La cultura y los perros

Hace unos pocos meses, participando en una feria del libro, contemplé con estupor cómo un perro ocupaba una caseta para también él firmar su libro. Evidentemente un perro no puede escribir libros, pero ya es casi habitual que algunos de quienes los firman no lo hayan hecho. Lo más curioso era ver cómo mojaban su pezuña en una especie de tampón y le hacían dejar la marca sobre el papel. No tengo nada contra los animales, por el contrario, como Pitágoras creo que, de haber alma, también la deben de tener los seres irracionales. Siglos después Nietzsche, en La ciencia jovial,escribió: “He dado nombre a mi dolor y lo he llamado perro”.

Este suceso, a quienes frecuentamos estos mercados de las maravillas, no nos debería sorprender pues en los últimos años hemos tenido que compartir espacio con todo tipo de personajes de desigual calaña —a veces hasta delincuentes y amorales— cuya impostura no solo no producía rechazo social sino, por el contrario, admiración y colas de ventas. Esta “legitimación” democrática les ha ido dando alas frente a quienes defienden la cultura como lugar donde se forma a ciudadanos preparados y libres. Escritores reconocidos se atrincheran con sus propias obras a la espera de sus lectores, diezmados por el fuego amigo. Su prestigio, la mayor parte de las veces no correspondido por las ventas, sirve sin embargo de salvoconducto para justificar estas prácticas mercantiles de empresas que han tergiversado sus fines. El libro, desde una perspectiva permanente mercantil, puede llevar a cabo este tipo de actividades, aunque conduzcan a la tierra quemada; pero el libro como empresa cultural debe mostrar su disconformidad con estas prácticas sintomáticas. Unas prácticas que revelan que la sociedad que las ejerce está enferma, quizás gravemente enferma.

Cada vez hay que ser más conscientes de la necesidad de separar lo bueno de lo malo; ser intransigentes con lo superfluo, con todo aquello que atenta contra la dignidad de las personas. Incluso estéticamente. No todo vale, no todo es igual, no todo sirve para cauterizar el fracaso de la felicidad, es decir, el aburrimiento, el tedio cotidiano, el vacío espiritual, el dolor. Simmel insistía, ya en su época, en la tragedia de una sociedad que se vuelve contra el espíritu y la cultura. Sabemos que lo único en el mundo que de verdad nos haría felices es, precisamente, lo único que nadie nos puede dar o devolver: la juventud, los afectos, los ausentes. El arte y la literatura, la cultura en general, nos ayudan a recobrarlos a través del único camino posible: el desvío. El desvío de la imaginación. “¿Qué hacer? ¿Por qué? ¿Para qué?”, se pregunta Pierre Bezujov en Guerra y paz. Lo mismo nos preguntamos cada uno de nosotros cuando volvemos a leer estas páginas de Tólstoi sin conocer las respuestas. La literatura y el arte la mayor parte de las veces solamente plantean preguntas, pero esas preguntas hacen pensar. ¿Qué le sucede a un país que no piensa? ¿Qué le sucede a un país que en vez de educar a sus ciudadanos los arrastra a la ignorancia? Victor Hugo, ante la Asamblea constituyente de 1848, exclamó que la ignorancia era peor que la miseria. Nuestro Baltasar Gracián ya había dicho antes que el mal gusto habitualmente nace de la ignorancia.

Lo importante es saber leer y escribir pero, si cabe, todavía más importante es saber qué leer. No vale leer cualquier cosa, pues en esa cosecha mezclada lo malo siempre invadirá y destruirá el terreno de lo bueno. La lectura es un hábito y el buen gusto también lo es y se conforma con el tiempo. Así que no es lo mismo leer un buen libro escrito por un autor, que otro “escrito” por un perro, una señora de las páginas amarillas, un convicto de homicidio o tantos otros personajes atrabiliarios e inejemplares, por muchos volúmenes que estos puedan vender. No es lo mismo un gol de Messi o Ronaldo que un poema de Borges o Juan Ramón, pues los primeros, si es el caso, solo ayudan a entretener; mientras que los segundos nos ayudan a entender la vida.

