La decadencia general del siglo XVII

Sigue vigente la tesis de que el siglo XVII fue de «decadencia económica general». Solo en los últimos decenios se admiten como excepción los Países Bajos del Norte, debido a la evidencia de que hubo crecimiento económico durante todo el siglo en Holanda y un gran desarrollo de las ciencias y de las artes.

Tuve la suerte de vincularme como alumno a los seminarios que dirigían Fernand Braudel y Pierre Vilar en l’École Pratique des Hautes Études, en París, entre los años 1959 a 1963. Allí no se dudaba de que el siglo XVII había sido «duro en toda Europa» y de que, para España, había sido «el siglo de las catástrofes». Sin embargo, Vilar reconocía que «el ritmo de la caída» no había sido el mismo, en las diversas actividades, en todas las regiones. Para Hobsbawm, en 1955, la recesión durante el siglo XVII venía a ser resultado «de la transición del feudalismo al capitalismo».

Los postulados de la historiografía marxista ortodoxa, con mucho prestigio en los años inmediatamente posteriores a la segunda guerra mundial, vigentes entonces, continúan admitiéndose hoy, a pesar de la contradicción flagrante entre la lógica económica, las cifras disponibles y «el sentido común». En el Manifiesto del Partido comunista (Londres, 1848), reeditado en tantos idiomas, se afirma que la historia de todas las sociedades es la historia de la lucha de clases; que «opresores y oprimidos» se enfrentarían siempre en «una lucha constante, velada unas veces y otras franca y abierta». El resultado, en las distintas situaciones, habría sido conseguir «la transformación revolucionaria de toda la sociedad o el hundimiento de las clases en pugna». Así, según este planteamiento, de los siervos de la Edad Media habrían surgido los vecinos libres de las primeras ciudades, que acabarían formando el «estamento urbano» generador de los «primeros elementos de la burguesía». Con el descubrimiento de América y con la circunnavegación de África, «la burguesía en ascenso» habría encontrado un nuevo [y creciente] ámbito de actividad en los mercados hindú y chino, y en la colonización de América. Esta actividad se habría visto favorecida por «la multiplicación de los medios de cambio y de las mercancías», del desarrollo simultáneo del comercio, de la navegación y de la industria, con un impulso desconocido hasta entonces. Todo ello habría originado que surgiera y se desarrollase el proceso «revolucionario de la sociedad feudal en descomposición».

Los historiadores de formación marxista, fundándose en estos principios, trataron de explicar por qué no se produjo, en la Europa del siglo XVII, el proceso revolucionario destructor de todas las instituciones y de todos los vínculos de dependencia propios de «la sociedad feudal». Los protagonistas de ese movimiento revolucionario habrían de ser los hombres de negocios, los maestros artesanales y los menestrales, como componentes de la «nueva clase», pues la defensa y triunfo de sus intereses habría de ser incompatible con la continuidad de los fundamentos de la «sociedad feudal». Al no haber sido así, por continuar vigentes los «privilegios feudales» contrarios a los intereses de la ascendente «clase burguesa», se habría originado en Europa la «decadencia general» durante el siglo XVII.

En los seminarios de l’École Pratique des Hautes Études, en mis cursos parisinos, la versión de la decadencia general era admitida sin crítica. Influyeron en ello los planteamientos marxistas, incluso en historiadores que se creían totalmente libres de tal «contaminación ideológica». Por entonces, seguían vigentes las descripciones de «la traición de la burguesía», en el sentido de que «la nueva clase» no siempre había sido eliminada o descartada brutalmente, sino que ella misma había traicionado su destino. Para el caso de España, se aludía a «la nobleza en venta» y a los «nuevos nobles» originados en la compra de hidalguías, de hábitos de las órdenes militares y de señoríos. Por ello, la «burguesía española» se habría interesado en adquirir propiedad inmueble rústica, por considerar que la compra de tierras era una inversión segura, lo que vendría a reforzar el orden social existente, en vez de haber provocado su ruptura.

