La curiosidad mata al juez

José Saramago, en su famosa novela Todos los nombres, cuenta la historia de un solitario funcionario del Registro Civil propenso a confeccionar fichas de personas famosas; un día, por casualidad, da con la ficha de una mujer desconocida y, acuciado por su curiosidad, decide llevar a cabo una detallada investigación sobre su vida, a la que dedica la mayor parte de su tiempo, para lo cual es capaz de ingeniárselas con tal de obtener cualquier información que le conduzca al paradero de aquélla.

Algo parecido les ocurre a algunos jueces de instrucción. Desde que la corrupción política apareció en nuestras vidas, malogrando nuestras instituciones, no ha habido en nuestro país un funcionario con tanta influencia política. Animados por un comprensible afán de exhaustividad, han llegado en ocasiones a convertir el sumario en una sucesión interminable de diligencias, de forma que, inadvertidamente, ha acabado convirtiendo la fase de investigación en un estorbo burocrático que para lo único que sirve es para prolongar el sufrimiento de las víctimas y menoscabar las garantías procesales de quienes, como imputados o investigados, se ven obligados a comparecer ante los tribunales.

Una introspección colectiva, sincera y deliberadamente ajena a los prejuicios que a menudo condicionan este tipo de análisis, seguramente nos llevaría a reconocer que nuestro sistema debería ser más acusatorio de lo que es en la actualidad y que muchas veces la resistencia a cambiar responde a otras razones, entre las cuales no es la menor el temor a perder la capacidad de influir de quienes no han dejado de tenerla desde que Napoleón se percatara de que había alguien tan poderoso o más que el emperador: los jueces de instrucción.

La lucha frente al delito no puede quedar enturbiada por un proceso penal que sigue desestructurado, donde la ligereza y la precipitación con la que en ocasiones se actúa, empañan gravemente la efectividad del sistema de garantías básicas que las sociedades modernas confieren a sus ciudadanos. En este sentido, el proceso penal español no goza de buena salud, al menos en esta etapa preliminar al juicio, que es precisamente donde debería existir una clara definición de principios y criterios de actuación de quienes intervienen en ella.

La instrucción confiada a los jueces de instrucción, a pesar los excelentes servicios que han prestado, se ha revelado en algunos casos bastante disfuncional, al menos desde el punto de vista de las garantías constitucionales, un problema que se ha visto agravado a medida en que se le ha ido dando más intervención a otros sujetos que en la actualidad comparten, junto al juez de instrucción, el mismo ánimo persecutorio.

Y aunque haya a quien le pueda resultar extraño, no está hecha la instrucción para la investigación, sino la investigación para la instrucción. El objeto del proceso penal no está pues para descifrar enigmas ni para salir de pesca en las turbulentas aguas de la política a ver qué pieza, separada o no, se logra sacar. No creo que sea conveniente que el destino de los ciudadanos quede a merced de quien antepone la curiosidad a su oficio de juez, por mucho que, como a aquél personaje de Saramago, le guíe un sentimiento tan noble como el amor; en este caso el amor a la justicia.

Por lo tanto, confiado lector, cuídese de no tener un día la mala fortuna de encontrarse con uno de estos jueces de instrucción a quienes la curiosidad les lleve a reparar en su existencia, porque si es así, prepárese… ¡su vida habrá cambiado!

Juan Damián Moreno, catedrático de Derecho Procesal.

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