La democracia directa como farsa

Decía Madame de Staël que “no hay más democracia que sobre la plaza pública de Atenas”. Pero las sociedades han cambiado mucho desde la Atenas de Pericles. La imposibilidad física de convocar en el monte Phynx de cada sociedad posindustrial a millones de ciudadanos hizo de la democracia directa una quimera, que solo la sociedad posmoderna del conocimiento ha podido superar.

Sin embargo, existen razones de mayor hondura que han rebatido, justificadamente, lo acertado de su aplicación. Desde la misma antigüedad clásica, numerosos filósofos de la política y la moral han defendido que los asuntos públicos debían ser manejados por quienes dispusieran de la preparación necesaria.

Pero fueron los humanistas primero, como Marsilio de Padua, y los liberales ilustrados después, como Sieyès y Constant -estos últimos basados en la teoría de la división del trabajo de Adam Smith- los que entendieron que el objeto del recién acuñado principio de la representación no era tanto aglutinar voluntades como refinarlas y ampliar su visión pública a través -en palabras de Madison- de “un órgano elegido de ciudadanos, cuya sabiduría puede discernir mejor los verdaderos intereses de su país”. Esa función debe ser -ahora en palabras de Stuart Mill- “debidamente cumplida por espíritus superiores a quienes largas y profundas meditaciones y una disciplina práctica hayan preparado a esa tarea especial”.

Es cierto que no nos encontramos, precisamente, en la época dorada de la representación política. El símbolo distintivo, el carácter aristocrático que encerraba el principio electivo ha desaparecido por completo en el Estado de partidos. Pero la rotunda mediocridad de sus actores, su profunda pereza mental y su cuasi analfabetismo funcional no supone más que un fallo en los elementos actuales de la representación, que, aunque la mancillan, no invalidan su verdadera esencia.

La fórmula electoral del diputado de distrito solucionaría en muy buena medida este gravísimo problema que, si los ciudadanos fueran conscientes de que ha sido la causa de la mayoría de los problemas de la España actual, haría mucho tiempo que se habría erradicado con la solución expuesta.

A pesar de todo, la institución de la representación se encuentra por encima de su mediocridad circundante, y sirve de dique de contención de aquello a lo que Hannah Arendt llamó lo absoluto, a la idiocia de la inteligencia colectiva que, al calor de cualquier acontecimiento deslumbrante, reacciona desatando las pasiones que la representación contiene.

Hay, sin embargo, una parte de hechizo magnético en la democracia directa todavía muy rescatable y recomendable para la sociedad posmoderna. No me refiero obviamente a la democracia participativa planteada desde los años setenta por el neomarxismo, que, agotado el discurso clásico, invocó a la soberanía popular y a la máxima justiniana del quod omnes tangit ab omnibus approbetur (lo que a todos atañe, todos deben aprobarlo).

Ese movimiento jamás buscó ampliar la libertad política de los ciudadanos sino su igualdad sustantiva. La participación directa de los ciudadanos y trabajadores en la política y en los centros de trabajo estaba llamada a disolver las jerarquías sociales y nivelar las rentas. Comunismo travestido. Desastre seguro.

La democracia participativa que los liberales defendemos es la síntesis posmoderna que la sociedad del conocimiento ha podido lograr haciendo confluir la libertad de los antiguos y la de los modernos a las que aludió Constant, recogiendo lo mejor de cada una; es decir, el átomo individual de la libertad política sobre el que estructurar la representación y el principio participativo espontáneo que opere como su complemento puntual. Una suerte de mandato imperativo del elector, que reivindica su existencia cuando se le ignora, tomando iniciativas prudentemente reguladas y ejerciendo un cierto control sobre sus representantes.

EEUU y Suiza constituyen dos claros ejemplos. Así, no podría Rousseau equiparar nuestro sistema al inglés del siglo XVIII, del que dijo creerse libre pero que en realidad solo lo era una vez cada cuatro años, siendo esclavo el resto del tiempo. Este soplo de aire fresco reconforta más todavía en los sistemas en donde la libertad política se encuentra distribuida entre unos pocos partidos que controlan en todo momento la agenda política.

Ahora bien, la participación directa, tal y como un liberal la entiende, ha de surgir necesariamente de la sociedad civil, de forma espontánea, frente a un problema, un agravio o una situación extraordinaria que la clase política se resiste a atender. Ésa es su virtualidad. De ningún modo debe plantearse como un instrumento del poder para horadar el dique de la representación que tanto ha costado levantar.

Recurrir al plebiscito desde el poder es un modo fascista, populista y decisionista de ejercer el mando, cuya legitimidad en la clasificación de Max Weber se encuentra mucho más cerca de la carismática que de la racional. Es decir, de la dictadura que de la democracia.

Eso es lo que hace todo caudillo que controla a la masa desde su atalaya de poder, ya sea el Estado o el partido. Y es lo que hizo Pablo Iglesias al someter a plebiscito una decisión previamente tomada. ¿Cuándo se ha perdido un plebiscito, controlándose como se controlan todos los resortes del partido o del poder? Nunca, a pesar de que, como es el caso, la decisión tomada dé al traste con todos los valores en que se ha inspirado su proyecto político.

Lo paradójico es que los plebiscitos siempre se venden como la quintaesencia de la democracia y de la humildad del caudillo que pone en riesgo su futuro sometiendo una determinada decisión a la opinión de su plebe.

Empero, hay un motivo para que los amantes de la libertad podamos congratularnos. Es tan grande la contradicción entre el dogma y la praxis, que ni siquiera este avezado jinete del apocalipsis va a ser capaz de cabalgarla a largo plazo sin sufrir las consecuencias. Por supuesto, ganó por goleada el plebiscito, pero es posible que sus votantes más informados le abandonen. De haber sabido que su apetito de riquezas estaba incluso por encima de su ambición de poder, deberíamos haberle ofrecido una mansión mucho antes.

Lorenzo Abadía es profesor asociado de Derecho Constitucional, doctor en Derecho y licenciado en Ciencias Políticas y Sociología. Es autor del ensayo 'Desconfianza. Principios políticos para un cambio de régimen'.

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