La decisión del inceciso

Hay dos tipos de indecisos en estas elecciones: el que desea que quien gobierne tenga una agenda social que le ponga una boca de metro a la entrada de su casa, y el que se mueve por valores menos personales como que no se pacte con golpistas. Ahora bien, al indeciso estas posibilidades u otras parecidas le producen un agotador baile de ideas, pero esta vez amenizado por las maracas de Tezanos. El desconcierto es grande porque si en el bipartidismo pocas veces se cumplía lo esperado, imagínense ahora cuando nuestro Congreso se ha convertido en un zoológico con especímenes de toda laya.

Es un hecho que la complejidad tiende a aumentar con el conocimiento: cuanto más sabemos, más dudamos. Y para afrontar el problema hemos de entender las fuentes de la confusión. En su mayor parte, estas son promesas electorales. Por ejemplo, Rajoy dijo que si tenía mayoría absoluta derogaría la Ley de la Memoria Histórica de Zapatero y, como buen gallego, cuando llegó al poder, en vez de derogarla, para evitarse problemas, le retiró el presupuesto. Pensemos ahora en la reforma laboral. Sánchez, de manera repetida, aseguró que al llegar al gobierno la eliminaría, pero pronto desistió porque le suponía un grave problema: aquella ley de Rajoy creaba empleo. En definitiva, la confusión no es tanto fruto de las promesas, como de su implementación.

Claro que en estas elecciones hay promesas de parecida enjundia que marean al ya de por sí indeciso. Tenemos la de Ciudadanos, que asegura que podría pactar con el PSOE, pero no con Sánchez; compromiso difícil de cumplir porque antes de que aparezca Podemos, muchos, en beneficio de todos, le eximirían de su obligación. Claro que el indeciso también podría intuir que si Ciudadanos hiciera eso y luego Sánchez se la jugara, cosa que Rivera no descarta, su credibilidad resultaría muy dañada.

Es probable que el titubeante de izquierdas esté reflexionando si hay alguna verdad en lo que la derecha cacarea de que la patria está en peligro. Y también es posible que incluso el señor de derechas, a pesar de aceptarlo con la fe del carbonero, pueda cuestionar lo que de exageración hay en ello. La realidad cruda, si nos centramos en este problema, es que nadie se puede creer que Sánchez quiera romper España, ni siquiera que se atreva a montar un referéndum de autodeterminación, que sería su final como lo ha sido el de Cameron con el Brexit.

Claro que, si bien esto es así, hay otro punto de vista más profundo, que admitiendo que Sánchez no va a convocar ese referéndum, sí que va a favorecer al independentismo para que le permitan gobernar: un indulto por aquí, una idea brillante de la vicepresidenta por allá, unos vagos comicios dentro de doce años. El problema es que así se incita la aparición de un fenómeno físico explosivo: un creciente número de acontecimientos desconocidos podrían interrelacionar de manera sorpresiva y excitar la inestabilidad de un grano de una montaña de arena que provocara una avalancha. Al pensar en esto, Sánchez adormecerá su conciencia convenciéndose de que el tema no se le irá de las manos y que puede acercarse al precipicio sin caerse. ¿Es verosímil este pensamiento de Sánchez? Para él sí porque tiene cosas que ganar, pero no para el resto de la nación. ¿Por qué Iceta ha proyectado el problema catalán a futuro in crescendo y no «in menguando»? ¿Por qué no ha dicho que con otras políticas en doce años el número de independentistas habrá bajado a la mitad? Pues no lo ha hecho porque la esperanza, que es el boca a boca que insufla al independentismo para que no se desmorone ante la fuerza del Estado de Derecho, permite que los golpistas puedan seguir apoyándoles. Esa esperanza que ofrecen ahora tiene un valor de trueque solo comparable con la última chalupa del Titanic. «¿Y si se nos cae el país?», se preguntará alguien serio del PSOE. «Bueno, esperemos que no sea así -se contestarán otros- pero es un riesgo que tenemos que correr si queremos gobernar y mantener a nuestros militantes».

Claro que muchos pueden también pensar que Casado dice lo que dice acerca de su magnífico plan económico, con su desarrollo rural, blindaje de pensiones, reducción de impuestos, creación de puestos de trabajo…, sin la certeza de que luego pueda cumplirlo. En política, los contextos son decisivos. Pues bien, en un tiempo en el que dominamos la información, desconocemos los contextos. Serán ellos los que al final decidirán sobre Cataluña y sobre la economía. Pero una cosa es que no podamos anticipar los contextos y otra que ignoremos cuáles son indeseables.

Para una decisión como ésta de a quién votar, hay dos componentes en el algoritmo. Uno, la gravedad de los riesgos atenuada quizá por la oportunidad gozosa de que alguien nos ponga en casa, en opinión absolutamente personal. Y el otro es algo más dérmico. Todos conocemos a Iglesias, Casado, Rivera y Sánchez, como si los hubiéramos parido, y podemos reflexionar sobre si la justificación que Iglesias ofrece acerca de su casoplón, debido a que su familia crece, podría tal vez utilizarla otro sin que le acusen de fascista abominable. Otros podrían valorar cuándo Sánchez mintió más, si con el plagio de su tesis doctoral, con la regeneración democrática de TVE o con el éxito sin precedentes de su gestión sobre Gibraltar. Por supuesto que tampoco faltarán en este marco de ideas aquellas condescendientes o intransigentes con los antecedentes de Rivera en materia de pactos y de pureza democrática en sus primarias. Lo mismo que cada uno será muy libre de juzgar si votando a un Casado sin hipotecas y con un sólido programa económico, se incurre en la posibilidad de que aparezca un primo de Bárcenas y lo estropee.

Todas estas imágenes desfilan por delante de ese 40 por ciento de indecisos que se enfrentan a la incertidumbre con el firme deseo de acertar. Indecisos somos todos, pero me refiero a los que lo son a tiempo completo. Quizá les ayude pensar que votamos prioridades, pero como estas pueden ser varias, lo mejor es empezar por definir posterioridades, y descartar a los que nos resulten insufribles. A partir de ahí, reduciremos el problema a una cuestión de credibilidad: ¿a quién le confiaría la educación de mis hijos? Si la duda persiste, hay que pensar en el voto útil.

José Félix Pérez-Orive Carceller es abogado.

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