La danza sobre el volcán

Una famosa novela alemana publicada en 1928, después de la Primera Guerra Mundial, por Erich Maria Remarque, narra el último día del conflicto: un recluta novato, al final de esta inútil carnicería, muere al ser alcanzado por una bala perdida. El título, Sin novedad en el frente, está grabado en nuestros recuerdos. Y tanto el título como el argumento me vienen a la memoria en el momento en que nos invitan a renovar el Parlamento Europeo. En apariencia, en Occidente, sin novedad en el frente: Europa ha alcanzado la edad de la madurez y este Parlamento se renueva por octava vez desde su fundación. Gracias a esta Unión Europea, nuestro continente se ha convertido en un espacio de paz y prosperidad. Los vecinos llaman a la puerta, especialmente la antigua Yugoslavia, pero también Turquía, con la esperanza de compartir nuestra relativa felicidad común. Relativa, evidentemente, pero muy real a escala del mundo y de la historia. Nuestra Europa, creación voluntarista basada en el comercio entre pueblos, un tratado en papel escrito con tinta y no con sangre -feliz contraste con los dos mil años que lo precedieron- es en la epopeya occidental el mayor éxito de la inteligencia colectiva. Se me objetará que carece de pasión y de gloria, esos afrodisíacos de la política de los que están llenos los cementerios.

Dado que nuestra Europa es producto de la razón y la filosofía de la Ilustración, es cierto que no puede satisfacer los nacionalismos y los populismos. Sin novedad en el frente, excepto el resurgimiento de estas pasiones. Más allá de las etiquetas de partidos aparentemente antiguos y nuevos, podemos agrupar esta tentación de exceso, este rechazo de la razón, bajo el término genérico de democracia «iliberal». En este campo que no coincide con la división entre derecha e izquierda, sino con la oposición, más profunda, entre sociedad abierta y sociedad cerrada, estamos llamados a votar para, en nombre de los ciudadanos, suprimir la mayoría de las libertades: la de expresión, la de cruzar fronteras, la de practicar el culto que cada uno elija, la de acceder a una justicia independiente. ¿No ha conocido ya Europa todo esto con la «elección» de los fascistas en Italia, los nazis en Alemania y los soviéticos en Rusia?

Pero no comparemos lo que no es comparable a casi un siglo de distancia: las décadas de 1920 y 1930 fueron forjadas por guerras civiles, desplomes económicos, revueltas coloniales e ideologías milenaristas. Por el contrario, el «iliberalismo» de hoy afecta a sociedades más bien pacíficas y prósperas; su único, pero significativo, punto en común con los totalitarismos anteriores es el rechazo del otro. Sabemos que toda ideología se basa en dos fundamentos: un proyecto de redención universal y la exclusión de extranjeros, forasteros, enemigos de clase, traidores a la patria, etcétera.

Pero los «iliberales» no tienen realmente un proyecto, sino solo odio. Al obligarme a leer sus programas, limitándome a Francia, por ejemplo, descubro que los candidatos de la derecha conservadora y de la derecha populista reafirman los orígenes «judeocristianos» de Europa, excluyendo a todos los demás sin nombrarlos, y rechazan cualquier inmigración que no sea de inspiración «grecorromana» (programa del partido Los Republicanos), lo que sin duda excluye a los indios, los africanos y los chinos. El postulado de los programas iliberales es el miedo a la «sustitución» de los europeos originarios por pueblos de color, lo que, demográficamente, carece de fundamento. Hungría, que tiene un régimen iliberal, es el país europeo más hostil a la inmigración, que allí no existe. Odio al otro, pero también odio al progreso: los Verdes fundamentalistas, obviamente iliberales, y cada vez más influyentes en Europa, prefieren la naturaleza a la humanidad, y si tuvieran el poder de hacerlo, nos reducirían al estado vegetativo. Los independentistas regionalistas de Escocia o Cataluña, también son primos del «iliberalismo», ya que pretenden sustituir la diversidad cultural que funda Europa por una identidad étnica.

El «iliberalismo», sin más proyecto que el de excluir, rompe también con otra gran tradición europea, la del universalismo. Los europeos siempre han mirado el mundo que los rodea con el fin de evangelizarlo y colonizarlo. Esta relación con el mundo se ha transformado, desde hace cincuenta años, en un mensaje humanista: Europa lleva en sí misma valores que consideramos universales, los derechos humanos y la democracia. ¿Pero sigue siendo así? ¿Quién denuncia en Europa el encarcelamiento de un millón de uigures en China o la masacre diaria de civiles sirios por parte de Bashar al Assad, el verdugo de Damasco? Los iliberales que ahora colonizan los medios de comunicación, razonando como Putin, Trump y Xi Jinping, consideran que cualquiera puede asesinar en su casa impunemente. Pero entonces, ¿qué es Europa? ¿Cerramos el Tribunal Europeo de Derechos Humanos? ¿Disolvemos el Tribunal de La Haya, que se supone debe juzgar los crímenes de lesa humanidad? ¿Y la ONU, para qué sirve? Está dirigida por un político portugués que acaba de declarar que la principal amenaza actual es la disminución de la biodiversidad; ¿qué piensan al respecto los sirios? El progreso del «iliberalismo» lo es también de la estupidez.

Para aquellos que creyeron que Europa ya estaba conquistada, debemos reconocer que hay algo nuevo en Occidente, y que es preocupante. Las elecciones al Parlamento Europeo permitirán medir el aumento de este sentimiento iliberal, más significativo, en mi opinión, que la división entre derecha e izquierda.

Guy Sorman

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