En Europa y en EE.UU., la democracia –quizá porque es antigua– parece establecida, e incluso desgastada. Los pueblos participan poco en ella, salvo en las elecciones, y se encomiendan a los profesionales de la política. Aceptamos las maniobras y los resultados sean cuales sean, un poco desengañados. En Asia es diferente, ya que la libertad de expresión, la transparencia en política, el derecho a discrepar, la protección de las minorías y la alternancia en el poder son imperfectos o todavía no se han conseguido. Los chinos de Hong Kong y de Taiwán dan fe de ello y se oponen, año tras año, a los intentos de dominio de la China comunista con la única arma de la que disponen: las manifestaciones masivas. Ya no estamos en 1989 cuando, por orden de Deng Xiaoping, en Pekín, el Ejército chino reprimió de forma sangrienta las protestas de los estudiantes en la plaza de Tiananmén, porque, hoy en día, la más mínima brutalidad se filma y da la vuelta al mundo inmediatamente. Y a diferencia del régimen sirio, por ejemplo, los dirigentes chinos no quieren parecer violentos porque buscan legitimidad y un reconocimiento nacional e internacional.
Pero, en este momento, es a Corea del Sur a la que conviene mirar. El pueblo protesta para proteger y mejorar una democracia todavía joven, que no tiene ni treinta años. A principios de la década de 1980, tuve la oportunidad de presenciar los brutales enfrentamientos callejeros entre, por una parte, los estudiantes y los sindicalistas, y, por otra, las tropas de la dictadura militar. En esa época, el olor de los gases lacrimógenos invadía constantemente las calles de Seúl. Los manifestantes se impusieron, con el discreto apoyo del Gobierno estadounidense, que quería una Corea del Sur democrática para aumentar el contraste con Corea del Norte. Y sucedió lo mismo en Taiwán, una China libre, frente a la otra que todavía no lo es.
Treinta años más tarde, observo otras manifestaciones masivas en Seúl y en Pusán. Los estudiantes y los sindicalistas solo son un grupo más entre otros en una multitud de aproximadamente un millón de personas que, cada sábado, se manifiesta en Seúl frente al palacio presidencial. Todo el pueblo está presente, incluso madres de familia que empujan cochecitos de bebé. La Policía es discreta. ¿Qué reclaman los ciudadanos de Seúl? La dimisión de la presidenta de la República, Park Geun-hye, sobre la que recaen sospechas de abuso de poder, de corrupción y, más en general, de ser incapaz de ejercer el cargo para el que fue elegida hace cuatro años. Más allá de la marcha de la presidenta, encerrada en su palacio, los coreanos quieren que se revise la Constitución para limitar los poderes del Estado, reforzar la sociedad civil y reconocer el papel de las organizaciones no gubernamentales, las ONG, que son numerosas en Corea. Los hechos que han provocado la rebelión parecen anecdóticos, pero ponen de manifiesto la originalidad de la civilización coreana; más allá de esta singularidad coreana, recordemos que, en política, el cambio se produce de las maneras más inesperadas. Las desgracias de la presidenta empezaron hace tres años, cuando se hundió un barco que transportaba a unos estudiantes de vacaciones, causando la muerte de 300 de ellos. ¿Dónde estaba la presidenta? Imposible encontrarla. Se sospecha que ese fatídico día un cirujano estético le estaba operando la cara, una afición habitual entre las coreanas. Luego se descubrió que la presidenta nunca actuaba sin consultar a una chamana, una práctica corriente en Corea. Pero la chamana recibía millones de Samsung, Hyundai y LG, a instancias de la presidenta. Y, por último, la hija de la chamana fue admitida en una prestigiosa universidad sin aprobar el examen de ingreso. Eso provocó las hostilidades: la cirugía estética, la chamana y la corrupción son una cosa –son tradiciones–, pero hacer trampas en los exámenes en este país confucianista, en el que la educación es el valor supremo, no se podía tolerar. Y era un motivo para echarse a la calle, porque la meritocracia y la democracia son los dos pilares fundamentales de la Corea moderna.
Es importante señalar que el cristianismo desempeña un papel significativo en esta búsqueda asiática de la democracia. Ya ocurrió en Japón, a principios del siglo XX. La Iglesia católica coreana, más bien de izquierdas, encabezó la lucha contra la dictadura militar y sigue haciéndolo contra la presidenta Park; los protestantes son más bien conservadores, al igual que las Iglesias evangélicas estadounidenses en las que se inspiran. En Taiwán, en cambio, los católicos no son muy numerosos, y los protestantes son los demócratas más activos. Los comunistas chinos están atentos a esta lectura religiosa de los movimientos democráticos en Asia, ya que en el continente chino se vigila estrechamente a los católicos, unos 100 millones de fieles posiblemente, y las relaciones con el Vaticano son muy delicadas.
Perdón por haberme adentrado en los complejos vericuetos de estas civilizaciones poco conocidas en Occidente. Pero para entender la modernización política y económica de Extremo Oriente no podemos limitarnos a analizar estos países basándonos en nuestros marcos conceptuales simplificados, tasas de crecimiento y elecciones. Los detalles importan más que las generalidades, porque explican la vitalidad que existe allí y el cierto hastío que hay aquí.
Guy Sorman