La democracia de los peores

Todos o casi todos coincidimos en que no está bien mantener relaciones sexuales con un pollo muerto y en que la democracia es buena cosa. En lo que no estamos tan de acuerdo es en por qué. En el primer caso, a poco que se pongan a pensar, sí que encontrarán alguna coincidencia, una emoción compartida, la repugnancia, fundamental a la hora de explicar muchas valoraciones morales. El acuerdo resulta más complicado en el caso de la democracia. Para algunos la democracia es un sistema de penalización, elecciones mediante, de los malos gestores; para otros, un modo de resolver conflictos sin partirnos la boca, por mayorías. Unos terceros sostienen que la democracia es una manera viable de ejercer el autogobierno o de buscar consensos entre personas con distintas ideas acerca de lo que está bien sin reclamar coincidencia normativas o morales trascendentales. Hay opiniones para todos los gustos. Incluso algunos liberales primitivos apelan a la libertad, en contra de la opinión de grandes pensadores liberales, como Hayek o Berlin, quienes no ignoraban que si todo lo decidimos ente todos, la libertad de cada cual puede correr peligro. En fin, que no se sabe muy bien qué nos atrae de la democracia.

Los padres fundadores de la democracia estadounidense lo tenían más claro: la democracia permitía elegir a los mejores, a aquellos ciudadanos "menos propensos a sacrificar a su país por consideraciones pasajeras o parciales. Bajo tal sistema es muy posible que la voz pública, en boca de los representantes del pueblo, tenga mayor resonancia con el bien común que si la pronunciara el pueblo mismo estando concretado con tal fin" (James Madison). Otro founding father, Alexander Hamilton, era más preciso: "En ocasiones, los intereses del pueblo no concuerdan con sus inclinaciones inmediatas y, entonces, es deber de las personas que han sido nombradas guardianes de sus intereses oponerse a la ofuscación temporal, para dar al pueblo el tiempo y la oportunidad de reflexionar con más calma y sosiego [...], personas con el coraje y la magnanimidad suficientes para servir al país, exponiéndose incluso a la posibilidad de descontento popular".

Desde la perspectiva de aquellos talentos, tan preclaros como ingenuos, los ciudadanos, idiotas, ignorantes y mezquinos, con sus votos seleccionarían a los virtuosos, a los excelentes. Los votantes no tomarían decisiones políticas, sino sobre quienes -ellos sí- toman las decisiones políticas, los representantes: los votos permitirían identificar los mejores gestores. De acuerdo con su inspiración liberal, las instituciones funcionarían sin virtud cívica o con el mínimo de virtud, la de los políticos. De ese modo, la democracia liberal conciliaría tres objetivos de complicada compatibilidad: la legitimidad democrática (la voluntad expresada en votos); la función, que para eso se diseñan las instituciones (resolver las asuntos colectivos); la restricción liberal de hacer lo que uno quiere con su vida, entre ello, despreocuparse de los negocios públicos.

El cuento no puede ser más bonito. Ni menos realista. No en su descripción de los votantes. Sus sombrías expectativas se han ido confirmando. Cada vez conocemos más acerca de la incompetencia de los ciudadanos. Todo muy deprimente. Sabíamos por mil encuestas de su granítica ignorancia de los asuntos públicos. Ahora, gracias a Christopher H. Achen y Larry M. Bartels (Democracy for Realists: Why Elections Do Not Produce Responsive Government, 2016) podemos confirmar, además, su inconsistencia ideológica, su nula memoria y su consiguiente incapacidad para castigar a resultado pasado, mediante elecciones, a los incompetentes. Los votantes, como niños, miopes, prefieren un caramelo hoy a ciento mañana. Eso los que distinguen el caramelo de la mierda, que son bien pocos. El peor material para identificar y responder a los problemas importantes.

