No sé cuándo empezó, pero hubo un periodo en el que los Reyes Magos se achicaron. En la España gris de posguerra eran más abundantes los hijos sin padre que los niños que no escribieran una carta a los Reyes Magos, por ver si caía algo.
No se trata ahora de ponerse pedante y recordar que el Niño Jesús no nació el 25 de diciembre –qué carajo importa el día histórico–, ni que fuera el año cero de nuestra terrible era –cinco arriba o abajo, no mueven molino–. Tampoco la invención de los Reyes, sobre los que hay trabajos eruditos muy brillantes. La primera piqueta en la demolición del camello y la estrella quizá la introdujo esa inclinación anglosajona de incorporar los regalos bajo el árbol de Navidad y el distanciamiento del belén, obra que exige cierta imaginación y sensibilidad.
Ojo, estoy hablando de esa mezcla preciosa de leyendas y tradiciones, sin ninguna acritud ni ganas de que los caballeros y damas de antaño saquen pecho sobre las verdades reveladas incontrovertibles. Al final los Reyes Magos se quedaron en tres, un blanco, un negro y un amarillo, porque aún no se había sumado a la Cristiandad el ignoto Nuevo Continente, y Oceanía apenas si figuró en los mapas hasta que Su Majestad británica no tuvo donde meter tanto rufián que atestaba los recintos carcelarios.
Pero lamento decirles que la decadencia de esa fiesta infantil única que son los Reyes Magos carece de canalladas históricas. Lo que ha dañado esos días inolvidables de nuestra infancia es que no es fácil repetirlos cuando los niños se inclinan por la PlayStation, cosa lógica o al menos comprensible, porque no puede competir con los juegos Geyper, el tren eléctrico que nunca acababa de funcionar (los trenes eléctricos estaba pensados para casas cuyos padres habían construido trenes de verdad), o los fuertes de indios y vaqueros que apenas soportaban una mañana sin descuajeringarse.
Los Reyes Magos eran un festejo efímero, duraba apenas un día, pero trascendente. Porque venía de atrás. Primero había que recorrer todas las tardes los escaparates de las jugueterías –la TV acababa de nacer y daba más importancia a las muñecas de Famosa y demás artillería doméstica femenina, porque en el fondo producían a las empresas fabricantes un mayor valor añadido–. ¿Qué carajo le ibas a sacar de valor moneda a un indio montado sobre un caballo de goma o a un vaquero descolorido?
Pero, sin darnos cuenta y obsesionados en nuestra voluntariosa ignorancia, nunca acabamos de captar –decir entender nos llevaría muy lejos– que lo más valioso entre lo que contemplábamos en las jugueterías y que nos hacía dudar –duda filosófica entre valores muy similares– consistía en limitar nuestra ambición. ¡No se podía pedir todo! Eso sería exceso. Por tanto un elemento pedagógico de primer orden que te explicaba el mundo en el que vivías: no seas desmedido sino sobrio de ambiciones.
Y el segundo y más valioso de aquella metafísica del padre Astete: ten siempre en cuenta que las decisiones las toma Dios, es decir, tus Padres y no esos fantoches disfrazados de Reyes Magos, y que entre lo que tu deseas y lo que “te dejarán los Reyes”, habrá una notable diferencia. Era una forma de acostumbrarnos a la aceptación sumisa de la Divina Providencia, porque como nadie estaba en el secreto de quiénes eran los Reyes de verdad, todo niño responsable admitía que la culpa no era de sus padres queridos sino de aquellos sabelotodo de Reyes Magos, en contacto con los grandes poderes del más allá, que debían estar al tanto del rosario de barbaridades que habíamos cometido durante el año y que dejaban muy al pairo nuestras ambiciones.
Unos Reyes Magos de verdad no tenían sentido sin la carta. La carta era un resumen de aspiraciones, de presencia en las jugueterías –nunca pasábamos de la entrada, sencillamente pegábamos la nariz a los cristales durante horas–. ¿Cómo se harán las cartas ahora? ¿Tendrán los Reyes Magos una dirección de correo electrónico? Claro que nosotros contábamos con Aliatar. En Asturias, por razones que sería largo de explicar, los niños teníamos un intermediario entre los Reyes y nosotros. Se llamaba Príncipe Aliatar. Era negro, o al menos muy tiznado. Estaba presente con gran boato en la entrada de las jugueterías, y se dejaba fotografiar, previo pago, naturalmente.
