La decadencia de la verdad

Con motivo del Día del Libro, yo quería escribir una tribuna sobre la verdadera literatura, sobre su decadencia. A finales del siglo XX, reflexionaba Miguel Delibes: “La gran revolución de la novela en el siglo que viene debería consistir en hacerlas más breves. La escasez de pasatiempos para llenar los largos ocios del XIX inspiró la novela río (novela por entregas que en ocasiones duraba más que la vida del lector), de donde se deduce que, en un mundo como el actual, abrumado de tentaciones lúdicas, lo que procede, si aspiramos a conseguir un alto porcentaje de lectores, es darles novelas más cortas”.

Ya en el XXI, Antonio Muñoz Molina ha escrito: “Las descripciones en la literatura son casi todas inútiles porque el lector se aturde y pierde muy rápido la atención”. En esta línea, Arturo Pérez-Reverte afirma: “Hoy no puedes escribir como Balzac o Walter Scott, no puedo describir todo porque el lector se aburre. Si hablo de espías en el norte de África, la mera palabra Tánger ya me está ahorrando a mí medio libro de descripciones. Automáticamente el lector entra en el juego. Sabe, por Casablanca, cómo era el bar”.

Si los más brillantes autores piensan así y los lectores les premian comprando sus libros, es que nos acercamos al final de la verdadera literatura (los más brillantes autores exigiéndose menos para conseguir más lectores).

Sin embargo, en los letraheridos siempre palpitará un hálito de esperanza: no serán tan ciertas las frases entrecomilladas del primer párrafo si Delibes, a finales del siglo XX, escribió su libro más ambicioso, El hereje, quinientas páginas repletas de descripciones sobre las telas, los alimentos y las costumbres de la España del XVI; si el mejor libro de Muñoz Molina, La noche de los tiempos, son casi mil páginas sin apenas diálogos, con un minucioso dibujo del Madrid anterior a la Guerra Civil (“percibir los olores que habría en el interior de un taxi de Madrid un día de julio de 1936, a cuero gastado y sudado, sin duda, a la brillantina que se echaban entonces los hombres en el pelo, y de la que habrían quedado rastros en el respaldo, a tabaco, un olor a tabaco que será muy distinto del que pueda respirarse ahora”); si, en fin, una de las grandes novelas de Pérez-Reverte, Hombres buenos, tiene casi seiscientas páginas, en las que alterna diálogos vibrantes con descripciones detalladas del Madrid de Carlos III y el París anterior a la Revolución francesa.

Quería escribir una tribuna sobre la decadencia de la literatura contando anécdotas que mostraban, siquiera de manera absurda, la crisis de lectores: en una feria del libro en el Retiro, un hombre —acompañado por un perro negro— entabló una conversación con Delibes:

—Quiero que me firme este libro a mí y al perro.

Delibes se lo firmó solo a él. Al cabo de media hora el hombre volvió:

—Que no le ha firmado usted al perro.

—¿A qué perro?

—Al mío.

—Que los perros no saben leer…

—Pero se lo leo yo y a mí me entiende.

—Entonces fírmeselo usted.

—Mi letra no la va a entender.

Escritor y lector acabaron riñendo, mientras el resto de lectores que esperaba la firma protestaba por la tardanza.

En otra feria del libro, a Juan José Millás una mujer le preguntó cuánto costaba la mesa en la que tenía las novelas; y en otra, a J. J. Benítez, después de observarle durante una hora, un señor le preguntó el precio de la silla en la que estaba sentado.

Como recuerda Javier Marías, “si uno mira las listas de libros más vendidos entre 1985 y 1995 se encuentra con autores de calidad: Yourcenar, Kundera, Duras, Eco…”. A partir de los 90, según Marías, “se dio rienda suelta a los gustos más bajos en la televisión y en el cine. Y parcialmente en la literatura”.

En un suplemento cultural yo había leído un artículo sobre el padre de Javier, el filósofo Julián Marías: a los diez años (1924), Julián descubrió que el papel de escribir no era tan caro como había pensado, sino que podía permitírselo, así que compró cien cuartillas blancas con la intención de escribir una novela de aventuras ambientada en la India. ¿Qué niño, hoy en día, desea escribir una novela?

Esta historia me servía para la tribuna sobre la decadencia de la literatura, por lo que compré las memorias de don Julián, Una vida presente, cuyas primeras páginas muestran a un niño curioso que fue un lector voraz (había aprendido a leer solo). No obstante, en el capítulo II cuenta una anécdota que me hizo cambiar el enfoque de esta tribuna: a los seis años, él y su hermano (tres años mayor), detrás de la puerta del comedor, hicieron una solemne promesa: no mentir nunca. “La hice con una seriedad que no se creería posible a esa edad, y que había de condicionar el resto de mi vida”. (Ya octogenario, el filósofo aseguraba que había cumplido aquella promesa).

Tras obtener el Premio Extraordinario de Bachillerato, se matriculó en la Facultad de Filosofía y Letras: “Nuestra facultad era un oasis en una España bastante agitada por la politización”. Allí enseñaban Ortega y Gasset, Morente, Zubiri, Menéndez Pidal, Américo Castro, Sánchez-Albornoz, Julián Besteiro…

En el Madrid anterior a la Guerra Civil, “se abría paso la mentira y se perdía todo respeto a la verdad […]. Se empezó a llamar ‘fascismo’ a cualquier cosa […]. Desde el otro lado, se generalizó el nombre ‘rojo’ […]. Se pensaba, antes que en las personas y en su verdadera condición, en los rótulos o etiquetas”. Muy pocos estudiantes de aquella facultad se dejaron arrastrar por la politización y el extremismo.

