La cultura del mérito

Cultura es cultivar aquello digno de poder desarrollarse: esfuerzo, conocimientos, capacidades innatas, control de nuestro tiempo, y algunas cosas más. Todas ellas enlazadas suman un determinado valor, en forma de méritos reconocidos, que se han convertido en metonimia de prosperidad o éxito.

Ninguna de estas formas de cultura puede describir la cultura con mayúsculas, máxime si no está redondeada o acabada: la del esfuerzo es necesaria, pero has de recordar que nadie en la empresa te paga solo por madrugar; adquirir conocimientos de inglés está bien, de hecho hoy todo el mundo lo habla pero, claro, hay que entenderlo; un diseñador de moda quizá pretenda reinventar el pantalón tobillero con rombos, pero será mejor que averigüe antes qué quiere su cliente. Unas contribuciones al mérito completas y ligadas al factor limitante del tiempo describen su productividad, virtud que trata de imponerse entre nosotros, tal vez como reacción a aquella frase lacerante y provocadora de Larra de «vuelva usted mañana».

El mérito es además un valor moral. Durante la Guerra Fría hubo un debate pintoresco entre Nixon y Kruschev. Para este, la Unión Soviética exhibía superioridad cultural con los múltiples repertorios de ballet que atesoraba, mientras que para Nixon las lavadoras eran señal de progreso que exoneraba a las mujeres de desempeños domésticos y exhibía competencias en ingeniería que apuntaban otras formas de saber. Aquella polémica hubiera podido prolongarse de no haber mediado un inesperado desenlace: la huida de Rudolf Nureyev a Occidente para vivir su autorrealización personal. Su preeminencia sobre el resto de los bailarines en la Unión Soviética era tal que le acosaban los comentarios fastidiosos de que lo suyo no era mérito, sino una actitud antisocial. ‘El lago de los cisnes’ de Tchaikovsky deseaba que enfatizara la importancia del número de anátidas blancas y no la de su protagonista.

La cultura del mérito, por otro lado, exige algo más que estar redondeada, precisa una adaptación sin discordancias al mundo en que se desarrolla. Cuando Reagan nombró consejero de Seguridad Nacional al señor William P. Clark, le preguntaron en los ‘hearings’ del Senado por las capitales de distintos países y por la proliferación nuclear, y respondió sin rubor que no tenía idea. Un senador le espetó indignado: «Y, entonces, ¿usted qué sabe hacer?». Clark contestó: «I perform» (yo actúo). Meses después, en los acuerdos de Helsinki, a Clark se le elogiaron sus méritos, pero pronto su estrella decayó. Nadie podría afirmar que aquel hombre era inculto, a pesar de no haber leído a Susan Sontag, ni ser capaz de identificar un cuadro de Kandinsky. Pero la cultura tan americana de Clark estaba demasiado polarizada hacia la eficacia y generaba, por ausencia de ‘universales’, una pérdida de perspectiva, problema que él padeció y que es recurrente en la política exterior de los Estados Unidos. Aunque, claro, la cultura en su inadaptación puede polarizarse en otras direcciones. La nuestra, por ejemplo, según exponían Pompeyo Trogo, Américo Castro, Ángel Ganivet, Ramón y Cajal y Menéndez Pidal, se escoró demasiado hacia el esfuerzo; pero este esfuerzo, sin un contrapunto de pensamiento, cuando no excedía el umbral necesario, resultaba a menudo estéril.

El mundo ha crecido en incertidumbres (criptomonedas, terrorismo, ciberataques, cambio climático, pandemias) en donde hacer méritos es más difícil, sobre todo si los enfocamos con la mentalidad de ayer. Incertidumbres para las que nadie es culto a priori. Lo hemos experimentado con el Covid: los brillantes portavoces globales rara vez acertaban, eran incompetentes con su gestión, y perdían el tiempo en excusas o indecisiones, convirtiéndose en metáforas de ellos mismos. Ocurría que el mérito no estaba bien definido. En los momentos de incertidumbre estás obligado a acercarte al precipicio para ver. Por eso sabíamos tan poco de lo que ocurría en las residencias de ancianos durante la pandemia. El mérito no consistía en acertar qué hacer, el mérito estaba en acercarse.

No siempre este atrevimiento está bien visto: Amancio Ortega o el Banco de Alimentos representan a personas e instituciones de éxito, a los que algunos mediocres discuten sus decisiones o merecimientos. El mérito -afirman, cultivando la cobardía como coartada- separa a las personas, es arriesgado y hay que legislar en su contra. El prestigioso filósofo Michael Sandel, de Harvard, ha llegado a decir que «el mérito es enemigo del bien común». Pero en este nuevo mundo en donde el mérito debería ser casi tan importante como el voto para poder gobernar, los conceptos derivados de ganadores y perdedores -‘enemigos del bien común’- están tan trasnochados como remitirse al embrionario capitalismo calvinista que los originó, a ‘Las uvas de la ira’ de Steinbeck, que lo novela o a los círculos del odio de los antisistema.

Felizmente, en el camino hacia el mérito estamos, cada vez más, acostumbrándonos al fracaso. Google, en sus procesos de selección, valora como utilidad los reveses anteriores de sus candidatos. La idea no es nueva: el presidente de Mango me la expuso hace veinticinco años. En investigación farmacéutica, intermediación financiera, ‘start-up’, el fracaso es lo normal. Un acierto de un 20 por ciento es una proeza: se infiere así que nuestro éxito ha consistido en sobreponernos al revés en un 80 por ciento de los casos. Todo ganador lleva a un gran perdedor en la mochila y esa es la cultura que debemos enseñar en los colegios, no la de eliminar los suspensos y crear un rebaño de bachilleres, que luego la vida llevará al matadero.

Ahora bien, tampoco hay que confundir el derecho al fracaso con la ociosidad. La orden benedictina clasificaba a sus monjes en cuatro categorías. La última era la que san Benito denominaba ‘los cuartos monjes’. Gente que se postulaba para la orden del ‘ora y labora’, que ni oraban ni laboraban; y eran despedidos de los cenobios -cuando pretendían techo y comida- por no contestar la pregunta: «¿Y tú en qué puedes contribuir?». Hoy en día hay ‘cuartos monjes’ (giróvagos, los llamaba san Agustín) en todos los ámbitos, yendo de monasterio en monasterio, sin nada que aportar.

Hay que puntualizar que los méritos se acreditan solo cuando se contribuye con impacto positivo. No exigen ser una persona excelsa, pero sí conciliar equilibradamente un mínimo de conocimientos, aptitudes y esfuerzos con la ‘big photo’ del momento, para elevarnos un poco ante las incertidumbres y ver. Para ello, necesitamos ser algo más que especialistas, algo más que generalistas, y algo más que esforzados: necesitamos ser, por encima de todo, algo más que útiles. Ese plus de utilidad es el que culturiza a la gente.

José Félix Pérez-Orive Carceller es abogado.

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