La cultura desde el liberalismo del siglo XXI

El liberalismo es una ideología, por definición, no estacionaria. Es a su vez la que con mayor curiosidad explora los nuevos límites y la que mejor metaboliza los avances de la sociedad. Incorpora un mecanismo de revisión que le permite evolucionar de forma continua sin llegar nunca a perfeccionarse. En el siglo XVIII defendió la libertad y los derechos naturales de todas las personas. A continuación, porque está en su raíz ideológica, proclamó la igualdad de oportunidades. En el siglo XX -y en el vertiginoso arranque del siglo XXI- el liberalismo promueve la libertad de creación y el acceso a la cultura de todos y cada uno de los ciudadanos.

La persona es un ser sensible, con emociones y con talento creador, y al mismo tiempo un ser social, curioso, contemplativo, no indiferente al hecho cultural. Esta doble condición, con diversas graduaciones, produce el fenómeno artístico: desde la creación de la obra hasta su difusión. Creación y difusión, en todo caso, no son hechos aislados, sino que entre ellas se establece una relación similar a la que se da en un arco románico, en el que el punto anterior sustenta al siguiente y así sucesivamente hasta, siendo hechos distintos, confundirse.

La creación debe ser libre, sin restricciones. El acto de creación y su materialización en la obra de arte son una expansión de la persona y como tal son dignos de respeto sin más límite que el que establecen las leyes.

La libertad de creación es absoluta, radical y no puede ser objeto de ninguna censura por parte de las administraciones públicas. Así pues, cuando éstas promueven a un artista y su obra no son responsables de la misma. El acto creador es individual y por tanto el único responsable es el autor. Además, a éste le corresponden los derechos de propiedad intelectual que remuneran su trabajo.

Los artistas demandan oportunidades. El liberalismo parte de la concepción de que a cada individuo se le debe permitir probar sus facultades. Las administraciones públicas crearán las condiciones de partida para potenciar el desarrollo de los artistas, evitando, eso sí, toda clase de dirigismo, ya que la intervención directa termina por crear en la sociedad comportamientos uniformes que sofocan la variedad natural de los caracteres y de las disposiciones de las personas.

La creación no tiene límites. Los autores necesitan explorar nuevos territorios y lenguajes artísticos. No sólo las administraciones públicas tienen un papel en este espacio. También las empresas, incentivadas con bonificaciones fiscales en el marco de políticas que hagan efectivo el mecenazgo, fomentarán la innovación, la experimentación y el riesgo creativo de los artistas que buscan traspasar las fronteras del arte.

La creación se perfecciona con su comunicación a los ciudadanos. Sin su contemplación, el hecho artístico queda frustrado. La persona, para alcanzar su plenitud, demanda manifestaciones culturales. Los efectos beneficiosos de éstas trascienden el ámbito individual y contagian a toda la sociedad.

A propósito de esto, conviene recordar lo que ya anticiparon los autores clásicos: cuando las obras o instituciones beneficiosas para toda la sociedad no se financian con la aportación de los más directamente favorecidos por ellas, deberá contribuir toda la sociedad. Por tanto, como no hay nada en los principios liberales que haga de éstos un credo estacionario, en una concepción moderna del liberalismo, entre las competencias del sector público, además de las tradicionales -defensa, justicia y obras públicas, ampliadas posteriormente con la sanidad y la educación- han de incluirse la promoción cultural y su difusión entre los ciudadanos.

En consecuencia, por la parte de la difusión, junto a la aportación socialmente relevante del mercado y las instituciones privadas, consideramos necesaria la actuación de las administraciones públicas: entendemos que en los impuestos con los que contribuyen los ciudadanos hay un mandato implícito que obliga a las Administraciones Públicas a dedicar parte de la recaudación a satisfacer sus demandas culturales.

