La decisión de los españoles

La democracia no es un sistema político especialmente épico o elegíaco; lo suyo es la dramática. Se trata de la acción en libertad de los individuos y los pueblos, y no de una gesta o de la melancólica tristeza del bien ido y el futuro incierto y quejumbroso. No casa bien la democracia con la quejumbre, con la oda al paraíso perdido y la no aceptación de quiénes somos realmente los españoles: una sociedad europea mayor de edad, madura, normal.

El reto para los demócratas es claro: hay que elegir entre civilización y barbarie. Esa es la línea quebradiza en la que la aurora de la sensatez democrática debe eclipsar la impune brecha del integrismo fanático. Y en eso radica la principal diferencia de las próximas elecciones del 9-M respecto a las de 2004. Ahora no padecemos los españoles ninguna brecha separadora, ni amenaza cierta o barrunto seguro de barbarie pendenciera. Ni se ha echado el país a la calle protestando por nuestra presencia en una guerra que los españoles no querían -como fue la de Irak- ni la barbarie integrista ha bañado en sangre las estaciones del Pozo, Santa Eugenia o Atocha. El clima preelectoral, pese a la legislatura que nos ha dado el PP, no es el mismo. No hay ruptura simbólica en la sociedad española que vive la calma de la normalidad democrática. Los partidos hacen ofertas caseras: cómo repartir el superávit, cómo infundir euros para el consumo antiinflacionista, cómo prepararse mejor en el seno de la Unión Europea contra la recesión hipotecaria norteamericana... Y se lucha por mejoras sociales que el país merece y la ciudadanía precisa. Un consejo: sería bueno que la ciudadanía no percibiese estas ofertas presupuestarias como el pregón de algún mercado persa de las mil y una noches.

No es fácil convivir con la normalidad. Sólo cada equis años a alguna generación le toca la lotería histórica (otros le llamarían necesidad, pero tampoco es preciso ponerse spinozista en época electoral) de asistir a alguna gesta. Por ejemplo, un cambio de régimen: el entierro de la dictadura, la presentación en sociedad del pacto constitucional, la adquisición de la democracia, el sentido redescubierto de la monarquía parlamentaria, el último intento de golpe de Estado decimonónico sucedido en el Congreso de los Diputados en febrero de 1981... Entretanto, la normalidad institucional puede ser o parecer aburrida.

Unas elecciones generales son la ocasión en la que las sociedades democráticas deciden lo que consideran oportuno respecto a las mayorías parlamentarias y al gobierno derivado de ellas y respecto a quienes estarán en la oposición. Pero una campaña electoral no varía el orden ontológico del mundo, el decurso de la historia patria, el cauce de los ríos o su paciencia venerable cuando el cielo nublado orvalla con susurro. Nada de todo esto se dirime en este solaz y familiar orden democrático en el que los conflictos buscan la institución que les convierta en motivo de concordia y acuerdo para la convivencia antes que en abierta puja y memorable batalla mitológica. En eso consiste la frágil y sensible normalidad democrática.

Es por ello por lo que -amén de la influencia mundial de la crisis financiera norteamericana, que arrastra al conjunto de las economías mundiales, incluida la nuestra- España se enfrente a estas elecciones como lo suelen hacer los países europeos desarrollados: se habla, sobre todo, de propuestas económicas, de desgravaciones fiscales, de asuntos de familia, de intereses cotidianos y domésticos, y ello es bueno, siempre que no logre ocultar, bajo las faldas de la mesa camilla y junto al brasero, los asuntos pendientes esenciales de nuestra política: el cultivo del sentido del Estado y las propuestas que mejoren nuestro sistema constitucional, con los pertinentes retoques de la Carta Magna, la reforma urgente del Senado, etc.

Claro, esta dinámica de normalidad lleva al PP a descuadrar toda su labor de oposición de esta última legislatura. Que se ha basado para Rajoy y los suyos en la portentosa hazaña de intentar convencer a los españoles de que España se rompía, al igual que la familia; se balcanizaba el territorio, el Gobierno era rehén de ETA, Zapatero malvendía los intereses nacionales por el mundo, y el desorden y el sinsentido imperaban por doquier, haciendo peligrar la unidad y la convivencia civil de los españoles. En nada cedió al sentido del Estado el principal partido de la oposición: ni en el juicio del 11-M, ni en la lucha antiterrorista conjunta con el Gobierno legítimo de España. Lo suyo fue un canto, banal y de casino, al Apocalipsis. Y como éste nunca llegó, el PP tiene que hablar ahora de asuntos económicos. ¿De qué iba a hacerlo si no? Concluyamos: las plagas de Egipto anunciadas no eran democráticas; eran eso: ensordecedoramente teocráticas.

Joaquín Calomarde, ex diputado al Congreso, catedrático y escritor.