La democracia en cuarentena

Cuando el Estado se encuentra en crisis y la Nación en riesgo de extinción, la perspectiva política, aunque siempre superficial, deviene urgente e ineludible. Nuestra democracia también se encuentra en cuarentena y, quizá pronto, en la UCI. La terrible pandemia nos ha sorprendido con uno de los peores gobiernos posibles: un frente popular con apoyos separatistas, que abraza un decisionismo político heredado de Carl Schmitt. Aunque, naturalmente, no lo sepan. La ocasión para el golpe de mano parece inmejorable. Concentración del poder y supresión de los mecanismos de control. Al parecer, abundan quienes piensan que la democracia vale sólo para tiempos más o menos normales. En épocas de catástrofes o crisis, debe eclipsarse y dejar paso a la unanimidad forzosa. Gran Bretaña debatió en tiempos terribles la entrada en la guerra para derrotar al nazismo. ¿Qué hubiera sucedido si todo hubiera sido unidad alrededor de Chamberlain y nadie hubiera alzado su voz convenciendo a la mayoría? Del prohibido prohibir pasamos al prohibido criticar. Una cosa es la unidad de acción sanitaria y otra la proscripción de la crítica política. Por lo demás, el Gobierno reclama ahora la unidad que antes se empeñó en romper. Y, puestos a perseguir la unidad, ¿qué mejor que un Gobierno constitucionalista de concentración nacional?

La gestión política está siendo vergonzosa y la mayoría de las apariciones gubernamentales más propias de programas de humor, pero no se puede decir porque favorece al virus. Las mentiras, vaivenes y ocultaciones han sido abundantes, pero no se puede afirmar porque favorece al virus. Se publican cifras de contagiados mientras no hay tests, pero no se puede denunciar porque favorece al virus. Se cambia el criterio sobre las mascarillas, pero no se puede poner en evidencia porque favorece al virus. Casi todos sabemos lo que habría ocurrido con un Gobierno del PP, pero no es posible decirlo porque favorece al virus. Se proclama la defensa de los más vulnerables y la apoteosis de la igualdad mientras abundan los privilegios sanitarios de los poderosos, pero no es correcto decirlo porque beneficia al virus. Se diría que el lema es la mentira os hará sanos. Desvaríos de la ética de la responsabilidad.

Ciertamente la declaración del estado de alarma está prevista en la Constitución. Nada que objetar por ahí. Pero hay maneras de aplicarlo que pueden rebasar los límites constitucionales. Un Gobierno socialcomunista no es el más idóneo para gestionar un estado de alarma porque, de suyo, provoca un estado de alarma, incluso al presidente del Gobierno. Mientras tanto, el control parlamentario del Ejecutivo ha desaparecido. Con la división de poderes desaparece la libertad política. La política de comunicación (propaganda) y el filtro y control de las preguntas de los periodistas (grave error muy tardíamente corregido) exhiben la cuarentena de nuestro sistema de libertades. No resulta infundado el temor de que la intimidad y la vida privada sufran intensas vulneraciones en los tiempos venideros.

Mientras la iniciativa privada está resultando decisiva y ejemplar, los efectos van a ser, muy previsiblemente, la politización de la vida social y el intervencionismo estatal. Mientras la solidaridad privada utiliza los medios propios, la solidaridad estatal utiliza los ajenos. Según Alexis de Tocqueville, uno de los primeros deberes de un Gobierno es situar a los ciudadanos en la condición de poder prescindir de su ayuda. No cabe duda de que los nuevos tiempos van a acentuar la dependencia estatal de los ciudadanos y el eclipse de la iniciativa privada. Otra vía hacia el despotismo, democrático o no.

No tardarán en exigir la unanimidad de la política económica, la suya naturalmente, con la advertencia de que disentir es antipatriótico o un sometimiento a los intereses de los ricos. Recorreremos libremente el camino hacia la miseria. Ya lo decía, también Tocqueville, que de nosotros, los ciudadanos, depende que la democracia conduzca a la libertad, a la prosperidad y a la civilización, o bien al despotismo, a la miseria y a la barbarie. No conviene olvidar que las políticas catastróficas suelen fortalecerse en las catástrofes. No es necesario haber leído con mucho detenimiento a Marx para saber que el triunfo del comunismo requiere que la miseria (las contradicciones del capitalismo) llegue al extremo más insoportable. Para aprovecharse del caos hay que o provocarlo o mantenerlo y agravarlo. Sabemos cómo mueren las democracias y cómo triunfa el comunismo. Acaso sea un temor algo desmesurado, pero por advertirlo no se pierde nada.

Otro de los efectos de la crisis actual es que el virus físico impida aún más ver el virus moral, cuyos efectos llevamos décadas, acaso siglos, padeciendo. Atendemos mucho más a lo que mata el cuerpo que a lo que destruye el espíritu. Dice el Evangelista Lucas, «no temáis a lo que mata el cuerpo y no puede nada más». Lo que mata el espíritu es mucho más terrible que lo que mata el cuerpo. Esto afirma Kierkegaard, en Las obras del amor: «Pues se ponen barreras contra la peste, pero a la peste de la murmuración, peor que la asiática, la que corrompe el alma, ¡se le abren todas las casas, se paga dinero por ser contagiado, se saluda dando la bienvenida a quien trae el contagio!».

Existe otro virus, letal y silencioso, que atraviesa sin dañar los cuerpos e infecta sólo a los espíritus. La dificultad de combatirlo es proporcional a la ignorancia de su existencia. Aquí el contagio es voluntario y no se reconoce su realidad ni la necesidad del diagnóstico y tratamiento. Apenas quedan ya algunos pocos inmunes. La mayoría son contagiados felices. Y, acaso, no es seguro, la eliminación del virus moral sea la mejor terapia para hacer frente, física y moralmente, al otro virus, y, de paso, para salvar a la Nación y a su democracia.

Ignacio Sánchez Cámara es catedrático de Filosofía de la Universidad Rey Juan Carlos.

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