La delicada amistad china

Hubo un tiempo en el que los gobiernos y la diplomacia españoles se jactaban de que China considerase a España como «el mejor amigo de China en la UE», una etiqueta que exhibían orgullosos pese a ser sólo el premio de consolación con el que el régimen chino obsequiaba nuestra pleitesía. Nos la ganamos a pulso: España fue el primer país occidental en enviar a su ministro de Exteriores a Pekín después de Tiananmen y, bajo Zapatero y en plena presidencia española de la UE, promovimos el fin del embargo de armas a China vigente desde la masacre y en contra del sentir de la Unión. Más tarde, reformamos nuestra legislación para dinamitar las causas judiciales contra los líderes chinos por crímenes contra la humanidad.

Económicamente, el panorama no ha sido mejor. Nuestro déficit comercial con el país asiático es endémico y uno de los mayores de entre los países europeos. Arrasaron sectores como el textil, con la cooperación necesaria del entonces comisario europeo de Comercio, el británico Peter Mandelson, hoy aliado y beneficiario de Pekín. Muchas de las empresas españolas que decidieron invertir en China salieron escaldadas y por la puerta de atrás, sin duda por sus errores, pero sobre todo por la competencia desleal, el trato desigual o las violaciones contra su propiedad intelectual e industrial.

Frente al gangsterismo oficial que sufren los extranjeros en el mercado chino, nuestra diplomacia aseguraba que la relación bilateral iba viento en popa, presentando como evidencia las anecdóticas exportaciones de jamón o el flujo potencial de turistas chinos. No sorprende pues, que la relación esté exactamente donde Pekín quiere: sumisión española en lo político, favorable a China en lo económico. Una asimetría perjudicial para España, pero disimulada tras una retórica de amistad perfectamente calculada de la que nos felicitamos, sin entender que en el lenguaje comunista la amistad es siempre estratégica y política, no desinteresada. Quizá deberíamos preguntarnos por qué nos consideran tan amigos.

Esta misma complacencia explica que el Gobierno de Sánchez se preste a la propaganda de Pekín. Lo hizo en febrero de 2020, al recibir a representantes de la diáspora china y alertar contra su «estigmatización», una maniobra de distracción de libro de la embajada china, que maneja a la diáspora a su antojo. Y volvió a hacerlo hace días, al hablar por teléfono con Xi Jinping y sumarse a la apuesta de éste «por el multilateralismo para hacer frente a los desafíos globales». Al multilateralismo apela toda dictadura que se precie para neutralizar las críticas y blanquear su imagen internacional. La referencia a abordar los desafíos globales pretende sumar aliados en su propósito de eludir su responsabilidad en la pandemia.

Sánchez también ofreció que nuestro país «desempeñe un papel constructivo en las relaciones entre la UE y China», y confió en que se cree «el clima de confianza necesario» para la ratificación del acuerdo de inversiones entre ambos bloques. Mal momento para hacer de perrito faldero de Pekín, justo cuando Bruselas ha congelado dicha ratificación por las sanciones del Gobierno chino contra entidades y personalidades europeas. Esta adulación, incoherente vistos los exiguos réditos, se abre paso como alternativa ante la ausencia de una política estratégica clara con respecto a China, que sería esencial para encarar mejor la defensa de nuestros intereses.

Nuestra miopía quizá nos ha penalizado más pero no es muy distinta de la del resto del mundo occidental, el cual contribuyó durante décadas con sus concesiones y errores de cálculo a la consolidación de la China actual, es decir, a que un país sin libertades ni democracia, que además no se siente vinculado por las normas internacionales cuando no le favorecen, sea ahora la potencia económica emergente. Siendo cierto que esta mezcla de desidia, ignorancia y cobardía con China ha sido común a gobiernos de todo signo, los ejecutivos de Zapatero y Sánchez añaden además un antiamericanismo sectario y ridículo que proyectan con su cercanía al régimen de Pekín. El mismo que reprime a los uigures, aplasta la democracia en Hong Kong y ha sembrado el caos mundial con el virus.

España tiene ante sí aliados y alternativas más decentes. En medio de la ofensiva de Estados Unidos por recuperar posiciones en Hispanoamérica, tras dos décadas de silencioso repliegue que China aprovechó para afianzarse en la región y desplazar a España, nuestro país podría ser un formidable aliado político de Washington en la defensa de la democracia y la libertad en un continente inmerso en otra oleada bolivariana. No sólo debería ser cuestión de principios, es que España está muy bien colocada –por afinidad cultural y lazos históricos– para ejercer ese rol, lo que nos permitiría además recuperar allí una imagen y una influencia que desde Zapatero están completamente desdibujadas.

Mientras dejamos escapar oportunidades así, las urgencias económicas derivadas de la pandemia nos aproximan a la preocupante perspectiva de acabar siendo aliados por necesidad de China. Sus inversiones en digitalización, transición ecológica, movilidad eléctrica o economía circular, ámbitos éstos vinculados a las partidas financieras que Bruselas destina a la transformación económica de la UE, fueron también objeto de conversación entre Xi y Sánchez. No escapa a nadie que China tiene ingentes recursos financieros, empresas públicas que siguen el dictado político y tecnología. Su colosal inversión en I+D y capital humano le ha permitido escalar a la parte alta de la cadena de valor añadido. Donde están las patentes, el desarrollo tecnológico, los sueldos altos y el negocio.

España, como país endeudado, deficitario y sin recursos para desarrollar su industria ni para invertir en sectores productivos, depende de inversiones como las que China podría ofrecer. Ello nos permitiría acaso integrarnos en la parte baja de la cadena de valor, es decir, en el ensamblaje y en la logística, con la aspiración de generar actividad y empleo, y quizá de captar tecnología. Formamos parte del grupo de países que desarticularon su industria, en parte de para dársela a China cuando ésta se convirtió en la fábrica del mundo, y ahora nuestro futuro parece que depende, cada vez más, de la nueva potencia autoritaria. Llegado el caso, la cuestión no es sólo si esa relación de dependencia comprometerá nuestra seguridad nacional, o qué nos pediría Pekín a cambio –desde puertos a activos estratégicos–, o qué precio político nos veremos obligados a pagar. La verdadera preocupación es si, por nuestra debilidad económica y torpeza política, acabaremos convirtiéndonos en satélites de facto de la mayor dictadura del planeta.

Juan Pablo Cardenal es periodista especializado en la internacionalización de China e investigador asociado de www.cadal.org. Su último libro es La Telaraña: la trama exterior del ‘procés’ (Ariel, 2020).

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