La deconstrucción de España

¿Es España una nación? ¿O son varias? ¿O ninguna? Desde que José Luis Rodríguez Zapatero dijo que el concepto de nación es «discutido y discutible», mostrando su ignorancia sobre el tema, no queda más remedio que volver sobre él como única forma de entendernos. Etimológicamente viene del latín natio-onis, relacionado con el nacimiento de una persona o comunidad de ellas. El diccionario de la RAE la define como «el conjunto de individuos del mismo origen étnico, que generalmente hablan el mismo idioma, habitan el mismo espacio geográfico y tienen una tradición común». A lo que podría añadirse la religión, el folclore, la idiosincrasia, la cocina y la forma de vida. Una gran familia, en fin, con reminiscencias tribales o de clan.

Pero ni mucho menos puede tomarse al pie de la letra. Hoy menos que nunca, con la globalización en marcha, oleadas de refugiados, bloques continentales, pandemias que no reconocen fronteras, e internet convirtiendo el planeta en una gran aldea. La nación, sin embargo, ha sobrevivido a todo ello, por una razón muy sencilla: porque trasciende de sus rasgos externos, la lengua, la religión, la raza, para crear un espacio superior, una especie de cuarta dimensión que une a distintos individuos a lo largo de los siglos, moldea su forma de ser y les convierte en algo distinto a los demás protagonistas de la historia. El mejor ejemplo lo tenemos en Estados Unidos, formados por gentes llegadas de todas las esquinas del mundo en busca de la oportunidad que no encontraban en su lugar de origen y les ofrecía su nueva patria. Ya sé que poner de ejemplo a Estados Unidos no está hoy de moda. Pero puedo asegurarles, tres vivir allí un cuarto de siglo, que en ningún lugar he visto patriotismo como aquel, sobre todo en los recién llegados, ni más fidelidad a la Constitución, el único lazo que tienen en común.

Ortega llamó a la nación «un proyecto sugestivo de vida en común», que requiere atractivo pues de no tenerlo no atraerá a nadie y seguiremos en el estado primario de «todos contra todos». Renan, temiéndolo, la definió como «un plebiscito diario», para contar con la aquiescencia de al menos la mayoría. En otro caso, sería un diktat, una dictadura, con la ley del más fuerte, que rige el reino animal, como única norma.

¿Se dan esas condiciones en España? Basta saber un poco de historia para darse cuenta de que como provincia de Roma existe desde comienzos de la Era Cristiana y, como Estado, desde que los visigodos establecieron aquí su reino en el siglo VI, que perdieron en el 711 a manos de los musulmanes, apoderándose rápidamente de toda la Península. Pero ya en 718, aunque la fecha es incierta, empieza la reconquista en Covadonga, que no terminará hasta 1492, al rendirse el reino de Granada. Antes, sin embargo, ya podía hablarse de España como nación, al unirse los dos reinos cristianos más importantes, Castilla y Aragón con el matrimonio de Isabel y Fernando (1479). Quedando fuera Portugal, que se desligó de la corona de Castilla mucho antes, y Navarra, que fue anexionada por Fernando, ya viudo, en 1512. El descubrimiento de América y la herencia de los Habsburgo en Europa, hicieron a España un imperio que no ayudó precisamente a la consolidación de la Nación española por una razón muy sencilla que expone Sebastián Haffter: que «el imperio es el enemigo de la nación», la aplasta hasta cierto punto al acaparar sus intereses, esfuerzos y prioridades. Un imperio en el que no se ponía el sol y fue perdiendo colonias hasta las últimas en 1898. Durante ese largo periodo se impuso el «que inventen ellos» y «que fabriquen otros» que nosotros tenemos el oro y la plata de América para comprarlo. Lo que significó que fuimos cediendo terreno en todos los aspectos frente a las demás naciones europeas. Sólo Cataluña y el País Vasco, que mantuvieron su capacidad industrial y comercial, aguantaron el paso de los acontecimientos. Y no es casualidad, sino consecuencia, que en ambos territorios hayan surgido los movimientos nacionalistas más excluyentes.

La nación española, sin embargo, en parte por inercia, en parte por la robustez de su carácter, aguantó, aunque tuvo desafíos tan grandes como una invasión napoleónica, tres guerras civiles en el siglo XIX y otra feroz en el XX, que estuvo a punto de partirla en dos, al haber llegado a un punto en el que el mayor peligro para España eran los propios españoles.

Tras cuarenta años de dictadura, sucede el milagro: todo el mundo creía que íbamos a reanudar la contienda civil que daría al traste con España, pero ante el asombro general, fuimos capaces de acordar una Constitución y establecer una democracia parlamentaria que ha traído el mayor periodo de crecimiento y estabilidad de su historia. Y esos geniecillos irónicos que según Hegel la mueven, vuelven a sorprendernos ahora, cuando parecía que habíamos encontrado el camino de la convivencia y el desarrollo, se cuestiona todo ello e intentan tirarlo a la papelera, empezando por la Constitución y terminando por España. Y no es el ejército, ni la Iglesia, ni los terratenientes quienes lo hacen. El golpe de Estado lo da esta vez el propio Gobierno. Aunque si pensamos que lo forman independentistas y extrema izquierda ya no sorprende: vienen intentándolo desde que España existe.

Han cambiado muchas cosas últimamente y una de ellas es el concepto de nación. Solía ser tradicional, arcaico, nostálgico incluso: la patria de nuestros ascendientes. Hoy, tiene que ser la de nuestros descendientes. ¿Qué país vamos a dejarles? ¿Uno roto, que sólo piensa en librar batallas pasadas. o el que les espera, con desafíos por todas partes? Sólo unidos podrán superarlos y el único cemento de esa unión es la pertenencia, el sustrato común que nos une y hace ser como somos, distintos a franceses, ingleses, alemanes o suecos. Con nuestras cualidades y defectos, que determinan nuestra peculiaridad. Lo malo es que uno de nuestros rasgos más característicos es hablar mal de España, como dijo el poeta, mientras todos los demás alaban a su tierra. Pero ya el hecho de que España siga existiendo advierte que es más fuerte y real que nuestra maledicencia. Aunque tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe, y no podemos jugarnos la nación cada poco por no gustarnos esto o aquello. Nuestra impaciencia, otro de nuestros rasgos, nos han impedido ver el inmenso fracaso de la extrema izquierda y los nacionalismos. La caída del muro berlinés, como las imágenes de Venezuela dejan ver la miseria y falta de libertades que hay detrás, mientras el secesionismo no ha traído a Cataluña más que fuga de empresas e incendios en Barcelona. Aparte de la guerra civil entre los nacionalistas, que se acentuaría con la independencia. Lo que significa que los catalanes son también españoles. Y España, más sólida. Si China avanza es por haber implantado un capitalismo de Estado y si en Cataluña retrocede el españolismo es porque sus partidos han claudicado. No es momento de medias tintas ni vaguedades, sino de defender la nación española y oponerse a su deconstrucción. Así de claro.

José María Carrascal es periodista.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *