La defensa de los toros crece en España

El toro puede llamarse Rompesuelas, Elegido, Semillero o Navajito. Lo obligan a correr por el asfalto, mientras unos hombres lo adelantan jugando a que los cuernos les rocen. Tiene una divisa clavada en la costilla; se agota, cae, se rompe los huesos. Para encenderle los pitones (la punta de los cuernos) con fuego, los hombres acorralan al toro, que muge un alarido de angustia. Lo rodean, le atraviesan una lanza que se le atasca en la garganta. El animal de 600 kilos desfallece. La muchedumbre aplaude. Uno, dos o varios hombres lo rematan con un cuchillo, la lanza, una espada, un tiro de gracia en la frente. Se abrazan por la hazaña y celebran el triunfo.

Escenas como éstas se repiten cada temporada estival en muchos pueblos y algunas ciudades de España para los festejos de su patrón (una virgen o un santo). El toro es el centro de la fiesta. Las modalidades pueden variar, pero en todas las fiestas lo torturan y en todas termina muerto. El diario El País encontró que una de cada cinco localidades celebra sus fiestas con toros, vaquillas y terneros (muchos no llegan a los dos años).

Es un ritual de siglos. Un gran número de españoles lo llama tradición; llegan a decir que es la “columna vertebral” de su idiosincrasia.

El toro bravo es símbolo del marketing de una España detenida en la percepción rancia de sí misma. Con la excusa del patrimonio ancestral —el recuerdo de la dominación del hombre sobre la fiereza del animal—, los defensores de estas costumbres centenarias, algunas medievales, insisten en la vigencia de la barbarie. (Hasta no hace mucho, descabezaban a gansos muertos colgados de postes y lanzaban cabras vivas desde un campanario). Se resisten a avanzar hacia una visión integradora de la vida. El maltrato animal es uno de sus reductos.

En el ámbito local las autoridades toman medidas. Los gobiernos de doce municipios españoles anunciaron en 2015 que someterán a referéndum la celebración de estas fiestas o que les quitarían las subvenciones. Ya hubo una inesperada novedad en Tordesillas, el pueblo donde alanceaban el toro hasta la muerte: la Junta de Castilla y León que los gobierna prohibió las lanzas; al toro lo hicieron correr, pero no lo tajaron (aunque igual terminó en el matadero).

Las últimas estadísticas de Asuntos Taurinos del Ministerio de Cultura muestran, sin embargo, que las fiestas patronales con animales —reglamentadas por el Estado— crecieron. En 2015 se celebraron 16.383, 535 más que en 2014 y 2121 más que cuatro años antes. Por otro lado, el Partido Animalista contra el Maltrato Animal (Pacma) reveló, en un reportaje propio sobre festejos en pueblos de Castilla-La Mancha, que un 45 por ciento de ellos no supera los 300 habitantes. El Partido Socialista gobierna en 56 por ciento de ellos; el conservador Partido Popular, en el 34 por ciento.

Así son las ecuaciones. Cultura combinada con Asuntos Taurinos en un ministerio, pueblos pequeños, religión: las categorías hablan solas de la construcción identitaria de quienes practican esta forma de crueldad. Pero cuando entran otras como socialdemócratas y jóvenes —los perpetradores de estas prácticas no son viejos—, queda patente que la llamada tradición tiene más arraigo que la ideología y la edad.

La evidencia científica prueba que el toro sufre: libera “en ingentes cantidades” la hormona del estrés, el cortisol. “La restricción de movimientos o la incapacidad de encontrar vías de escape” durante su uso en los festejos desencadenan “estrés y sufrimiento” para este animal gregario, encontró el veterinario José Zaldívar en un estudio.

El 7 de julio de 2012, un grupo de especialistas en diversos campos de la neurología cognitiva fue más allá y suscribió la Declaración de Cambridge sobre la Conciencia. Los animales tienen conciencia, concluyeron “de forma inequívoca”. “Los animales no humanos”, acotaron, llevando a la ciencia un término histórico de los animalistas. En sus cerebros no hay neocórtex —la capa racional—, pero tienen “los sustratos neuroanatómicos, neuroquímicos y neurofisiológicos de estados de conciencia, además de una capacidad de exhibir comportamientos intencionales”, dice el documento. “El peso de la evidencia” los llevó a concluir que los humanos no somos los únicos que poseemos tales sustratos; también los tienen todos los mamíferos, los pájaros, “y muchas otras criaturas, incluyendo los pulpos”.

La declaración dice, de manera diáfana, que algo nos empareja: los animales, humanos y no, sentimos sufrimiento y compartimos el miedo atávico a perder la vida.

La relación con los animales en España refleja la pugna de dos visiones: una que busca progresar y otra, más acomodada, que prefiere que nada cambie. El avance de los derechos de los animales es todavía débil, pero cada día crece una sensibilidad que ve en las fiestas con animales brutalidad en vez de cultura y valor histórico. Está motorizada, además, por el activismo de movimientos organizados cuya influencia aumenta con ayuda de las redes sociales.

Y se expresa en otros avances, aparte de las regulaciones locales. Un tribunal impuso en septiembre la mayor condena de la historia por maltrato animal: un año de cárcel a ganaderos de una granja en Murcia (no fueron a prisión, la ley es todavía limitada). Pacma, el único partido animalista de España, suma votos en cada elección, aunque aún no consigan escaños, a causa del sistema electoral. Crecen los santuarios para animales. Son pasos adelante, frágiles, sí, pero abren espacios.

Las transformaciones de calado son lentas. Nunca serán completas mientras se conserven tradiciones soportadas en la crueldad. La abolición total de estas prácticas, incluidas las corridas de toros, encarnaría una protección efectiva de estos seres sintientes, como los declaró la Unión Europea en 2009, y una consecuente evolución del pensamiento social. Es tan simple. Cualquier diferencia se disuelve en el respeto de un principio básico que olvidamos con frecuencia: que todos tenemos, animales humanos y no, el mismo derecho a estar vivos.

Sandra Lafuente es periodista venezolana radicada en España.

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