La debilidad del fuerte

l poder blando es considerablemente más eficaz que el duro. Siempre lo ha sido, aunque solo en el siglo XX se formulara esta superioridad por pensadores accesibles a un público amplio. Se constata en las democracias liberales, que, bebiendo de fuentes antiguas, materializaron un sistema donde la ‘auctoritas’ se justifica por el cumplimiento de las reglas de juego, más allá del carácter del gobernante de turno. Hobbes inaugura la legitimación de nuestros Estados avanzados, aunque se refiriera a la superación del estado de naturaleza como ‘sociedad’ y aunque estuviera justificando el absolutismo. Las taxonomías del gran pensamiento que atraviesa los siglos son simplificaciones necesarias para el aprendizaje. Profundizado este, las líneas divisorias se atenúan o borran.

Hay otra forma de subrayar la preeminencia del poder blando. La encontramos, paradójicamente, en la principal amenaza interna de las democracias liberales. Me refiero a la radicalización deliberada, consciente, del sistema mediante la articulación de distintas causas que nunca se verán satisfechas, pues el antagonismo les es inherente. La lucha de clases ya no sirve ni siquiera a efectos analíticos. Por eso ha sido sustituida por una serie de luchas que, separadas, obedecen a una misma estrategia unificadora. Por esa vía han logrado la hegemonía cultural y, siguiendo su lógica, pondrán a nuestro sistema contra las cuerdas. Desde dentro. Es la ‘radicalización’ postulada por el profesor Ernesto Laclau, cuyas ideas han triunfado y, previsiblemente, seguirán triunfando dado que la llamada ‘derecha’ vive en la inopia, no lee al adversario, rechaza con temeraria arrogancia la batalla de las ideas y sigue sumándose a las causas fragmentarias, inconsciente de la superioridad estratégica de la izquierda, solo para que la opinión dominante no la estigmatice. Por eso Íñigo Errejón, el mejor conocedor de Laclau en la política española, tiene más futuro, pese a lo discreto de su presencia institucional, que cualquier otro líder político. O mejor dicho, sus ideas tienen más futuro. Sin tocar poder ejecutivo, está en la sala de mandos del poder blando. Esto es, del verdadero poder.

Ampliando el marco, las exhibiciones de fuerza en el plano internacional son un signo de debilidad. Ahí tenemos el triste y ridículo espectáculo del líder norcoreano, chupa de cuero y gafas de sol, junto a un pedazo de misil, el Hwasong-17, alias ‘el monstruo’. Su hambrienta población sufre una tiranía demencial. El ‘hombre fuerte’ mantiene en una irrealidad de pesadilla a cuantos tienen la desgracia de habitar dentro de sus fronteras. No es necesario estar muy familiarizado con Freud para identificar su problema y verificar que está en pleno proceso de sublimación. Doy por hecho que el lector entiende perfectamente lo que en realidad significa ese misil.

Putin es la quintaesencia del poder fuerte. Terriblemente fuerte… y condenado al fracaso. Hay que celebrar que la Unión Europea, tras largo letargo, muestre su disposición a defender sus valores con actos y no solo con palabras. Había razones para sospechar que los valores europeístas habían devenido un cansino discurso buenista. Pero, a Dios gracias, los valores seguían ahí. Esperemos que los euroescépticos tomen nota: a la hora de la verdad, el espacio moral (sí, moral), cultural y político que llamamos Occidente es más poderoso que cualquier autócrata presto a las guerras de agresión, a la devastación de ciudades, al crimen de guerra masivo y a la amenaza existencial del planeta. Nadie debería olvidar, a partir de ahora, que, junto a las razones históricas, nacionales e idiosincrásicas que explican la heroica resistencia ucraniana, predomina un núcleo ético, intangible, que hace imposible en la práctica someter a ese país al que el gran hombre fuerte infravaloraba: la absoluta asunción por los ucranianos de todos aquellos valores propios de la democracia liberal que la Unión Europea representa. Al cabo, todo empezó con el Euromaidán. El mejor europeísmo, que no se contradice con el principio de soberanía, lo encarna Ucrania. Los europeos estamos en deuda con ellos, nos han recordado el valor de los valores.

Mientras, ajenos a lo evidente, incapaces de admitir que la democracia liberal era algo más que una colección de blandenguerías, nuestros residuos putinescos se mantienen en sus trece, seducidos por el poder fuerte, que es el débil; ciegos ante las virtudes del poder blando, que es el fuerte. Lo lamento por ellos. Están digiriendo mal su error: el compromiso occidental con la legalidad internacional es cierto. Y también el principio según el cual las guerras de agresión las debe perder el agresor para ser juzgado por un tribunal internacional. La terca adhesión a Putin solo se explica (salvo que vivas en Rusia y no tengas ganas de pasar por el calabozo o por la cárcel) de dos formas: o bien tienen intereses personales que dependen del régimen despótico, o bien hay que observarlos con las gafas freudianas, como a Kim Jong-un.

Como a Kim Jong-un en miniatura. Sin su misil, pero con ganas de misil. Fascinados con Putin por oscuras razones psicológicas. Del enamoramiento por el líder agresivo, del entusiasmo por el que más amenaza, lo sabemos todo. Basta conocer la historia del siglo XX, el de los totalitarismos y los genocidios. ¿Qué adoráis exactamente en el psicópata que sigue su agenda expansionista sin contemplaciones? ¿Qué os excita en particular del tipo dispuesto a desatar una guerra en Europa resucitando los fantasmas del pasado? ¿Quizá os gustaría que os atara y os diera unos buenos azotes?

Juan Carlos Girauta

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