La cultura y la izquierda hoy

Durante los años treinta y cuarenta del siglo XX, el mundo de la cultura vivió de manera intensa las consecuencias económicas y sociales del crackdel 29. Hoy no nos es posible desvincular las grandes novelas de Steinbeck, de Faulkner, de Dos Passos o la poesía de Carl Sandburg, o Edgar Lee Masters, de aquella dramática coyuntura. Aunque no hubiera una relación mecánica entre cultura y política, las preocupaciones de fondo de la literatura de la época estaban relacionadas con un impulso de las ideas redistributivas que se abrían paso en la economía en la posguerra.

En Estados Unidos, Galbraith afirmaba las políticas de Keynes y en Europa la clave de una sociedad atenta a los más débiles descansaba en la creación de poderosos sistemas de protección social y de eficaces servicios públicos, desde la educación o la sanidad hasta el sistema de pensiones. La literatura crítica no solo denunciaba las injusticias o recuperaba la memoria colectiva más dramática —Grass, Böll, Max Frisch, Hesse, Camus, Sartre, los “jóvenes airados” de Gran Bretaña—, sino que coadyuvaba a tales cambios en el convencimiento de que en cada paso en esa dirección había un empeño moral, un avance hacia una democracia más profunda, más sólida y real.

Los mercados contaban con una regulación antiespeculativa (la Ley Glass-Steagall, nacida en 1933 tras el crack del 29, tuvo vigencia, en el sistema financiero internacional hasta mediada la década de los ochenta: Thatcher y Reagan comenzaron a desactivarla y a eliminar los obstáculos que esta oponía a los excesos del liberalismo) y tenían una prevención enorme ante las exigencias de sindicatos y otras organizaciones sociales y, sin duda, ante el “referente igualitario” que suponía la mera existencia del llamado socialismo real en un mundo dividido en bloques. Y, en tanto, la literatura descendía a las realidades sórdidas, dibujaba las contradicciones sociales o realizaba prospecciones sobre el futuro (Aldous Huxley, George Orwell) en busca de sociedades menos vulnerables a los azares de una economía que, pese a todo, se sustentaba en la casi única lógica del beneficio. Leyendo las memorias de Günter Grass, o revisando la historia del Grupo 47, parte de cuyos miembros fueron soporte de las campañas electorales de Willy Brandt o activistas contra toda mirada complaciente hacia un pasado de indignidad o contra los retrocesos sociales, se advierte que históricamente el intelectual progresista ha combinado la crítica a la fuerza hegemónica de la izquierda, el SPD, con el apoyo a sus candidatos en los momentos decisivos

En España, la relación del intelectual con la política, especialmente con la izquierda representada en el PSOE, tiene algo de ciclotímica. A grandes idilios suceden gigantescas desafecciones. También aparece marcada por la culpa, por la mala conciencia y por la desconfianza. Incluso hoy, en medio de la más grave crisis en ochenta años, no es difícil encontrarse con la actitud equidistante, con la renuncia a intervenir, ni siquiera mediante el pronunciamiento ante las gravísimas consecuencias que para la vida civil están teniendo políticas de recorte que solo reflejan una lectura de la realidad aprendida en la Escuela de Chicago. Es decir, a ser, más que la conciencia crítica del partido mayoritario de la izquierda o el prescriptor del voto a otros partidos progresistas, el soporte intelectual de las posiciones abstencionistas, del voto en blanco, de un apoliticismo próximo al nihilismo cuya consecuencia última (seguramente no pretendida) es facilitar el acceso de la derecha al poder. Cierto que, a veces, determinados incumplimientos programáticos lo hacen extremadamente difícil, pero, en todo caso, se echa en falta el término medio basado en el análisis riguroso frente a la tentación de la demagogia.

