con el recurso al arbitraje y la mediación, que son fórmulas alternativas muy eficaces en la solución de conflictos y que permitirían no solo reducir sustancialmente la carga del sistema judicial y abaratar el coste final de las decisiones, sino sobre todo generar un nuevo modelo de comportamiento humano ante la discrepancia y el desacuerdo, menos agresivo y más tolerante. Contamos con dos buenas leyes de mediación y de arbitraje, pero están infravaloradas e infrautilizadas al máximo, si comparamos nuestra situación con la de cualquier país del mundo occidental. Y un último ejemplo: los debates en televisión, sea cualquiera el tema de que se trate, son una escuela infernal de cómo despreciar y silenciar al otro, sin límite alguno. Se está llegando a extremos verdaderamente deplorables, incluso aberrantes, que influyen perversamente –al presentarse como modelo natural a seguir– en muchos ciudadanos y especialmente en la gente joven.

En lo que afecta la vida política la situación es –al menos aparentemente– dramática. Nadie está dispuesto a dialogar con nadie sobre nada, y la culpa de ello la tienen siempre los otros, y además al cien por cien. Entra dentro de la lógica que la situación andaluza y las incertidumbres sobre las elecciones de mañana obliguen a actuar con mucha cautela y cuidado y a componer una estrategia en la que proliferan las ambigüedades y las contradicciones «calculadas». Lo preocupante es pensar que, si se llegaran a producir situaciones que requirieran pactos o consensos para formar gobierno, fuera altamente probable que se repitieran las escenas que hemos visto en el Parlamento andaluz, cuyo final, en estos momentos, nadie puede predecir.

El coste sociológico y económico de estas situaciones es difícil de precisar con exactitud, pero nadie puede dudar de que es un coste excesivamente alto y excesivamente innecesario. En esta tarea habrá que recordar siempre esta frase de Hegel: «¡Cuán ciegos están los que pueden imaginar que las instituciones, las constituciones y las leyes pueden persistir cuando ya no están de acuerdo con la moral, la necesidad y los fines de la humanidad y cuando ya están vacíos de sentido!». La democracia es ciertamente un sistema muy complejo, y muy exigente que está permanentemente en peligro. Somos poco conscientes de los riesgos que puede generar un debilitamiento del sistema hasta convertirlo en una mera apariencia. Saber medir y cuidar la calidad democrática es oficio tan necesario como difícil.

El filósofo Pedro Benítez Martín, en un estudio relacionado con la democracia virtual y las redes sociales, afirma que el tiempo que dedica un ciudadano votando en las elecciones generales desde los 18 años de edad hasta los 80 es del orden de 1 hora y 15 minutos, y si se añadieran las elecciones municipales, las autonómicas y las europeas el tiempo sería de unas cinco horas en toda su vida. El voto en una democracia es, sin duda, un factor principal y decisivo. Tener el derecho a intervenir periódicamente en la elección de las personas que creemos que deban gobernarnos es el primer derecho, y además el símbolo más profundo, que define el sistema democrático. Pero cada vez parece más claro que los 300 minutos que, como máximo, dedicamos a votar en nuestra existencia no pueden agotar ni la esencia ni el contenido de este sistema político que sigue siendo el peor de los sistemas, excluyendo todos los demás, pero que va a requerir cambios, ajustes y refinamientos profundos para adecuarse a la época digital que vivimos y evitar que otras fórmulas o comportamientos desvirtúen o, incluso, suplanten su función. Y ese riesgo es real.

Los partidos políticos tienen ahora una ocasión histórica perfecta para recuperar la credibilidad que han perdido casi en su totalidad. Bastaría con revitalizar la cultura del diálogo y aplicarla con decisión y coraje. Mantener un escenario de confrontación absoluta pensando exclusivamente en sus intereses, o dilatar cualquier decisión creyendo así colocarse en mejor posición en las próximas elecciones generales, acabaría por agotar la paciencia de la ciudadanía y provocar un abismo insalvable entre políticos y ciudadanos, una situación en la que tendrían todas las de ganar los extremismos. No podemos seguir así y no vamos a seguir así. Después de las elecciones del domingo nuestros representantes aceptarán por fin que, en efecto, nos tienen que representar dignamente y que solo se puede liderar desde el ejemplo. Demos por seguro que lo van a hacer.

Antonio Garrigues Walker, jurista.

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