El aburrimiento, el vacío intelectual conduce al desorden. Pero no solo al desorden social sino lo que aún es peor, al desorden individual. Kierkegaard, en El concepto de angustia, contrapone la plenitud estable y tranquila de la libertad de pensar con el cráter violento del vacío espiritual. La ignorancia, el sectarismo, el fanatismo, la intransigencia, la intolerancia son producto de sabotear la cultura y la educación, y este daño y deterioro en las débiles instalaciones del saber y el conocimiento ponen en peligro el futuro del individuo, de su sociedad y el de la humanidad entera.

¡No! No todo es igual, no todo es lo mismo, no todo vale para todo y para lo que guste. La cultura siempre ha tenido y tiene la función secular de explicar y entender el mundo. Eliot escribió que la cultura es todo aquello que hace de la vida algo digno de ser vivido, incluso la última muralla de defensa contra la muerte. Pero Valéry ya avisó que la cultura fue una creación humana siempre en peligro. Eliot también habló de la velocidad de su sociedad para echarse en manos de la acultura y, más contemporáneamente, Steiner nos sitúa ya en un futuro sin cultura. ¿Cómo habrá de ser este? ¿Ya todos los animales serán capaces de escribir libros, mientras los seres humanos pasten entre las tinieblas? La vida es el único libro que todos tenemos derecho a escribir, a escribirlo bien, lo mejor posible, con la dignidad que se le supone a cada ser creado. La cultura nos sirvió para salir de la cueva, no nos empeñemos ahora en regresar a ella como a un lugar a donde se va a descansar plácidamente después de un caminar arduo.

La sociedad sabe que las horas pasan lentamente, pero la vida vuela y, para evitar el dolor, intentan diversificar con el entretenimiento esa orfandad. Divertir, entretener, malgastar el tiempo: sabemos que la vida es agotadora si vivimos el presente en todo momento, pero la cultura nos ayuda a no estar solos, a estar acompañados.

Los creadores luchan en un campo minado no solo por el enemigo, sino lo que es aún peor, por sus propios compañeros. Sin críticos, sin editores, sin libreros, sin maestros que enseñen en los colegios no solo a leer sino también a qué leer y cómo leer —también en la universidad y la familia—, sin la complicidad del Estado ¿qué pasará?.

Las humanidades, y sobre todo la filosofía, van desapareciendo de la enseñanza siendo sustituidas por una asignatura de programación de ordenadores. Y ¿cómo pensar, si no se aprende a pensar? Siempre discutí con mi gran y añorado amigo, el escritor Carlos Fuentes, sobre una convicción que él tenía y que yo nunca compartí. Me decía el autor de La región más transparente que, gracias a muchas superventas, él y otros escritores podían seguir escribiendo libremente lo que querían, pues esos otros autores llenaban las arcas de las editoriales y les evitaban las servidumbres de la masificación. Quizás ese pan para hoy no evitaba el hambre del mañana. El mal gusto, lo fácil, lo irreflexivo se han ido extendiendo sobre un océano deformado de lectores que, a la larga —y ahora es la época de recolección— impidieron más grandes y generosas cosechas. No vale solo educar, hay que educar bien. La mala educación trae males mayores e irreversibles. La crisis de la cultura, del libro, no proviene solo de la crisis generalizada, sino también de la sobreexplotación de una materia espiritual que hemos convertido en un mero producto comercial.

¿Estaremos entre las ruinas del conocimiento y es mejor que un perro, nos firme un libro a que nos ladre? Decadencia. Ocaso. Principio de amanecer. Porque, como Valéry anotó en su Cuaderno de bitácora, “Todas estas ruinas tienen cierta rosa”.

César Antonio Molina, escritor, exministro de Cultura, dirige la Casa del Lector.

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