Por entonces, los alumnos aceptábamos estos planteamientos como resultado de la investigación y como verdades irrefutables. No reflexionábamos, en que, como era lógico, al comprar tierras, aquellos «burgueses» creían hacer la mejor inversión alternativa, ya que, al rendimiento material deseado, la posesión de tierras añadía un rendimiento inmaterial no calculable en dinero, pues, además de seguridad, les daba prestigio y posibilidades de alcanzar «más altos grados» en la estimación social.

En aquellos seminarios, se nos enseñaba que el fracaso de «los burgueses», en el siglo XVII, se había debido a que desertaran de las actividades que les eran propias. Se suponía también que, en las tierras y jurisdicciones adquiridas, los «burgueses» habrían querido conseguir la máxima rentabilidad de sus inversiones para lo que habrían provocado una mayor explotación de los campesinos. Éste habría sido el resultado de la «reacción señorial» originada por «los burgueses» al integrarse en la «clase nobiliaria», que, según la fraseología marxista, era la «clase feudal dominante».

Al investigar, años después, las realidades socioeconómicas españolas en los siglos XVII y XVIII, pude comprobar que la compra de tierras y de jurisdicciones y que los reyes hicieran merced de títulos nobiliarios a algunos hombres de negocios enriquecidos, no habían podido provocar en la España del siglo XVII la que se denominaba decadencia de la burguesía. Esta supuesta «decadencia» se fundaba en el desconocimiento de lo que habían sido los señoríos jurisdiccionales y llevaba implícito además un supuesto erróneo: el de que los hombres de negocios no habrían de destinar su dinero a la mejor inversión alternativa, sino que debieran de haber sido conscientes de su «obligación moral histórica», consistente en dedicarse a las negociaciones y actividades que les eran propias, con el fin de reforzar los intereses de la clase a la que pertenecían, y favorecer así la consecución de la que Marx y Engels consideraban era su misión histórica: conseguir el triunfo de «la clase burguesa» sobre «la clase feudal dominante». Además del desconocimiento de las realidades socio-económicas de la España del siglo XVII, también parecía ignorarse un principio que ha regido siempre las acciones humanas desde los tiempos primitivos hasta el presente: que quienes dedican su tiempo, sus saberes y su imaginación a obtener beneficios, suelen actuar racionalmente. Los «burgueses» del siglo XVII, como los emprendedores de cualquier época del pasado, y como los del presente, quisieron hacer rentables su trabajo, sus esfuerzos, su dinero y, además, mantener esa rentabilidad en el futuro y conseguir su continuidad. La compra de tierras siempre se consideró inversión segura. Como «los burgueses» podían vincular sus bienes a su linaje mediante la fundación de un mayorazgo, perpetuaban así, o creían perpetuar, la posesión de estos bienes.

Permanecer fieles a sus negocios y actividades mercantiles o manufactureras, comerciales o crediticias para que tuvieran éxito las actuaciones revolucionarias que Marx y Engels les iban a asignar doscientos años más tarde, no fue intuición profética que hiciera a los «burgueses» de los siglos XVI y XVII permanecer en sus tratos y negociaciones para reforzar al conjunto de su «clase», conseguir la derrota de los «señores feudales» y establecer el nuevo orden burgués. Se dedicaron a asegurar los rendimientos de la riqueza conseguida, y quisieron perpetuar el bienestar en su linaje, ennoblecido por ellos o por los matrimonios de su prole. El resultado no fue provocar la decadencia general, sino que contribuyeron, sin rupturas, al desarrollo de múltiples actividades económicas, adaptándose a los reajustes espontáneos que se produjeron en el ámbito hispano-virreinal durante los siglos XVI, XVII y XVIII. También participaron en el fomento de las actividades artísticas y culturales en el espacio unitario formado por España y la América virreinal, en un proceso urbanizador y civilizador sin precedente equiparable en la historia, en cuanto a su amplitud e intensidad.

Gonzalo Anes, director de la Real Academia de la Historia.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *