La dacha de Lenin

A finales de 2016, visité en París la colección de pintura vanguardista Chtchoukine. En ella aludían con frecuencia a otro coetáneo ruso, también patrón de las artes, de nombre Savva Morozov (1871/1921), que fue mecenas destacado del partido bolchevique durante un tiempo y cuyo patrimonio, expropiado más tarde, me sugerían conocer si viajaba a Rusia.

Tres años después presento mis respetos en la mansión de la viuda de Morozov, en Gorka Leninskiye, a hora y media de Moscú. La historia que encierra es reveladora. Ocurrió que Lenin (1870/1924) decidió abandonar al principio de la Revolución su oscuro apartamento en el Kremlin, para trasladarse a esta dacha, situada en una frondosa alameda, con su cónyuge y su cuñada, que había confiscado precisamente a la señora Mozorov, por entonces la mujer más rica de Rusia.

Recordaba sobre el particular haber visto en Moscú, en los tiempos de Brézhnev, una fotografía engañosa que el diario «Pravda» publicaba de aquel lugar, con Lenin y Stalin sentados en unas butacas de mimbre en un modesto jardín. Por lo que veo ahora, aquel «modesto jardín» era una finca cinegética de trescientas cincuenta hectáreas donde cazaba el dictador. En la vivienda, de arquitectura neoclásica, de algo más de mil metros, los muebles eran estilo Imperio, con maderas de abedul de Carelia y caoba de palma y alfombras esparcidas de lobos siberianos. Flanqueaban la casa, donde, por cierto, murió seis años después, dos casas más, una de ellas para sus once sirvientes.

La encargada de la dacha, que parecía una figurante de la serie Chernobyl, justificaba aquella ostentación, repitiendo que a Lenin no le gustaba la opulencia, que había escogido la casa por «tener la mejor línea telefónica de la zona» y que no había deseado reformarla, ni cambiar la decoración, como le había sugerido Stalin, «porque él no era el propietario». Incongruentes eran dos cuartos de baño, de veinte metros cada uno, para Lenin y su esposa, habida cuenta de que había sido Lenin quien había prescrito, para los pisos requisados y divididos, que cada persona viviera en cinco metros cuadrados y compartiera cuarto de baño y cocina con los vecinos de escalera.

Aquel gusto de estética burguesa podría ser más chocante todavía si sumamos que Lenin se había arrogado reducir los derechos humanos a cuatro: vivienda, sanidad, trabajo y educación; y en pago al disfrute de estos derechos, muy relativos en sus prestaciones (es un eufemismo llamar «vivienda» a cinco metros cuadrados) había que renunciar de manera absoluta a una decena de ellos: pensamiento (solo los mayores no fueron perseguidos por practicar su religión), salida del país, propiedad privada (los ridículos habitáculos, encima, eran del Estado), huelga, elecciones libres, etcétera. ¿Era aquel intercambio un buen negocio?

Mucha gente, al comienzo de la Revolución, así lo pensó y una minoría nostálgica lo sigue creyendo, pero aquel indiscutible progreso en alfabetización, techo y gas subsidiado, quedó sin recorrido al cabo y alumbró un derecho nuevo: el derecho a eternizarse. Pronto parecería obvio que la prosperidad que proporcionaba la Revolución era escasa y el precio a pagar por ella, excesivo. La falta de mercado, de competencia e incentivos, frenaba el desarrollo de buenos profesionales, productos de calidad y emprendimiento. Por parecida razón, la sanidad era más preventiva y paliativa que de novedad terapéutica (salvo la clínica del Kremlin) pues solo Occidente invertía en la investigación de los grandes fármacos. Las nuevas casas construidas eran bloques de hormigón prefabricados que llegaron a reducir los cuatro metros de altura iniciales a dos y medio; la excentricidad de situarlas en las zonas más elegantes para hacer omnipresente la presencia proletaria, como hicieron en la bellísima zona Pushkin, a las afueras de San Petersburgo, lograba que los campesinos se sintieran desubicados.

Cuando se produjo el asalto al Palacio de Invierno, Lenin ordenó que no se profanara nada del Hermitage para que el pueblo viera cómo vivían los ricos. Ahora, después de la caída de la Unión Soviética, es una ironía que se pueda comprobar cómo vivió él y, mayor burla si cabe, encontrarse con el medallón de su efigie en una fachada de los bajos del Metropol, lujoso hotel art nouveau de cinco estrellas, que recuerda que allí residió (1918) y en donde de forma adventicia y caprichosa lo escoltan dos camaradas fashion: las firmas Valentino y Rolex.

En Rusia sigue habiendo cierta benevolencia con Lenin, lo contrario sería deslegitimar el poder de sus herederos. Nadie olvida, empero, que en los últimos meses de la Unión Soviética, aquel sistema resultó tan disparatado que se llegaron a pagar las nóminas con clavos para su trueque por alimentos; como tampoco nadie olvida el primer día de recobrada libertad en que Rusia se convirtió en un gigantesco y humillante mercadillo donde la gente, perpleja, vendía en la calle los pantalones del abuelo. Símbolo de aquella decadencia es la venida a menos de los restos embalsamados de Lenin en los subterráneos del Kremlin. Hace cuarenta años me llamaron la atención por su solemnidad, buen aspecto y cuidada perilla rojiza, pero ahora son un decepcionante reclamo para turistas chinos.

El leninismo hoy se disfraza porque ha demostrado su impotencia ya que, superada la precariedad extrema, no tiene nada que ofrecer. Crear una clase media, que sería el próximo paso, no les aportaría votos, y las canonjías que brindaba las cubre en exceso y en un ambiente más respirable el capitalismo más autocrático. Se puede discutir si algunos partidos conservadores se aprovechan de los ricos, pero el leninismo se perpetuó en el poder gracias al hecho de haberse aprovechado de los pobres; cinismo desconcertante que se palpa en cada estancia de la dacha de su fundador. Su ideología recuerda el silvestrismo de proporcionar un poco de comida al jilguero, pero no tanta como para que pueda volar.

Pero…, déjenme terminar la historia melancólica de la señora Morozova. ¿Qué fue de ella? La encargada de la dacha aseguraba, incómoda, no saberlo. Pero la traductora manifestó que mientras el nazismo practicó el genocidio con los judíos, el comunismo exterminó a la gente pudiente. La señora Morozova, una vez arrancada de su casa de campo, no tuvo derecho ni a hospital, ni a vivienda, ni a escuela, ni a trabajo, y lo mejor que pudo hacer, si quería seguir viviendo, era desaparecer, en este caso en las afueras, en una cabaña sin electricidad ni agua corriente, ayudada por unos familiares. Su casa del centro de Moscú, una joya neogótica impactante, también incautada por Lenin, pasó a pertenecer al Ministerio de Asuntos Exteriores que la señorea orgulloso en las grandes recepciones.

José Félix Pérez-Orive Carceller es abogado.

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