La danza de la conquista

Por Antonio Elorza, catedrático de Ciencia Política (EL PAÍS, 24/01/06):

El mismo día en que el aimara Evo Morales se presentaba en Madrid como presidente electo de Bolivia, el presidente mexicano Fox y el subcomandante Marcos convertían en su país a los indígenas en protagonistas de sus mensajes. Al llegar a la ciudad de Palenque acompañado de cinco mil indios, Marcos asumía nada menos que la identidad maya ante un auditorio en el cual no faltaban atónitos turistas, a quienes calificó de "grandes ricos capitalistas" interesados sólo por "una cultura muerta", cuando "nosotros indígenas mayas" seguimos viviendo y además gritando el rechazo al neoliberalismo. Unas horas más tarde dirigía sus dardos, con una violencia inusual, contra el PRI, acusado nada menos que de crecer "sobre la sangre, la humillación y la muerte de los indígenas de México". Por su parte, en una visita a dos de los poblados indígenas más pobres del país, Fox cumplía el ritual de dormir en un albergue comunitario y platicar con quienes no salían de su asombro al ver ante ellos en persona al primer mandatario del país. Denunció "el olvido histórico, lo que no se hizo en el pasado", y propuso que sus interlocutores le "jalasen" (tirasen) las orejas si incumplía sus compromisos.

Captación revolucionaria por un lado, paternalismo integrador de otro. El escenario no es nuevo en la política mexicana, donde el indigenismo desempeñó un papel central para la refundación de la nacionalidad en la primera mitad del siglo XX, sin que el valor de las realizaciones estéticas en él inspiradas, con Diego Rivera al frente, tuviese su contrapartida en una atención efectiva a las necesidades de los pueblos. Hoy la voluntad de instrumentalizar la imagen del buen indio sigue de hecho vigente, pero al mismo tiempo, no sólo en México, sino en todos los países hispanoamericanos donde perviven fuertes minorías indígenas, crece el papel del indigenismo -o del indianismo- entendido como voluntad de afirmar la propia identidad y alcanzar el protagonismo político. Es como si por fin, después de quinientos años, el orden jerárquico de la sociedad de castas surgida de la conquista estuviera a punto de ser invertido.

Los números abren o cierran esa posibilidad. El principal obstáculo con que tropieza el indianismo político en México no es otro que la condición marginal y minoritaria de las comunidades indígenas en el conjunto del país. No en vano el epicentro se sitúa en una región de Chiapas donde la proporción de indios es mayoritaria, lo mismo que sucede en Bolivia, Perú y Guatemala, y no está lejos de suceder en Ecuador, justamente los países en que la reivindicación política adquiere una mayor fuerza.

En el origen estuvo la conquista, y tal vez por eso mismo la abolición simbólica de ese acontecimiento, juzgado nefasto por los movimientos indigenistas, constituye un denominador común de sus aspiraciones. La entrada en escena del zapatismo en Chiapas tuvo lugar con la ocupación pacífica de la capital histórica, San Cristóbal, el 12 de octubre de 1992, en cuyo curso fue derribada la estatua del conquistador español Mazariegos. Nunca luego repuesta. Fue también la fecha en que los militantes indígenas ecuatorianos fundaron el movimiento Pachacutik, que en su nombre revela ya el propósito de restaurar el orden de la tierra sagrada, del periodo incaico, eliminando el régimen de opresión instaurado por la conquista española. La necesidad de expresar ese rechazo alcanza a la citada vestimenta de Evo Morales, en su reciente visita a España. El "sencillo jersey", o chompa, representaba en su policromía una discreta evocación de los colores de la wifala, la enseña arco iris de las comunidades andinas, opuesta a los símbolos del legado colonial.

Hay un hilo conductor que enlaza ese traumático establecimiento del poder español con el presente. Al lado de las destrucciones y de la explotación secular, el colonialismo hispano introdujo desde sus primeros pasos una notable capacidad de autocrítica. Y no sólo en la obra de Las Casas. El obispo Vasco de Quiroga denunciaba "la miserable y dura cautividad en que nosotros los españoles los ponemos" para que "vivan muriendo y mueran viviendo como desesperados". De los supervivientes de las élites indígenas, culturalmente hispanizadas, pudo surgir una denuncia tan excepcional como la Nueva crónica y buen gobierno, de Guamán Poma de Ayala. La evangelización fue la coartada de la dominación, pero al mismo tiempo proporcionó medios para desenmascararla. No en vano los levantamientos indígenas en Chiapas, entre los siglos XVI y XVIII, tendían a presentar a los indios como auténticos cristianos y a los españoles como judíos, enemigos de la religión. Y las prácticas religiosas hicieron posible en tierras mayas de Guatemala la autoorganización de los indígenas en el seno de las cofradías.

La existencia de las cofradías estaba asociada a la preparación de las fiestas, y es el marco de estas últimas donde tiene lugar la manifestación que de modo más nítido refleja la interiorización del hecho, y del trauma, de la conquista por parte de las colectividades indígenas. Según describiera Nathan Wachtel, desde México y Guatemala a Perú y Bolivia, aquí centradas en la tragedia de Atahualpa, las danzas de la conquista ofrecen la versión ritual de la confrontación entre invasores y autóctonos, provistos los primeros de la superioridad militar y de la fe religiosa. En la versión tradicional mesoamericana se cierran con el happy end de la conversión, signo indirecto de la sumisión aceptada. Sin embargo, la presentación de los contendientes no ofrece dudas en cuanto a su valoración: la positiva corresponde a los indígenas y a sus jefes, en tanto que los conquistadores exhiben máscaras grotescas o anuncian destrucciones brutales. Incluso el final feliz religioso resulta acompañado de un grito de desesperación. Así, en el baile de la conquista de los mayas quichés en Guatemala: "Desde hoy pues quedaremos / bajo el yugo de la tiranía española", anuncia un notable quiché tras la derrota. Todos se lamentan por la muerte de Atahualpa en la representación andina y Pizarro queda maldito. La resignación aparente de los vencidos incita a preservar la propia identidad, así como a restaurar el orden cósmico y social destruido por los españoles.

