La democracia en crisis

A.J. P. Taylor, el gran historiador inglés, solía decir que los historiadores ven causas profundas donde muchas veces no hay sino el error de un político, o de unos políticos. «El hombre no quiere aceptar -escribía en 1963- que los grandes acontecimientos tienen causas pequeñas». Lo cierto es que, con frecuencia, ignorancia política, errores de cálculo, decisiones banales, iniciativas torpes, incompatibilidades personales e inmadurez intelectual desencadenan acontecimientos decisivos, situaciones gravísimas -conflictos civiles o militares, crisis nacionales, guerras-, con consecuencias dramáticas, casi siempre irreversibles.

Es lo que ocurre en España. En 2005, hace pues apenas dos años, se conmemoraba que el país cumplía, desde la muerte de Franco en 1975, treinta años de democracia, la etapa democrática más larga y estable en la historia española. El Sexenio Democrático de 1868-74 había naufragado entre cambios de régimen (monarquía de Amadeo de Saboya, I República), insurrección en Cuba, segunda guerra carlista y revolución cantonal; la II República (1931-36), traída por el entusiasmo popular pero pronto desbordada por desórdenes públicos, la reacción de la derecha, el suicidio revolucionario de la izquierda y la amenaza militar, fue destruida por la guerra civil desencadenada por el levantamiento militar de 1936. 1975-2005 era, por el contrario, y pese a conflictos serios (el terrorismo de ETA, el intento de golpe de febrero de 1981), la historia de un éxito, que había hecho de España una democracia estable con una Monarquía popular y una Constitución consensuada; un Estado autonómico donde los nacionalismos vasco y catalán gobernaban en sus respectivos territorios; una economía extraordinariamente desarrollada y dinámica; y un país plenamente europeo y occidental. Los grandes problemas históricos del país -democracia, forma del Estado, atraso económico, organización territorial, papel de España en el mundo- estaban definitivamente resueltos.

O eso parecía. Porque lo cierto es que, a raíz del terrible atentado perpetrado en Madrid por terroristas islámicos el 11 de marzo de 2004, todo cambió de repente y, en 2007, España vive una grave crisis nacional, la peor crisis de la democracia desde 1975. El consenso de la transición no existe. El país está emocional y políticamente dividido; su unidad moral se ha roto. El hecho es por demás flagrante. Lo que ha fallado entre 2004 y 2007 no ha sido ni la sociedad ni el entramado institucional del Estado: toda España asimiló con serenidad admirable el atentado de Madrid. Lo que ha fallado ha sido la política: el gobierno, la oposición, los partidos y sus dirigentes, los medios de comunicación. Fallaron además desde el mismo 11 de marzo de 2004. Vistos ahora con perspectiva la gestión inmediata que de aquel dramático suceso hicieron gobierno y oposición y el clima emocional en que sumió a la opinión, resulta evidente que celebrar elecciones sólo tres días después del atentado fue un tremendo error. La situación debería haber aconsejado la formación de un Gobierno Nacional de los dos grandes partidos, con el mandato de reconducir la crisis y restablecer el pulso moral del país antes de proceder a la consulta electoral. Se hizo exactamente lo contrario: toda la situación posterior a las elecciones de aquel 14 de marzo -no obstante la victoria legal y legítima del PSOE en ellas- nació lastrada por su propia anormalidad de origen.

Quienes defienden el status quo son tan responsables de una crisis como quienes lo atacan, escribió otro gran historiador británico, E. H. Carr (él se refería a la guerra, pero podemos traducirlo a la política). Es lo que se ha visto en España desde 2004: de la parte del gobierno, tres años de fragmentación del Estado y de apaciguamiento en política exterior y hacia ETA, y de reapertura de viejas heridas históricas (como la memoria de la guerra); del lado de la oposición, tres años sin más política que la negatividad, y el recurso final, con razón o sin ella, a la movilización emocional de las masas en la calle. Lo más grave es que, con un gobierno débil y carente de liderazgo, la izquierda parece haber perdido -en la reforma territorial del Estado y en la cuestión del terrorismo- el sentido de lo nacional; y que obsesionada por galvanizar al país contra el gobierno, la oposición conservadora no es, para una parte de la democracia española, la alternativa tranquila que precisamente el sentido del Estado requiere en circunstancias como las que vivimos.

Deber de Estado es ahora, por todo lo dicho, recomponer el consenso democrático, tarea que compete ante todo a los dos grandes partidos nacionales, y con ellos a los representantes de grandes sectores de opinión -Conv_rgencia i Unió, Partido Nacionalista Vasco-, líderes autonómicos, ex presidentes del gobierno, círculos empresariales y sindicales, portavoces de las altas magistraturas judiciales y constitucionales y desde luego, a los principales medios de comunicación. Pero tarea que es casi seguro que nadie asumirá. Con raras y valiosísimas excepciones, la política y la prensa españolas se alimentan hoy de lo que Raymond Aron definió como «dogmatismos sumarios».

La reflexión crítica sobre la situación española es, pues, inevitable. No es posible justificar lo que ha ocurrido: que en tres años se haya destruido lo que el país (y al frente, su clase política) construyó en treinta. Somos muchos los que pensamos que la democracia de 1978 respondía a una cierta lógica de la Historia, y que era por ello preciso fundamentarla en valores y principios morales y cívicos indiscutibles; y que su consolidación y funcionamiento iba a requerir que la razón democrática primase siempre sobre la miseria de la política.

La unanimidad nacional -escribía Raymond Aron en 1961- es, en ciertas circunstancias, indispensable. Yo creo que España vive ahora en una de esas circunstancias excepcionales.

Juan Pablo Fusi