La cultura del odio

Desde nuestra garita poshistórica, asombra en el recién estrenado documental The Beatles: Get Back la cantidad de veces que suena la palabra "amor" en aquellos temas pegadizos y melódicos que casi invariablemente se convertían en bombazos, siendo hoy todavía el cuarteto de Liverpool el grupo con más canciones número uno de la historia de la música pop.

Incluso durante el proceso de separación de la banda, mientras componían en enero de 1969 el álbum Let It Be, con Yoko Ono presente como una esfinge durante las sesiones de grabación, John Lennon incluía en la canción Across the Universe la frase "amor eterno sin límites que resplandece a mi alrededor como mil soles".

¿Cuándo sustituyó la cultura popular el amor por el odio? En los años 70 había alguna canción suelta sobre la violencia (basta escuchar bien Brown Sugar de los Rolling Stones). Pero los superventas eran casi monotemáticamente sobre el binomio amor/desamor.

A mediados de los 80 llegó el punk y con él apareció la violencia en las letras de Sex Pistols y Ramones. La Movida española abordaba el odio con una sorna sensacionalista de enmienda a la totalidad, al estilo de La mataré de Loquillo y Hoy voy a asesinarte de Siniestro Total.

En los 90, la violencia llegaba al cine disfrazada de humor negro en las películas de Quentin Tarantino y de David Lynch, mientras la música de Nirvana descargaba sin ironía alguna su furia y su mal rollo.

Con el nuevo siglo, la violencia verbal y física se había incorporado al cine como un elemento estándar que lograba atraer a los grandes públicos (desde El club de la lucha hasta Mortal Kombat) y en el terreno musical las solistas llevaban la chulería feminista de Madonna a un nuevo nivel con temas como Haters de Hillary Duff y Shake It Off de Taylor Swift (cuyo estribillo llevaba el haters gonna hate que hoy ya es un eslogan en las redes sociales y que vendría a significar "los odiadores no saben hacer otra cosa").

Pero ¿cuándo se oficializó el odio en la vida pública, en la vida política, como un factor que, bien gestionado, permitía alcanzar una visibilidad inmediata?

En 2016, Donald Trump empleó la técnica cesarista del divide y vencerás para partir en dos el Partido Republicano (que sigue abierto en canal) y para agudizar la polarización instalada en Estados Unidos tras la crisis económica de 2008. La distorsión de la verdad (o posverdad) fue el elemento central de una campaña que usó Twitter como megáfono de la astuta estrategia conflictual que le llevaría a la Casa Blanca. No en vano, las redes sociales (ámbito global de la prensa) trituran los temas y los relanzan en un formato político binario para que los bandos izquierda/derecha repitan como cacatúas unos lemas prefabricados y defensivos.

Los usuarios de Twitter nos creemos astutos por informarnos gratis en una red donde nos consideramos unos pensadores libres cual estatua de Rodin, cuando de hecho sufrimos minuto a minuto un efecto envolvente tipo olla-a-presión. En este hiperactivo universo virtual, capaz de fabricar líderes mundiales como Donald Trump y de llevar al suicidio a personajes incomprendidos como Verónica Forqué, el lenguaje universal que se habla no es el amor setentero de los Beatles, sino el odio.

Con las pasiones excitadas por los odiadores profesionales de las redes, con la corteza cerebral sobrestimulada por el exceso de información, el ciudadano incauto elige su bando ideológico manejando variables con frecuencia muy distantes de las suyas originarias. Porque los agitadores de las redes son capaces de sortear la incongruencia con el desparpajo de una cantante folclórica.

Todos los días vemos a la ultraderecha occidental descerrajando mensajes cargados de violencia verbal, seguidos de beatíficos comunicados defendiendo la religión, la vida y la familia. De modo parecido, la ultraizquierda nos arenga sobre estrategias sociales mágicas para todos, mientras impone cordones sanitarios a fuerza de insultos. La verticalidad de las redes permite usar la técnica del goteo para distraer de un mensaje con el siguiente.

El gran reto intelectual es desmontar esta mentalidad futbolística que obliga a elegir un bando y a aceptar el pastiche dogmático que los caciques mediáticos imponen a martillazos verbales.

Mientras la globalización avanza como paradigma mundial, oscilando peligrosamente entre la democracia y la dictadura, volamos con turbulencias hacia esquemas mentales desconocidos, que las generaciones mileniales bosquejan mientras las precedentes se obstinan en sus categorismos binarios.

En nuestro país, el relevo del odio histórico guerracivilista por la confrontación generacional entre la España posfranquista y la España milenial sería un avance sociopolítico de primer orden. Podremos aceptarlo o no, pero estamos ante el final del mundo en que hemos nacido y vivido hasta ahora.

Gabriela Bustelo es escritora y periodista.

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