El sincretismo se convirtió en tapadera de la identidad religiosa y cultural, como aún puede hoy contemplarse de modo espectacular en la zona de Chichicastenango y del lago Atitlan en Guatemala, o en Chamula y Zinacantan en Chiapas. Nada tiene de extraño que en una coyuntura de alta conflictividad agraria, y de auge de las organizaciones campesinas, en torno al obispo Samuel Ruiz surgiera en los años setenta un intento de impulsar la movilización de los indígenas chiapanecos con las viejas metas de abolir la explotación ejercida por los ladinos e instaurar el orden armónico del reinado de Cristo sobre la tierra, desde un marco apocalíptico. Es un objetivo comparable al que hoy abrigan los grupos indigenistas radicales de Bolivia, tipo Pachacutik de Felipe Quispe -a no confundir con el ecuatoriano-, sólo que la armonía supuestamente recuperada aquí tiene lugar al amparo de Pachamama, la madre-tierra.

El hecho es que gracias a la cohesión de las comunidades rurales, favorecida la lengua propia, las creencias religiosas y el sentimiento general de vivir humillados, la identidad indígena sobrevivió en buen número de espacios americanos. El relevo de los gobernantes coloniales por las elites criollas no invirtió el sentido de la dominación, y en los propios procesos de independencia pudo apreciarse, singularmente en el área andina, pero también en México y Guatemala, el temor a la insurrección de los de abajo. Donde la población blanca era escasa, los ladinos ocuparon el papel de casta dominante, generando en Guatemala y en la vecina Chiapas un enfrentamiento que dura hasta hoy. En la violenta guerra de castas del Yucatán, de 1847, los adversarios principales de los mayas sublevados son los ladinos. Ello explica el sentido del levantamiento zapatista al volcar los indígenas sobre la ciudad ladina San Cristóbal, donde los indios sufrieron siglos de discriminación, en la jerarquía y en los usos sociales. Su compensación residía en la idea de superioridad esencial indígena al proclamar que los tales ladinos, los caxlanes, eran seres inferiores, pues descendían de un indio y una perra. Se trata de un sentimiento de autoafirmación común entre las comunidades indígenas del continente, de acuerdo con la regla de exaltación del propio grupo que definiera Lévi-Strauss en Raza e historia: los crees canadienses se autodenominan "los verdaderos hombres", los zapotecas son "quienes dicen la verdad" y los quechuas resultan definidos por su lengua (shimi) propia, son runashimi, los dotados de una forma de vida o runa, inalcanzable por otros grupos humanos. Etcétera. De ahí la tendencia a una inversión de la discriminación, que al fundirse con el nacionalismo moderno, resulta en la xenofobia y en la agresividad frente al otro. Ante todo contra criollos y mestizos, pero también puede ser contra el extranjero, si es chileno. Se trata de un rasgo observable en movimientos como el Etnocacerista de los hermanos Humala, hoy en ascenso político entre militares e indígenas de Perú.

La forma radical de protesta indígena, antes y después de las independencias, fue la insurrección, siempre ahogada en sangre. En las más importantes nunca faltaron los elementos religiosos y la utilización de referencias que evocaban un pasado armónico y glorioso, anterior a la servidumbre colonial. Los cambios económicos y políticos del último medio siglo abrieron el camino a nuevas formas de acción. Con la entrada en escena de relaciones capitalistas, más la intervención directa del Estado, las posibilidades de asociación y el ingreso progresivo en el circuito de los medios de comunicación, fue posible una relativa superación del aislamiento. El ejemplo clásico es Chiapas, donde un proceso asociativo de las comunidades, infiltrado e impulsado por los propagandistas de la Iglesia primero, y por las minorías activas de origen urbano e izquierdista más tarde, desembocó en la insurrección zapatista al alborear 1994. Luego Marcos pudo diseñar desde esa plataforma el vistoso proyecto de una revolución virtual frente a la globalización. Simple fogonazo. El indio entonces quedó en buena medida reducido al papel de un referente mítico, como el personaje del viejo Antonio de los escritos de Marcos, una vez limitados los reductos zapatistas a la mera supervivencia bajo un cerco militar, pero por lo menos la cuestión indígena no puede ser ya retirada de la agenda en México.

Los indigenismos del área andina cuentan con mayores recursos disponibles. Responden a una fuerte presencia demográfica, tienen ya forjado el punto de apoyo a la vez utópico y arcaizante de la cosmovisión prehispánica, engarzan con intereses económicos muy concretos, tales como la defensa del cultivo de la coca y disfrutan para su reivindicación a la vez étnica y nacionalista de un marco favorable: regímenes democráticos que además contemplaron el fracaso de las burguesías criollas, enfeudadas al "águila temible". Por si esto no bastara, ahí está el bolivarismo de Chávez, fuente de apoyos económicos y políticos, y proveedor de útiles recetas de desestabilización. Bajo el denominador común de la voluntad de poder indígena, los contenidos ideológicos son muy variados, sin que falte la propuesta enunciada por el mallku (cóndor) Quispe de romper las actuales fronteras con un Estado aimara. En cualquier caso, se ha puesto en marcha un proceso orientado a cambiar irreversiblemente el desenlace de la danza de la conquista.