La democracia ante la tragedia

Supongamos, solo por suponer, que la mejor respuesta frente al virus fuese la inmunidad de grupo. Ya saben, conseguir un número suficiente de individuos que por haber superado la infección actúen como cortafuegos impidiendo su propagación a quienes no están protegidos. Optar por esa política no sería un trago de fácil digestión: se admite que de manera inmediata habrá bastantes muertos, aunque al cabo de un tiempo, echadas todas las cuentas, las cosas nos irían mejor, tanto en vidas como en recursos, lo cual, por caminos tortuosos, es otro modo de referirse a las vidas. Y ahora la pregunta: ¿habría algún Gobierno pendiente de elecciones dispuesto a adoptar esa política?

Sospecho que muy pocos elegirían la buena respuesta. Sobre todo si en el país vecino, adoptando el confinamiento, se exhiben resultados más decorosos a corto plazo. Los exhiben los vecinos y, previsiblemente, la oposición los arrojaría al Gobierno del propio. Y basta con que uno elija el confinamiento para que, como todos tienen vecinos, nadie se atreva con la respuesta correcta. Otro dilema del prisionero. Y, al fondo, el conocido y deprimente paisaje: nuestras democracias funcionan con el pan para hoy. Los votantes, como el alcohólico, el fumador o el devorador de hamburguesas, despreciamos las consecuencias lejanas de nuestras querencias inmediatas. Como niños, que prefieren un caramelo hoy a ciento mañana. Lo sabemos y por eso nuestras democracias, para proteger a los ciudadanos de sus elecciones precipitadas, les escamotean ámbitos de decisión mediante constituciones o, más recientemente, bancos centrales. En uno y otro caso, con desigual fortuna, se procura preservar derechos o recursos importantes ante la miopía de los votantes, ante su insensata preferencia por el presente. Con la irracional fascinación por el caramelo de hoy valoramos el impuesto de sucesiones, el proteccionismo, la deuda pública, la inmigración o las descentralizaciones autonómicas. Solo cuenta el beneficio inmediato perceptible. Los complejos y opacos procesos sociales, las consecuencias a largo plazo, no entran en el arqueo. Lo dicho: somos criaturas. Peor, criaturas con memoria senil. Como han mostrado documentadamente, Ch. Achen y L. Bartels, en Democracy for Realists: Why Elections Do Not Produce Responsive Government, los votantes tenemos memoria de pez: incapaces de castigar en las elecciones de hoy la gestión de hace un mes. El resultado se puede ver desde distintos prismas. Ninguno bueno. Entre ellos la selección de los peores, lo que Taleb llama la ingratitud hacia el héroe silencioso: «Todo el mundo sabe que es más necesaria la prevención que el tratamiento, pero pocos son los que premian los actos preventivos». Con esos bueyes hay que arar.

Pero hay algo más: si el Gobierno, a pesar de todo, optase por la buena política, no cabe descartar que, al final, se acabe por recalar en el peor resultado. Y es que, mientras el ciclo electoral previsible no se acompase con el cambio de tendencia de la epidemia, la oposición, que quiere ganar las elecciones, paseará a los muertos presentes ante un Gobierno que, por definición, no está en condiciones de mostrar hoy las vidas salvadas mañana. Previsiblemente la estrategia de la reclusión de la oposición resultará ganadora. Una estrategia de la que el político victorioso –hasta un inconsistente moral, como Sánchez– difícilmente se podría apear después de elecciones, dada la fuerza de su compromiso electoral y la importancia del problema. Así que, una vez cambien el Gobierno y la política, a los muertos pasados se unirían los de mañana.

Recuerden: solo se trata de una especulación, sostenida en el supuesto complicado de la bondad de la estrategia de inmunidad de grupo. Pero, preciso, no estoy hablando del virus sino de la democracia, de su capacidad para enfrentarse a los problemas serios. La pregunta ha reaparecido desde principios de abril, después de que el Gobierno chino afirmase haber controlado la epidemia: cuando la vida va en serio, ¿dictadura o democracia? Descarto las respuestas culturalistas: «Es que los chinos son de otra pasta». O los orientales. Lleva tiempo conocer a todos los chinos. Sin contar que vivir en Cataluña y tratar con andaluces me ha vacunado de por vida en contra de la identidad de los pueblos. Por lo demás, salvo para el dictador de Bananas, la película de Woody Allen, que ordenaba a su pueblo hablar en sueco, no cabe la posibilidad de escribir en el BOE: «A partir de mañana todos los españoles seremos como los chinos».

Comencemos por admitir que, con reglones torcidos, hasta nuestras democracias reconocen implícitamente que cuando las cosas se ponen feas hay que tomar dosis, más o menos homeopáticas, de autoritarismo. Por eso se contemplan los estados de alarma, excepción y sitio: todos ellos pasan por suspender algunas reglas del juego democrático. Incluso hay una inquietante tradición de pensamiento político que ha elaborado doctrina a partir esa constatación: sostiene que la democracia no deja de ser un ejercicio de hipocresía que, cuando la emplazan de verdad a mostrar su capacidad de tolerar, muestra su rostro más agreste. Algunos, como las Brigadas Rojas, incluso llevaron el experimento a la práctica y pusieron muertos en el laboratorio político. Ante el terrorismo, la democracia dejaría de ser democracia. El doctrinario que cebó a los trastornados sigue pontificando por ahí. Y la doctrina, en sus versiones más menesterosas, ha nutrido a Podemos.