Así lo recoge la Constitución Española, en su Título I, De los Derechos y Deberes Fundamentales, cuando en su Artículo 44 proclama: «Los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura, a la que todos tienen derecho».
No obstante, y como principio general, el hecho de que sean las administraciones públicas las que recaudan los impuestos no implica que tengan que ser también las que presten directamente los servicios. Distinguimos entre responsabilidad y función en materia cultural. La responsabilidad compete en todos los casos a las administraciones públicas, en tanto que la función (gestión) debería residenciarse en los actores culturales.

La responsabilidad se ejerce cuando se garantiza que, sin entrar en ninguna clase de intervencionismo y estableciendo exigentes criterios de calidad, se ponen a disposición de los ciudadanos todas y cada una de las diferentes disciplinas o manifestaciones artísticas -artes visuales, artes escénicas, música, letras, cine, etcétera- habidas a lo largo de todos los periodos históricos sin excepción y se asegura la conservación de un patrimonio cultural creado durante siglos, que es merecedor de ulteriores transmisiones y que en caso de inacción podría perderse.

La función corresponde siempre a los actores culturales -artistas, autores, productores, gestores culturales, etcétera- y consiste en crear, producir, gestionar, dirigir y difundir la creación clásica y la contemporánea en toda su diversidad, de tal forma que se satisfaga la demanda de los ciudadanos y se les proporcione un sustrato cultural elevado.

No hay por tanto desde el liberalismo una oposición a la asunción de responsabilidad en materia cultural. El problema no lo suscitan tanto los fines perseguidos como los métodos empleados. El papel que juegan las administraciones públicas debe estar exento de voluntad y su actuación ha de ser aséptica y transparente, ya que su intervención directa derivaría inevitablemente en políticas dirigistas, burocráticas, costosas e ineficientes y las convertiría en un aparato incontrolable o, lo que es peor, como decíamos, dotado de voluntad propia.

Partimos de una situación inicial en la que la industria cultural, de modo espontáneo y sin intervención alguna de las administraciones públicas, produce hechos culturales que tienen una dimensión económica determinada.

Ante esta situación de hecho y para cumplir con su responsabilidad, la administración pública actúa a través de políticas fiscales. En primer lugar, aunque en general los impuestos no tengan carácter finalista, parece razonable que los ingresos fiscales provenientes de todo tipo de manifestaciones culturales deban destinarse a la cultura. A continuación habría que añadir a esta cifra el importe en que se cuantifica el mandato implícito de los ciudadanos de que se destine parte de su contribución a satisfacer sus demandas culturales. A partir de ahí nodebe haber ulteriores intervenciones. En este reordenamiento e incremento de los recursos consiste exclusivamente el efecto transformador de la «mano visible».

Según el modelo propuesto, los recursos así obtenidos vuelven a la industria cultural y se suman a los que de modo natural ésta produce. El resultado final es que el mundo de la cultura dispone de una cantidad sensiblemente superior a aquella con la que inicialmente contaba. De su gestión (función) se ocupará -y ésta es la novedad- la propia industria cultural, encarnada en los artistas, autores, productores y gestores culturales, que son los que conforman la cadena de valor de la cultura.

No es tarea fácil que las administraciones públicas acepten que no les corresponde ningún protagonismo en materia cultural y sí la responsabilidad de garantizar a los ciudadanos una cultura de calidad. Ya Ortega y Gasset nos advertía sobre la dificultad de realización del pensamiento liberal en nuestras sociedades: «El liberalismo -conviene recordar esto- es la suprema generosidad .../... el más noble grito que ha sonado en el planeta .../... Era inverosímil que la especie humana hubiese llegado a una cosa tan bonita, tan paradójica, tan elegante, tan acrobática, tan antinatural. Por eso no debe sorprender que prontamente parezca esa misma especie resuelta a abandonarla. Es un ejercicio demasiado difícil y complicado para que se consolide en la tierra». Con todo, merece la pena intentarlo.

Álvaro Ballarín