Estar con movimientos de contestación como el 15-M no es contradictorio con la apuesta por gobiernos más sensibles a las políticas reequilibradoras, con favorecer una mayoría política que a ello responda. No se trata del mal menor, sino de pura coherencia. De evaluar, junto a la crítica a las derivas erráticas de un partido y a la exigencia de austeridad, ejemplaridad y rigor en el comportamiento de sus cargos públicos, de más democracia y más transparencia en su relación con la sociedad, qué propuestas permiten avanzar en la Europa social y limitar el poder de los mercados (pese a las nada desdeñables dificultades objetivas) y profundizar la democracia.

Ese es el núcleo, el elemento esencial ante el que el intelectual progresista no puede mantenerse neutral aunque sea crítico, incluso radicalmente crítico, con la fuerza hegemónica de la izquierda, con la socialdemocracia. Stéphan Hessel, autor de Indignaos y nada sospechoso de conformismo, lo dejó claro en Madrid el pasado mes de septiembre cuando presentó su ensayo Comprometidos. Vino a decir que en caso de tener que votar en España, optaría por el candidato socialista. Demostraba, con ello, una clara conciencia de la complejidad de la realidad española y europea y de la necesidad de evitar el triunfo de las políticas más retardatarias y ultraliberales. Tal actitud intelectual responde a una pregunta básica: ¿quién, con todas sus contradicciones, puede contribuir mejor a los avances democráticos, a abrir vías de participación, a establecer un diálogo con los movimientos sociales y culturales, a garantizar los recursos destinados a la educación y a la cultura, a la investigación, a la ciencia, a la universidad, a establecer mecanismos reguladores en el funci onamiento del sistema financiero? La respuesta parece obvia.

Desde una óptica progresista, es razonable pensar que, por ejemplo, sería un contrasentido, de cara a las próximas elecciones presidenciales norteamericanas, castigar a Obama por no cerrar Guantánamo o por no ejecutar de manera completa su reforma sanitaria, posibilitando así un gobierno inspirado por doctrinarios neocon y por el Tea Party. Ese mismo argumento es el que, en el fondo, tradicionalmente condiciona el comportamiento de la izquierda no socialdemócrata en la segunda vuelta de las elecciones francesas y es un argumento que nos sirve para España. El ejemplo es reciente: el castigo al PSOE el 20-N, que se tradujo en una fuga de voto hacia la abstención (solo una parte de los más de cuatro millones de votos perdidos fue a otras opciones de progreso), no condujo a un gobierno más a la izquierda, en teoría más reequilibrador y más democrático, sino a las antípodas. Y… ¿por cuánto tiempo? La sociedad andaluza vio, en buena medida, esa deriva y demostró, una vez más, que sabe de complejidades: requilibró por la izquierda.

Es ahí donde está el nudo del problema: cómo, en una sociedad compleja y contradictoria como la que vivimos, se construye, desde el mundo de la cultura, un apoyo que sea crítico pero que, a la vez, no permita que, en los momentos decisivos, quienes desconfían del Estado y de las políticas de bienestar, del valor de lo público, accedan al poder político y actúen con la lógica pura y dura de los mercados.

Hoy, tal y como ocurriera en otros momentos históricos (en el crack del 29, en la posguerra europea, en los años 60), la Europa amenazada en sus fundamentos democráticos no solo precisa de la acción política progresista de la izquierda en sus diversas formas y perspectivas, desde el ecologismo a la socialdemocracia: es imprescindible la aportación del pensamiento, de la civilidad entendida en su sentido más profundo y radical, la implicación del mundo de la cultura y de la universidad en el diseño de una sociedad en la que los mercados no tengan la última palabra. Entre otras razones porque la propia cultura solo se afirma y crece en un ecosistema democrático, de igualdad de oportunidades, de libertad y tolerancia.

Manuel Rico es escritor y crítico literario. Verano (Alianza, 2008) es su último libro publicado. Con Fugitiva ciudad ha obtenido el Premio Internacional Miguel Hernández de Poesía 2012.

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