Y sí, hay un núcleo de verdad en la tesis de las dificultades de la democracia ante los grandes retos. Si tienen dudas, repasen la política de las mejores democracias en tiempos de guerra. Por ejemplo, la Ley de Poderes de Emergencia (de Defensa) del liberal Reino Unido de Churchill, que permitía al Gobierno aprobar normas «exigiendo a las personas ponerse ellas mismas, sus servicios y sus propiedades a disposición de Su Majestad si ello pareciera necesario para la defensa o el mantenimiento del orden público». En palabras de Norman Moss en 19 semanas. El crucial verano de 1940, que cambió el curso de la historia: «El Ministerio de Trabajo recibió poderes para ‘imponer a cualquier persona la prestación de cualquier servicio requerido’. Esto significaba que, en nombre de la defensa, el Gobierno podía hacer cualquier cosa con cualquier persona y con sus propiedades. Podía requisar edificios, imponer el rumbo a los barcos, decir a los agricultores lo que debían sembrar y regular los precios, cosa que hizo, en efecto. También podía encarcelar a las personas sin necesidad de juicio previo».

Ante las ineficacias de la democracia se han dado dos respuestas. La primera, negacionista, rehúye el problema: la democracia no presentaría problemas. Ninguno. Siempre lo hace todo mejor. Algo discutible: ante situaciones que reclaman respuestas rápidas y coordinadas, en las que un colectivo debe actuar como una sola persona, dotada de un único sistema nervioso, con frecuencia optamos por procedimientos autoritarios. Sucede ante la llegada de un huracán, en la tripulación de un barco o en un equipo ciclista, con el pinganillo. No hay democracia en instituciones como el Ejército o, sin ir más lejos, en las empresas, aunque en este caso las razones del autoritarismo no estuvieran estrictamente asociadas a la eficacia, como recordó hace muchos años Stephen Marglin en un clásico trabajo.

Ahora bien, reconocer que, como siempre, la realidad es complicada no obliga a hacer de la necesidad virtud y entregarse, con entusiasmo, a la deriva autoritaria, a despachar la democracia. Esa ha sido la respuesta de aquéllos que, haciendo bueno aquello de que la ocasión la pinta calva, entienden que la democracia vale mientras les sirva para sus objetivos. La democracia o la justicia. El Estado de derecho. Lo han defendido doctrinalmente (en YouTube, claro) los líderes de Podemos y, llegada la ocasión, no han dudado en practicarlo con superlativo cinismo, como se puede comprobar en estos días, cuando invocan la misma Constitución que tantas veces han despreciado. La Tacones antes que San Manuel Bueno.

Sin duda la democracia presenta problemas. Es casi una obviedad: no hay marcos institucionales incondicionalmente mejores, aunque sí hay algunos incondicionalmente peores. En las decisiones prácticas, y las políticas lo son, no hay manera de satisfacer todos los objetivos a la vez. Podemos querer el coche más rápido, el de mayor capacidad, el más barato y el más voluminoso. Podemos quererlo, como podemos querer amar sin depender. Pero querer no es poder. Hay que elegir. Al final, no queda otra que, dado cierto presupuesto, comprar el coche más rápido o el de menos consumo. Hasta el Dios de Leibniz maximizaba con restricciones, para decirlo como los ingenieros o los economistas. Tenemos que saber lo que nos importa y, si acaso, ceder solo lo justo.

En las sociedades democráticas, los valores, asentados como derechos, operan como restricciones a las decisiones. No todo vale. Por eso, aunque Fujimori acabó con Sendero Luminoso, no dimos por buena su solución. En el País Vasco, en los peores años, también había un modo de acabar con el terrorismo: aceptar las reclamaciones de ETA. O a sangre y fuego. Ninguna nos parecía bien. Y en Cataluña también hay un modo de acabar con el conflicto, al precio, eso sí, del Estado de derecho: seguir como hasta ahora.

Ante la epidemia hay tres objetivos a conciliar: la salud, las libertades y la economía. Emplazados antes los dilemas, los fundamentalistas los orillan. Los fundamentalistas sin escrúpulos, complacidos. Y los palabreros disparan por elevación: el sistema, la especie humana, la naturaleza. Lo malo es cuando los fundamentalistas, los palabreros y los carentes de escrúpulos coinciden y tienen el BOE en sus manos. En tal se puede conseguir ser los peores en salud, en libertades, a la altura de Hungría (según el V-Dem institute) y en economía. Algo al alcance de pocos.

Félix Ovejero es profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona. Su último libro es La deriva reaccionaria de la izquierda (Página Indómita).

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