Para los padres fundadores la deprimente ciudadanía no suponía un problema. Los votantes, aunque mediocres, podrían honrar la excelencia y hasta identificarla. Tengo mis dudas de que ese sea nuestro mundo. No hace falta irse muy lejos. Hace pocas semanas, escuché a un tertuliano, en uno de los incontables meandros de un extravagante discurrir que algún alma caritativa podía confundir con un razonamiento, arrojar a Cayetana Álvarez de Toledo su Oxford, su formación académica. Ya conocen el cuento: ¡elitista! Me sorprendió. Entre otras razones porque mientras ese mismo tertuliano, instantes antes, sin venir a cuento, había zanjado una discusión blasonando de su experiencia académica, la peor versión de la falacia de autoridad, y la portavoz del PP es ciudadana de intemperie: hasta donde yo sé, nunca invoca sus títulos ni aún menos se acoge al detente bala de su circunstancia de mujer.

Desafortunadamente, el problema es más de principio que los cochambrosos mimbres ciudadanos. Con material de desecho ciertos moluscos producen perlas. En eso, los fundadores la tocan un poco. También algunas instituciones funcionan con penosos materiales humanos. El mercado, por ejemplo. Allí, los consumidores, con sus elecciones de consumo, premian a los mejores y castigan a los torpes. No saben hacer pan pero sí compararlo. Como decía Aristóteles, al juzgar la comida el invitado es mejor juez que el cocinero. Eso es así en algunos mercados. No tantos. En otros es fácil que nos den gato por liebre. Son los mercados de información asimétrica y, al menos desde 1970, año en el que George Akerlof publicó un famoso trabajo (The Market for 'Lemons': Quality Uncertainty and the Market Mechanism) que está en el origen de su premio Nobel, sabemos que no funcionan, que castigan la virtud y alientan el vicio. Sucede cuando compramos un coche de segunda mano, cuando contratamos servicios técnicos (mecánicos, informáticos) y hasta cuando vamos al cine: compramos la entrada antes de saber qué nos vamos a llevar.

En los mercados de votos pasa algo parecido. El votante ignora la gestión, para eso paga al político profesional, y el político no puede transmitir la calidad de su gestión. No puede porque no es posible, porque en política, en las elecciones, no podemos saber qué compramos. Los contratos son imposibles, dada la naturaleza del negocio: los representantes han de estar en condiciones de corregir sus juicios a la luz de problemas que, por futuros e inciertos, no se pueden detallar ex ante en un programa. Ellos deciden, sobre la marcha, cuál es el problema y cómo abordarlo. La desigual información pervierte el mecanismo. El votante no puede distinguir entre el político fiable y el embaucador. El laborioso, que emplea su tiempo en anticiparse a los problemas y reclama cambios en los comportamientos ciudadanos, se encuentra en peores condiciones que aquel otro entregado a asegurarse -con favores, presencia en los medios, acciones populistas- la reelección. La buena gestión es invisible.

Como dejó dicho Erskine Caldwell, "un buen gobierno es como una digestión bien regularizada: mientras funciona, no la percibimos". Nadie rentabiliza una política antiterrorista que previene atentados ni una política sanitaria que evita una epidemia. Y casi mejor no abrir la boca. Quien anticipa una crisis siempre tendrá enfrente otro dispuesto a acusarle de alarmista. Sí, Solbes frente a Pizarro; sí, quienes sostienen que "la tensión ha bajado" y el 155, si acaso, para la independencia, frente a quienes recuerdan que en Cataluña la democracia está suspendida y el poder político no ve un delito en saltarse la ley. Los votantes infantilizados nunca premiarán a políticos adultos que les emplacen a la madurez. Así son más felices. Son las reglas del juego. Caramelos para hoy. La historia reciente de Cataluña.

El mecanismo no solo resulta insensible a la excelencia, sino que la penaliza. En tales condiciones, los problemas importantes se orillan. Ningún reto relevante, de los que atañen a la continuidad de las sociedades, encuentra respuesta ante la perversa lógica del ciclo electoral. Se trata de ganar y para ganar mejor rehuir los líos. No pidamos sacrificios en nombre de los que vendrán. Ni una palabra que no sea pirotecnia sobre las pensiones, la deuda o los retos ambientales. Su solución, para decirlo en corto y en suave, escapa a las posibilidades de la democracia. Peor: la democracia ignora y agrava los problemas. Los ciudadanos de mañana no votan en las elecciones. No es un mundo para políticos adultos. Quizá, después de todo, Cataluña es lo que seremos, la democracia realmente existente.

Félix Ovejero es profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona. Su último libro es La deriva reaccionaria de la izquierda (Página Indómita).

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