La decadencia de Occidente

El pasado lunes, Guy Sorman, periodista clásico, claro y profundo, elegía un título alarmante para su colaboración semanal en ABC, «El suicidio de Occidente». Me trajo de inmediato a la memoria «La decadencia de Occidente», de Oswald Spengler, publicada hace cien años y de enorme éxito debido a su carácter profético. Es el típico «tocho» alemán -más de 700 páginas-, que abarca desde la Morfología de la historia universal hasta una nueva filosofía, con incursiones en la Forma y la Realidad; el Símbolo de los egipcios, el Estilo árabe; la idea del alma y el sentimiento de la vida; estoicismo y socialismo; Buda, Sócrates, Rousseau, heraldos de la civilización incipientes, para abordar, hacia el final, la Filosofía civilizada de Occidente, metiendo la estática, la alquimia, la dinámica y concluir con el suicidio de la última en un sistema de afinidades morfológicas. Responde a la historiografía teutónica de acumular datos, nombres, cifras, y volcarlos sobre el lector, criticado por Sebastián Haffner y Ortega, por poner todo al mismo nivel sin prioridades, desorientando, con lo que, al final, uno sólo se queda con el título. La decadencia de Occidente. Lo que es cierto, como hemos comprobado. Siempre que tomemos Occidente por Europa, la gran perdedora de la Segunda Guerra Mundial. Francia e Inglaterra han pasado a potencias de segundo orden, y sólo la Unión Europea, de la que acaba de descabalgarse el Reino Unido, puede hacer frente a Estados Unidos, China o Rusia. En ese sentido, Occidente ha entrado en franca decadencia.

Pero si en vez de ceñirnos a potencia militar, nos atenemos a cultura, nivel de vida y prestaciones sociales, Europa sigue midiéndose con el mejor, como atestiguan los cientos de miles de personas de otros continentes que se juegan la vida por alcanzarla. Lo que nos plantea una pregunta tan actual como peliaguda: ¿va el Covid-19 a acabar con la mayor contribución europea al progreso y la prosperidad que es la democracia parlamentaria? Porque los síntomas son inquietantes, como muestran los muertos y contagiados. Aunque para contestar, antes tenemos que saber qué es la cultura occidental, en medio de la china, la indú, la árabe y tantas otras.

Nació en las islas del Egeo en la oscuridad de los tiempos a. C. y alcanzó su cumbre en la Atenas de Pericles, aunque podía también llamarse de Sócrates, ya que nos enseñó a razonar. Sin haber escrito ni una página y partiendo de «sólo sé que no sé nada», ponía a sus discípulos en el camino del conocimiento verdadero, a través de la ironía y la mayéutica. La primera (en griego etróneia, disimulo) servía para descubrir la falsedad de los sofistas, que jugaban con las palabras sin entrar en la esencia de las acciones y cosas. La segunda (del griego mainutikos, comadrona) permitía al maestro alumbrar en el discípulo lo que ya sabía sin darse cuenta. Aunque el gran descubrimiento de Sócrates fue superar el relativismo de los sofistas y sus parientes, los políticos, al establecer una relación entre la filosofía y la moral. «La razón, dice, no crea la verdad ni el bien, simplemente, los descubre». Nada de extraño que le condenaran a beber la cicuta «por pervertidor de la juventud». Se lo tomó con calma e incluso sus últimas palabras fueron para consolar a sus discípulos. En mi etapa norteamericana causó sensación un libro sobre él donde se sostenía que había sido un suicidio: Sócrates, en vez de defenderse, acentuó su compromiso con la verdad y la moral como único medio de perpetuar su mensaje. No me atrevo a apoyar o rechazar la teoría, pero era muy capaz de haberlo hecho, como su última ironía, aunque tenía demasiado buen gusto para elegir tan burdo camino hacia la eternidad. Sigue escuchándosele, pero no imitándosele.

De aquella Atenas, aparte del hombre como ser racional, aunque a veces no lo parezca, la mayor herencia es la democracia, el gobierno del pueblo, aunque los griegos sabían que el pueblo no siempre elige a los mejores gobernantes, sino a los peores, y crearon un impeachment especial: buscar un ciudadano de reconocida solvencia y nombrarle tirano con plenos poderes para arreglar la situación. En cualquier caso, la democracia se ha mantenido hasta hoy como la menos mala de las formas de gobierno. Roma la adoptó, aunque su mayor contribución al buen gobierno fue un tratado de Derecho que aún se estudia en las universidades. Hubo luego un largo periodo de ausencia democrática hasta que, en el siglo XVIII, surgen las primeras revoluciones y constituciones, incluidas la nuestra de 1812, con más buenas intenciones que resultados. La de la Segunda República, en vez de a una democracia llevó a la guerra civil, y el franquismo no quiso saber de ellas, sino de Leyes Fundamentales y de democracia orgánica, que aún no sabemos qué era. La de 1978 puede decirse sin exagerar que fue la primera Constitución debatida y aprobada por la mayoría del pueblo español, que vivió décadas de desarrollo y libertad inéditas, aunque los problemas latentes, el terrorismo sobre todo, pronto se hicieron notar. Junto a él, la escasa, por no decir nula, experiencia del pueblo español en democracia, en la que ve sólo derechos y no deberes, tanto a nivel personal como de grupo. Lo que nos ha llevado a situaciones cada vez más conflictivas, sobre todo con los nacionalismos que no se recatan en reclamar la soberanía. A lo que se añade un virus inesperado, con efectos devastadores. No es sólo España, sino que prácticamente todos los países sin excepción sufren el doble acoso de la pandemia y la crisis económica.

En Estados Unidos le ha costado la elección al presidente, y su sucesor bastante trabajo tiene en reparar los daños causados por su antecesor. Europa, en cambio, está dispuesta a ser generosa y ayudar a aquellos socios que lo necesiten. Nuestro Gobierno cifra todas sus esperanzas en ello. Pero si cree que los fondos europeos serán un maná que cae del cielo, como fueron hasta ahora las ayudas comunitarias, está muy equivocado. Bruselas ya ha advertido a España que esos fondos tienen que ir a inversiones productivas y a corregir los desequilibrios causados por la pandemia, al tiempo que es necesario «un fuerte compromiso con las reformas», especialmente la laboral, que Iglesias desea cargarse, las pensiones y el endeudamiento, que está alcanzando récords.

Lo que todo ello significa es que, en efecto, Occidente está en decadencia y que si nos salvamos será para vivir peor, no mejor, pues la recuperación no debe esperarse hasta el año que viene y no será tan fuerte como para recuperar el nivel anterior. Si se trata de un «suicidio», como dice Sorman, depende de nosotros y, concretamente, de si aprendemos de una vez que democracia significa responsabilidad, individual y colectiva, como están mostrándonos de la forma más brutal el virus, la economía y la nieve, ya sucia en las calles. Pero viendo al Gobierno central y a los autonómicos echarse el muerto de los confinamientos, ¿quién va a asumir la reclamación, el maestro armero?

José María Carrascal es periodista.

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