La facultad fue destruida al principio de la guerra.

Durante la Guerra Civil, Marías destaca, por encima de todas, la figura del socialista Julián Besteiro, que intentó salvar vidas más allá de las ideologías. Durante la guerra, Besteiro y Marías, para poner su granito de arena blanca en la paz, buscaron “la expresión y difusión de la verdad. Era menester barrer la espesa nube de mentiras que envolvía a todos los españoles de ambas zonas […]. Era posible utilizar los medios para llegar a todos los españoles: la prensa (accesible a la zona republicana, sobre todo a Madrid) y la radio, que era oída con avidez en todas partes […]. Cubrí un amplio espectro de cuestiones: el balance real de la guerra, las conexiones internacionales, la necesidad de despojarse del espíritu de odio, y aun de beligerancia, el papel que los republicanos, aun vencidos, podrían y deberían representar en la paz”.

Perdida la guerra, el Consejo de Defensa abandonó Madrid, excepto Besteiro, que moriría en la cárcel de Carmona, olvidado por casi todos.

Con la llegada del franquismo, Marías siguió leyendo vorazmente en varios idiomas, escribiendo y traduciendo: “Una densa costra de mentira cubría España desde 1936; ahora se le daba otra capa, de distinto color, pero la realidad quedaba nuevamente encubierta […]. La mera independencia era la más eficaz resistencia. Algunos creíamos que para disipar la cortina de falsedades que se cernían sobre España había que extremar la verdad”. (Por ejemplo, un periódico español publicó un gran titular en primera página en septiembre del 39: “Polonia ataca a Alemania”).

La denuncia de un antiguo compañero de estudios hizo que el filósofo acabara en una cárcel madrileña, en la que daría conferencias a los presos. Al salir de la prisión descubrió que todo estaba politizado.

Julián y su mujer Lolita fueron padres de familia numerosa. Lolita, también licenciada en Filosofía, escritora y traductora, renunció a su labor intelectual. Marías siempre tuvo claro que ella se ocupaba de lo más importante: “Yo hacía libros, estilo, literatura, doctrina; ella hacía personas”.

La pléyade de profesores universitarios había inmunizado a Marías contra el dogmatismo, en especial Ortega, que le proporcionó la máxima ampliación del horizonte mental, estableciendo conexiones entre elementos aparentemente dispersos: “Eso es la filosofía; la estoy viendo hacerse; y, en la medida en que pueda poseerla, será también mía —yo adivinaba la condición casi eucarística que tiene la verdad—”.

Ortega no escribió sus memorias, pero sí su primogénito, llamado Miguel en honor a Cervantes: Ortega y Gasset, mi padre. Miguel creció rodeado de libros. El padre “planteaba problemas para que, sin darnos cuenta, nos interesaran cosas determinadas”. En el colegio no se hablaba de política. Ya en la adolescencia, Miguel asiste a las conferencias de la Residencia de Estudiantes (Einstein, Le Corbusier…). Eran vecinos de Besteiro y Madariaga.

Sin embargo, más allá del ambiente de excelencia intelectual en el que fue educado Miguel, más allá de su prestigio como médico, más allá de la tristeza que causó en la familia la desaparición de la Residencia de Estudiantes durante la guerra, un hecho me impresionó del libro: aunque Ortega y su primogénito creían que el futuro de España sería más posible del lado nacional que del republicano, Miguel le reprocha a Franco que ha faltado a su palabra (“antes de que se tomara Madrid prometió no perseguir a nadie que no tuviera delitos de sangre y, por lo pronto, entre nuestros amigos, aparte de haber encarcelado a muchos y de juzgar y perseguir a otros, ha permitido que condenen a cadena perpetua a Julián Besteiro, viejo y con mala salud, que es un hombre bueno y que no ha hecho más que salvar vidas”). Y concluye Miguel su reflexión ante su padre: “Con un hombre que falta a su palabra, no podemos tener nosotros nada que ver”.

Yo quería escribir una tribuna sobre la verdadera literatura, sobre su decadencia, pero profundizar en las figuras de Julián Marías, Besteiro y Miguel Ortega me ha hecho lamentar la decadencia de la verdad. Tenemos un presidente del Gobierno cuya palabra no vale nada; un vicepresidente que defendía unas ideas en la oposición y defiende otras en el poder; ministros que han borrado tuits desde que pisan moqueta; Ábalos en Barajas... Incluso han mentido mucho durante la gestión del coronavirus.

Y, peor aún, tenemos miles de votantes que ya no castigan la mentira. Algunos de los políticos que nos gobiernan han sido profesores en la Facultad de Ciencias Políticas de la Complutense, politizada hasta la náusea, tan distinta de aquella facultad en la que estudió Marías.

La degradación de nuestra clase política está directamente relacionada con la degradación de la universidad. A una parte de la sociedad le interesa educar con etiquetas para gobernar con etiquetas. Y así, rodeados de ruidos mediáticos y manipulaciones en redes sociales, seguimos alejándonos de la excelencia.

José Blasco del Álamo es escritor y periodista.

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