La débil unanimidad de Marchena y el turrón de Junqueras, en casa

La respuesta del Estado de Derecho a la más grave vulneración de derechos fundamentales promovida en un Parlamento occidental europeo desde la Segunda Guerra Mundial es decepcionante.

Los presuntos rebeldes, ahora solo sediciosos, derogaron la Constitución con sus propias normas, la sustituyeron arbitrariamente por un régimen alternativo de poder autoritario y utilizaron la fuerza de la masa, movilizada con la ayuda de los medios de comunicación públicos y entidades fuertemente subvencionadas, para imponerlo por la vía de los hechos.

El Tribunal Supremo de España, sin embargo, considera que esos comportamientos, padecidos como un trance existencial del país desde el último ciudadano a la Corona, no representaron un delito contra el orden constitucional, sino una mera alteración del orden público, aunque sea en su modalidad más grave.

Lo relevante de la sentencia no está en su penalidad: nadie espera que los condenados la cumplan ni siquiera en un porcentaje significativo. Está en el mensaje de traducción política que envía el Alto Tribunal cuando evita calificar los hechos como lo que fueron: una rebelión.

La supuesta inidoneidad de la violencia que argumenta la Sala es muy discutible en tanto que existe prueba notoria de que los líderes del 1-O contemplaron la que se produjo como necesaria para alcanzar sus fines en una reunión con los Mossos el 28 de septiembre, pero en todo caso esa observación podía haberse solventado aplicando una forma imperfecta de ejecución del delito (la conspiración para la rebelión, por ejemplo), que además habría implicado probablemente una pena más baja.

La esencial distinción entre la rebelión y la sedición reside en el elemento finalista del delito. En el caso de la primera, se comete con el objetivo de "derogar, suspender o modificar total o parcialmente la Constitución" o "declarar la independencia de una parte del territorio nacional". Es decir, basta con orientar la conducta hacia esos fines: no es necesario que se llegue a declarar la independencia para que se consume. Y la declararon.

Para salvar esos obstáculos, el ponente Manuel Marchena utiliza un 'dumping' argumental que sostiene que la violencia ejecutada no se dirigía a "lograr la secesión", sino "a crear un clima o un escenario en el que se haga más viable una ulterior negociación", sin que exista ni una sola evidencia de que Carles Puigdemont intentase algo siquiera parecido con el Gobierno de Mariano Rajoy después del 1-O.

Y afirma igualmente que la independencia no era sino una "ensoñación" que no era viable "jurídicamente", olvidando que la práctica totalidad de las secesiones en el último medio siglo se han producido por la vía de los hechos, la necesidad en la que se vio el Estado de aplicar el artículo 155 para restablecer el orden constitucional, la intervención del Rey y la huida de más de 5.000 empresas ante el escenario de incertidumbre e inseguridad jurídica.

En el análisis de los hechos en el Supremo habían participado hasta ahora el juez instructor, Pablo Llarena; una Sala de Apelación de tres magistrados que confirmó los procesamientos con un auto prodigio de prosa jurídica de Alberto Jorge, infinitamente más solvente que la sentencia de Marchena, y cuatro fiscales de Sala con el respaldo de su teniente fiscal y tres sucesivos fiscales generales. En total, 12 juristas de la máxima categoría sin que ninguno de ellos manifestase ninguna duda acerca de que existió una rebelión.

No deja de resultar llamativo que ahora los siete magistrados de la Sala de enjuiciamiento vean otro delito de naturaleza distinta, sin ninguna discrepancia.

La unanimidad es el recurso de quienes temen alzar su propia voz, expresarla individualmente, asumir su responsabilidad. Necesariamente siempre se negocia a la baja: por eso la ley recoge que la formación de la voluntad de los órganos colegiados se hace por mayoría y no por unanimidad.

Es inimaginable que Estrasburgo se hubiera atrevido a enmendar o cuestionar la calificación jurídica emitida por el Tribunal Supremo de España por muchos votos discrepantes que se hubieran emitido. En este caso, además, el cambio unánime de criterio alimenta las peores sospechas porque se produce en el sentido que más interesa al Gobierno, que lo había promocionado a través del recurso de doblarle el brazo a la Abogacía del Estado para debilitar la posición de la Fiscalía, y está pendiente de renovarse la presidencia del Poder Judicial, a la que aspiraría el propio Marchena.

La Sala evita, en una última concesión, aceptar la petición de los fiscales de impedir el acceso de los condenados al tercer grado antes de que se cumpla la mitad de la pena para no pronunciarse sobre su "peligrosidad" y porque han quedado inhabilitados. Es decir que, a la vista del antecedente de Oriol Pujol, la Generalitat podrá conceder a Oriol Junqueras un segundo grado en régimen abierto en cualquier momento. Y aunque no podrá ser cargo público, sí podrá dar mítines: él, que se ha reafirmado en que "lo volvería a hacer". Y el turrón, en casa.

La unanimidad perseguida y alcanzada por Marchena es el último síntoma de debilidad del Estado frente al desafío secesionista catalán, como antes lo fueron la pasividad de Mariano Rajoy mientras el golpe se desarrollaba ante sus ojos, la soledad de Pablo Llarena mientras todo un ministro de Hacienda torpedeaba su trabajo o la genuflexión de Pedralbes en vísperas del juicio, entre otras maniobras del Gobierno de Pedro Sánchez que contribuyeron a legitimar el mensaje subversivo de los independentistas.

Con todo, no estamos ante un fracaso absoluto. La respuesta puede no haber estado a la altura, pero el resultado está lejos de constituir un mensaje de impunidad.

El Estado de Derecho, con sus achaques, está dispuesto a defenderse y el posicionamiento indiscutible de la opinión pública española condicionará cualquier salida política que quiera darse a la situación de Cataluña: no habrá ninguna solución de concordia que no pase por la garantía de la lealtad de las instituciones catalanas y el aseguramiento de los derechos fundamentales de todos los ciudadanos, empezando por los que padecen la exclusión del espacio público y la marginación por su origen, sus ideas o la lengua que utilizan para comunicarse. En definitiva, más Estado en Cataluña.

Joaquín Manso, periodista. Director adjunto de EL MUNDO.

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