La noche de Reyes, tan importante en el mundo de la literatura, ya no existe y admiraría a quien mantuviera la tradición. Nos metían en la cama literalmente con violencia benévola, pero no había otra manera salvo compaginar esa presión con la amenaza: “Si te encuentras con los Reyes Magos se irán sin dejarte regalos”. ¿Y el valor del carbón? Asturias era una zona minera y la amenaza del carbón producía una intimidación insólita. ¡Todo menos carbón! A mí había dos cosas que me afectaban y que aún hoy no logro entender. Una es el carbón. En general se trataba de un dulce de baja calidad que ni nuestros ansiosos paladares eran capaces de tragar. La otra eran los tambores. Hay que ser un masoquista consumado para regalar a un niño un tambor –lo demostró Günter Grass–. La ventaja que tenían los tambores es que nunca llegaban ni a la hora de comer, era lo primero que se rompía. ¿Por qué los regalaban entonces? Quizá porque fueran lo más barato.
Otro componente de época era suplir con los Reyes Magos compras imprescindibles para nuestra vida cotidiana; calcetines, por ejemplo. Pero por encima de chorradillas, el día de Reyes tenía un punto de exhibicionismo infantil que he dejado de observar. Ahora, se puede contemplar a un padre pachanguero, acompañando a su hijo montado en una especie de coche o moto, y a él mismo dando instrucciones que más parece ganas de llamar la atención que alegrar la mañana del chaval. Aunque lloviera o nevara, no había niño que no saliera con su tambor, su disfraz de indio, arco incluido, el revólver con cartuchera… para que los amigos se admiraran ante aquellos prodigios que habían dejado los Reyes Magos. No olvidar la bolsa de mazapanes y polvorones que repartíamos de manera muy desigual entre amigos y adversarios.
Como la carta, dirigida textualmente “A sus Majestades los Reyes Magos”, había sido escrita en la mejor letra posible, es decir, un jeroglífico voluntariosamente elaborado, a ninguno nos cabía la menor duda de que cuando contemplábamos la cabalgata, los Reyes sabían quién era quién entre todo nosotros. Entonces, tiraban caramelos que nos disputábamos, hasta que un descerebrado decidió en no sé qué ayuntamiento que como un niño había sido dañado en un ojo por la golosina –con toda probabilidad un pijeras que se meaba en la cama y que tenía un padre abogado– quedaban suspendidos los caramelos.
Pero si quieren saber mi opinión de veras, yo no creo que fuera Lutero, ni las nuevas tecnologías, ni los caramelos agresivos, ni la representación de la cabalgata por televisión –una cabalgata que no sea en vivo es como un botánico en fotos–, ni los niños de la PlayStation. A la cabalgata la fueron matando unos personajes que desde las alcaldías quisieron asumir su papel imposible de Reyes Magos, y se disfrazaron de Melchor, Gaspar y Baltasar, siempre con un toque personal para que se supiera que eran concejales, apenas conocidos fuera de su casa a la hora de comer. Y cuando además quisieron actualidad y transformarlo en un festejo con boberías de modelnos. Ya puestos, hacer que todos los Reyes fueran Reinas, y en algún caso Reinonas, con muchas fotos y gran parafernalia de efectos especiales.
La acabarán jodiendo, y si no al tiempo, porque su ideal es convertirlo en una especie de Halloween para españoles con complejo de paletos. Que se note bien que dejamos atrás años de felicidad infantil, con sus frustraciones y su deseo de que un regalo, por mierdoso que fuera, tenía un valor único. Y que para superar la miseria de un pasado con apenas un día, en ocasiones unas horas, lo mejor es demostrar a los niños que las cosas han cambiado. No para ellos, sino para sus papás.
Gregorio Morán