Estados Unidos y sus aliados enfrentan otro gran desafío político en Irak. Los bombardeos contra el Estado Islámico podrán desalojarlo de áreas vitales, pero para mantener y gobernar el territorio liberado se necesitarán tropas.
Proteger Irak demanda pues la presencia de una fuerza formidable en el terreno; por eso la estrategia del presidente estadounidense, Barack Obama, incluye reconstruir el ejército iraquí. Pero eso implica superar tres obstáculos relacionados: la inexperiencia militar de la dirigencia iraquí; la corrupción y el favoritismo; y la falta de certezas sobre el nivel de apoyo externo.
Cuando un estado implosiona, sus elementos constitutivos pueden heredar fuerzas armadas con capacidad suficiente para mantener cierta gobernabilidad. Esto vale sobre todo cuando la caída del estado se debe a conflicto armado, en cuyo caso la estabilidad depende de permitir a los jefes militares más capaces seguir en sus puestos.
Pero a menudo la fragmentación de un estado es la consecuencia no deseada de la presencia de una fuerza de apoyo externa. Por ejemplo, tras la partición de Vietnam después de la derrota de Francia en Dien Bien Phu (1954), el último presidente vietnamita no comunista, Ngo Dinh Diem, consiguió el apoyo militar estadounidense; pero los enormes niveles de corrupción durante su gobierno y los de sus sucesores apoyados por Estados Unidos, sumados al reemplazo de los comandantes más competentes por secuaces de Diem, provocaron la derrota del ejército survietnamita.
Hoy vemos en Irak una situación similar. Las divisiones sectarias dejaron a las fuerzas armadas iraquíes sin capacidad ni voluntad de combatir. En los dos años transcurridos desde la retirada de las tropas estadounidenses, el ex primer ministro Nuri Al Maliki hizo lo mismo que Diem cuatro décadas antes: tratar de consolidar su poder político mediante el clientelismo. En su afán de proteger los intereses de los shiítas iraquíes a costa de los ciudadanos sunníes, Al Maliki apeló a la pertenencia tribal y sectaria como criterio para la designación de comandantes, en vez de al mérito.
Lo último que debería hacer un líder que enfrenta oposición interna armada es debilitar al ejército. Pero parece que Al Maliki estaba seguro de poder contar con la ayuda de fuerzas externas en caso de problemas. Tal vez por su inexperiencia militar no comprendió que las fuerzas externas dependen de la colaboración con el ejército local, y que se necesita una compleja red de apoyo para evitar que las acciones del enemigo o la corrupción causen problemas logísticos.
Viendo la situación desde el terreno (punto de vista esencial para restaurar la seguridad y lograr la recuperación económica), se entiende que las milicias locales necesitan medios para defenderse de sus rivales o de bandas criminales. Esto implica que el gobierno central les provea elementos de seguridad más avanzados, por ejemplo apoyo aéreo permanente o rotativo, inteligencia, logística y comunicaciones.
Pero para el líder de un estado fragmentado, la prioridad es obtener y consolidar el monopolio del uso legítimo de la fuerza letal. Y los países donantes tienden a apoyar al líder, ya que así pueden estandarizar y simplificar la asistencia. Por desgracia, esta estrategia suele ser ineficaz.
Lo que deberían hacer los expertos en seguridad, en cambio, es pensar la mejor manera de evitar conflictos violentos entre, o dentro de, las diversas facciones que pugnan por el control local. Pero por extraño que parezca, la reestructuración de las fuerzas de seguridad suele estar ausente de los acuerdos políticos de posguerra (aunque esto comenzó a cambiar tras la implosión de Irak).
De hecho, aunque las divisiones étnicas debiliten la cohesión del ejército, tenerlas en su debida cuenta puede generar un entorno de seguridad más sólido y estable. Por ejemplo, la región autónoma kurda de Irak tiene soldados propios (los peshmerga); esto sin duda confiere más seguridad a los kurdos y los hizo mejores combatientes. En cambio, las fuerzas nacionales de defensa iraquíes parecen atadas a los intereses de la mayoría shiíta, y eso las debilita.
Cuando un estado se fragmenta en forma conflictiva, surgen problemas políticos difíciles, que no admiten soluciones ideales. Pero las potencias extranjeras pueden involucrarse en forma constructiva, para lo cual deben comprender la política interna y la demografía del país en cuestión, y atender en forma justa e imparcial las necesidades de seguridad de todos los grupos afectados. Lo contrario implica debilidad y vulnerabilidad para todos.
Monica Duffy Toft, Professor of Government and Public Policy at the Blavatnik School of Government, University of Oxford, is the author of six books, including Securing the Peace: The Durable Settlement of Civil Wars, Princeton University Press, 2009. Traducción: Esteban Flamini.