La cuota, sola ante el peligro

El 10 de febrero la ley del cine empezó su andadura parlamentaria. Como era previsible, el Parlament rechazó las enmiendas a la totalidad de Ciudadanos y el PP. Y como también era previsible (además de lamentable), el debate se redujo prácticamente a uno solo de los 53 artículos del texto: el que establece la obligación de distribuir el 50% de todas las copias en versión en lengua catalana (doblada o subtitulada).

Las intervenciones de Ciudadanos y el PP también fueron previsibles. Albert Rivera dijo: «Sí al cine en catalán, pero sin cuotas, sin imposiciones», y Rafael López Rueda, del PP, repitió el mensaje: «¿Tenemos que potenciar el catalán en el cine? Sí. ¿Lo tenemos que hacer con cuotas, sanciones e imposiciones? No».

Más allá del parecido literal de sus palabras, Rivera y López Rueda comparten un mismo postulado filosófico: en una democracia liberal no es legítimo que los poderes públicos intervengan coactivamente en una relación entre actores privados (en este caso, por medio de cuotas respaldadas por sanciones).
López Rueda se preguntaba: «¿Quién del liberalismo defiende las cuotas?», dando por supuesto que la respuesta es «nadie». Ahora podríamos vapulear a López Rueda con un erudito artículo para mostrar que la defensa de las cuotas está en el corazón del liberalismo contemporáneo (piénsese solo en la defensa liberal de la llamada discriminación positiva, que las más de las veces conlleva la aplicación de cuotas, por ejemplo para mujeres, afroamericanos o personas pertenecientes a otros grupos desfavorecidos). Pero hay una manera más fácil y menos onerosa para los lectores, que consiste en comprobar cómo las democracias liberales intervienen coactivamente en las relaciones inter privatos sin poner en peligro sus fundamentos.
Para este menester no es preciso ir muy lejos ni abordar un ámbito distinto del cinematográfico. En España, la imposición de cuotas de pantalla en la cinematografía es casi tan antigua como la misma democracia. En tiempos de Adolfo Suárez se aprobó la ley 3/1980, de regulación de cuotas de pantalla y distribución cinematográfica, que obligaba a los exhibidores a programar un 25% de películas españolas. En tiempos de Felipe González (PSOE), se aprobó la ley 17/1994, de protección y fomento de la cinematografía, que equiparó las películas españolas con las de la UE a efectos de la cuota.

En tiempos de José M. Aznar se aprobó la ley 15/2001, de fomento y promoción de la cinematografía y el sector audiovisual, que mantuvo en su literalidad la cuota de pantalla (y también impuso a las televisiones la superintervencionista obligación de destinar un 5% de sus beneficios a la producción cinematográfica). Y en tiempos de José Luis Rodríguez Zapatero se aprobó la ley 55/2007, del cine, que perpetúa la obligación para las empresas exhibidoras de programar al menos el 25% del total de las sesiones con obras cinematográficas comunitarias, cuyo incumplimiento supone una infracción muy grave penalizada con multas de hasta 75.000 euros.
Pero no es solo que todos los gobiernos españoles de la democracia, independientemente de su color, hayan impuesto cuotas a las empresas cinematográficas, sino que la técnica de la cuota ha sido validada por la cúspide del poder judicial español. Según el Tribunal Supremo, el sistema de cuotas en la exhibición de películas se enmarca en la facultad de los poderes públicos de intervenir en los distintos sectores de la economía, característica del moderno Estado social de derecho, no desfigura las líneas esenciales en que se basa un sistema de economía de mercado y, por tanto, no puede decirse que vulnere la libertad de empresa garantizada por la Constitución española.
Naturalmente, que sea filosóficamente y constitucionalmente legítimo imponer cuotas para películas dobladas o subtituladas en catalán no significa que la iniciativa del conseller Joan Manuel Tresserras esté exenta de cualquier reproche. Para empezar, la opción por el pulso legislativo con las empresas cinematográficas pone en evidencia la ausencia de un foro de concertación de la política lingüística. (Un papel que podría desempeñar el Consell Social de la Llengua Catalana, si el president José Montilla no hubiera decidido enterrarlo en vida.) En la misma línea, se pone de relieve la inoperancia de la Secretaria de Política Lingüística, que, en lugar de tejer consensos en torno al catalán, se dedica a nadie sabe exactamente qué.

En segundo lugar, es necesario preguntarse por qué se ha llevado al Parlament un sistema de cuotas que no está en el documento programático del tripartito (allí se habla nada más de «ampliar el número de copias de películas dobladas al catalán») ni en su actualización de abril del 2009 (donde el cine no aparece entre las prioridades políticas hasta el fin de la legislatura), y que corre el peligro de naufragar, no tanto por la oposición de los empresarios (también se opusieron a la cuota de pantalla y bien que la cumplen) como por la peligrosa coincidencia de la descomposición del tripartito y la proximidad de las elecciones.

Albert Branchadell, profesor de la Facultad de Traducción e Interpretación de la UAB.