La cura y la palabra

Debemos a Sexto Empírico la preservación de este bello pasaje de su antecesor en seiscientos años, Herófilo, médico calcedonio del siglo III a. de C., cuya obra, sobre la cual fundaban los griegos su canon anatómico, se ha perdido para nosotros: «La ciencia y el arte no tienen nada que enseñar, el ánimo es incapaz de esfuerzo, la riqueza inútil y la elocuencia ineficaz, si falta la salud».

La lectura del siempre cauteloso Sexto Empírico (o sea, «Sexto el Médico») me ha vuelto a la memoria, con el consuelo que da siempre la seca inteligencia en este cenagal de conspiratorias supersticiones que pugnan por abrirse paso en torno al único instrumento con el que contamos hoy para defender la salud humana frente a la pandemia: la universal campaña de vacunaciones. Porque no, no es una inocente superstición cualquiera, esta de los anti-vacunadores. Es una de esas variedades, por desgracia muy frecuentes, en las que la superstición es vía directa al homicidio. Y que, en este caso, podría disparar cifras de muerte con escasos precedentes inmediatos, fuera de los tiempos de guerra.

La cura y la palabraHe invertido dos horas y pico de mi tiempo en embaularme el documental «Hold-Up», esa Summa visual del negacionismo, y algo más en leer el Great Reseat, a cuyo fundamento se acoge. Son dos productos bien manufacturados: eso los hace letales para espíritus simples o sencillamente ansiosos de ser convencidos. Un brillante empaquetado que envuelve la misma nada sobre la cual alzan su firmeza todas las supersticiones: «...demuéstreme que no hay conspiración, que las vacunas no matan, que no inoculan chips misteriosos que nos roboticen, que no hay una camarilla de todopoderosos malísimos que planifica esclavizar a la humanidad tras diezmarla...». Y, como argumento supremo, la carta de Monseñor Viganò, un cardenal separado por el Vaticano de sus funciones en virtud de su más que notable extravagancia doctrinal, que advierte al presidente Trump «en esta hora en la que el destino del mundo entero está amenazado por una conspiración global contra Dios y contra la humanidad».

Naturalmente, no hay respuesta a una pregunta majadera. Salvo la de llamar majadero a quien la formula. Y que la petición de demostrar una proposición negativa es una majadería, lo sabemos desde, por lo menos, los escritos lógicos de Aristóteles. Aunque su forma definitiva pertenezca al Guillermo de Ockham que lo formula como ese principio de economía conceptual al cual Bertrand Russell, en homenaje al filósofo del siglo XIV, dará el brillante nombre de «navaja de afeitar de Ockham»: entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem, no hay que multiplicar los entes innecesariamente. No se demuestra una proposición negativa; ni se refuta, por tanto. Sólo se puede operar -para lo uno como para lo otro- con proposiciones afirmativas. Es el fundamento de las ciencias empíricas; también lo es de la juridicidad moderna: la carga de la prueba recae sobre la afirmación; el «no culpable» se da como supuesto allá donde el hecho no ha sido probado; pero no se demuestra jamás una «no culpabilidad»: admitir lo contrario destruiría la racionalidad jurídica.

¿Son inocuas las vacunas? Esperemos que no; si es que esperamos que protejan. No hay medicamento inocuo. De serlo, no sería medicamento: sería magia. Lo mismo que cura, mata, enseñaban hace dos mil quinientos años los tratados hipocráticos. Según tenues matices en las dosis, que corresponde a la investigación farmacológica fijar: en esa tenue línea se juega la vida de los hombres. Pero no existe tampoco palabra inocua. Ni, aún menos, retórica inofensiva. En el modo de hablar acerca de los fármacos se decide, tanto cuanto en los fármacos mismos, la frontera entre vida y muerte.

Pero la transmisión de los enunciados científicos se vehicula en el lenguaje común: una retórica en la cual lo persuasivo prima sobre lo riguroso, el deseo sobre el conocimiento. No es nuevo el dilema que enreda al médico en los laberintos y trampas del orador. En lo que yo conozco, es Platón quien le da primera formulación canónica. Sócrates se presenta ante el supremo maestro de retórica, Gorgias, que acaba de llegar a Atenas para atesorar discípulos en torno a una promesa de aprendizaje: la del discurso como arma que todo lo puede. «No todo», objeta Sócrates. «Todo», replica Gorgias. Y lo ilustra con un ejemplo: «Cada vez que he acompañado a mi hermano el médico a ver a un paciente.., he sido yo quien ha conseguido convencerlo de tratarse, con sólo la ayuda de la retórica». Concluye, en buena lógica, que «si un médico y un orador entablan combate en la asamblea sobre cuál de los dos ha de ser elegido como médico, yo te aseguro que no se hará ningún caso del médico y, si él lo quiere, saldrá elegido el orador». En el mundo analfabetizado del siglo XXI, no hace falta ya siquiera orador, cualquier charlatán basta; o cualquier político. Televisores y redes se encargan de mostrar que es mediodía a medianoche.

En Francia, el presidente Macron ha anunciado la creación de un comité mixto de ciudadanos y expertos, cuya misión será controlar la administración de las vacunas. Es una sabia medida: retórica, si se quiere, pero sabia. Porque permitirá oponer la palabra tasada de los técnicos a la verborrea complaciente de locutores, influencers y youtubers. Es de supervivencia que sean los criterios clínicos y no los deseos de ciudadanos en diversa medida ignorantes los que construyan la reflexión colectiva en este momento crítico.

Los que tienen mi edad no olvidarán jamás los destrozos irreversibles que la polio hizo en tantos de nuestros amigos de infancia. Ni olvidarán cómo unos pocos años de vacunación borraron casi su memoria. Nuestros hijos habrán de recordar un día el trance en el cual vieron borrar a toda una generación: la de sus abuelos. Esperemos que no deban odiar a quienes pusieron trabas para acabar con eso. Y que vuelvan a saber evocar el fundamento del arte hipocrático: «La vida es corta y el arte es largo; la oportunidad, fugaz; el experimento, peligroso; el juicio, difícil. No obstante, debemos estar preparados, no sólo para cumplir con nuestro deber, sino también para que el paciente, los servidores y las circunstancias cooperen». Porque peligros y dificultades son necesaria condición de nuestra fugaz supervivencia.

Gabriel Albiac es filósofo.

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