La CUP no tiene la culpa

La CUP es responsable o, mejor, corresponsable de la degradación del Estado de Derecho en Cataluña, del menosprecio de las instituciones y de la normalización de un discurso decisionista que tiende a socavar derechos y libertades individuales de los ciudadanos y alimenta la impunidad de gobernantes que empobrecen la democracia al contraponerla con la ley. Olvidan que, como demuestran dictaduras de toda laya, sin democracia puede haber leyes, pero sin ley nunca puede haber democracia. No hay duda de que la CUP ha sido importante en la decadencia populista de la política catalana.

Sin embargo, la CUP no tiene la culpa del fracaso en la tramitación parlamentaria de los presupuestos de la Generalitat ni del fiasco del proceso soberanista en general, por mucho que los nacionalistas sistémicos —políticos y opinadores que en su día celebraron el acuerdo entre Junts pel Sí y la CUP para la investidura de Carles Puigdemont— pretendan ahora presentar a los nacionalistas antisistema como responsables de malbaratar una supuesta oportunidad histórica para Cataluña. La oportunidad para Cataluña nunca ha sido tal. En todo caso, lo era para los nacionalistas catalanes que, convencidos de que Cataluña se reduce a ellos, decidieron emprender un proceso ilegal en contra de la voluntad de la mayoría de los catalanes. Un proceso basado en promesas irrealizables que, tarde o temprano, estaba condenado a estrellarse contra el principio de realidad.

Conforme se van consumiendo los 18 meses de plazo que los nacionalistas se autoimpusieron para la desconexión de Cataluña con la democracia española y europea, cada vez queda más claro lo complicado que resulta romper desde dentro un Estado democrático de Derecho acreditado, entre otras cosas, por su pertenencia a la Unión Europea. De hecho, la única manera de hacerlo es cumplir, mediante hechos consumados, con las promesas de desobediencia a la Constitución contenidas en los discursos y programas de Junts pel Sí y la CUP; y sobre todo en la declaración de ruptura aprobada de consuno por ambas formaciones el pasado 9 de noviembre en el Parlamento catalán y reivindicada, otra vez de común acuerdo, en fecha tan reciente como el 7 de abril. Recordemos que esa declaración propugna la desobediencia a las instituciones del “Estado español” —la Generalitat debe de ser una institución del Estado japonés—, y “en particular del Tribunal Constitucional”. “Las decisiones de la cámara catalana y el proceso de desconexión no se supeditarán a las instituciones del Estado español”, reza literalmente la declaración.

Así pues, ¿a qué venía ahora que Junqueras presentase unos presupuestos potencialmente respetuosos con el marco jurídico del Estado español? ¿A santo de qué se comprometía el Gobierno “posautonómico y preindependiente” de Puigdemont a cumplir con el objetivo de déficit marcado por el Gobierno central para un Gobierno autonómico? ¿Qué sentido tenía que los presupuestos de Junqueras no incluyeran ciertos impuestos por el mero hecho de estar suspendidos por un Tribunal Constitucional que, de acuerdo con la resolución parlamentaria aprobada por Junts pel Sí y la CUP, no tiene jurisdicción en Cataluña? Pero, ¿no habíamos quedado en que íbamos a desobedecer a las instituciones españolas?, se pregunta, con razón, la CUP, que se dejó embelesar por el discurso irredentista de los líderes de Junts pel Sí y que ahora se siente traicionada por su titubeante compromiso con la ruptura unilateral, pactado por ambas formaciones.

Resulta difícil atribuir coherencia a la CUP, que identifica la nación con lo que ellos llaman Países Catalanes, pero que está dispuesta a proclamar la independencia de una parte de esa nación incluso en contra de la mayoría de la población de esa parte. Pero está claro que está siendo en todo momento consecuente con sus compromisos parlamentarios de desprecio a la legalidad democrática. Denuncia que sus socios parlamentarios se están arredrando, y probablemente tengan razón. Para la CUP, desde la irresponsabilidad de un Parlamento bloqueado por un proceso imposible, el show debe continuar; pero Junts pel Sí, acuciado por la inexorable responsabilidad de gobernar, se da de bruces a diario con la realidad y ya solo queda que reconozcan públicamente que el proceso está agotado.

Pero volviendo al principio de este artículo, la CUP no tiene la culpa de que no haya presupuestos ni del fracaso del proceso. En todo caso, la tendrían los partidos que conforman Junts pel Sí, fundamentalmente CDC y ERC, que llevan años fomentando el menosprecio a la ley y azuzando la confrontación con el resto de España y que hace ahora seis meses decidieron poner Cataluña en manos de un partido de extrema izquierda antisistema, antiespañol y antieuropeo. A pesar de que sabían que no contaban con una mayoría social a favor de la secesión, decidieron primar su coincidencia teleológica con la CUP, el partido más minoritario de la Cámara catalana, en lugar de explorar otros acuerdos con formaciones más representativas de la sociedad catalana. Los nacionalistas sistémicos se negaron entonces a reconocer la pluralidad de Cataluña, reduciéndola a la pluralidad del independentismo catalán. Ahora, con los presupuestos, han perseverado en el error y han sido incapaces de ver más allá de su correspondencia finalista con la CUP, que, ante tan generosa miopía, les recuerda de continuo que el fin justifica los medios.

Aunque, bien mirado, en el fondo el proceso no lo echan por tierra ni la CUP ni quienes ponen Cataluña en sus manos, sino, sobre todo, la diversidad constitutiva de la sociedad catalana y la inexistencia en Cataluña de una mayoría social cualificada y sostenida en el tiempo a favor de la ruptura con el resto de España. Los dirigentes de Junts pel Sí lo saben, pero por ahora no parecen dispuestos a reconocerlo: prefieren utilizar a la CUP como chivo expiatorio, culpándola de malbaratar un proceso en realidad invalidado por la fuerza de los hechos. Así las cosas, parece evidente que la única salida posible al marasmo político en que la prolongación del proceso nos ha sumido a los catalanes es volver a pasar pronto por las urnas.

Ignacio Martín Blanco es periodista y politólogo.

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